El viejo cree que el odio es polvareda, un ventarrón de arena que se mete por la boca y la nariz. El odio seca la garganta y nubla los ojos, dice, y un grillo salta desde una hoja y se posa en la empuñadura de su machete. Casi es mediodía de un martes luminoso, víspera de la fiesta nacional de Independencia. Los pájaros trinan en todas partes y sin embargo hay que entornar la mirada para verlos en el laberinto de las ramas. El líder campesino Dennys Manuel Mercado Carbonero le pregunta a un árbol niño, recién sembrado, cómo amaneció, si disfrutó la lluvia que cayó en la madrugada.
Su finca, a orillas del camino que serpentea entre Chinulito y El Carmen de Bolívar, es un laboratorio de especies botánicas y, dice él, de modos de estar y de ser en el mundo. Su ambición tiene raíces muy profundas.
Entonces, Dennys, si el odio es polvareda, ¿qué es el amor?
Agua.
Y por eso el odio seca lo que toca y el agua aviva lo que moja…
Sí, pero la mucha agua ahoga. El amor es agua que corre.
Y ese principio constitutivo del amor, que corre sin estancarse, es el mismo para personas y para árboles, ¿verdad?
Los árboles, las plantas, las yerbitas de por ahí, tienen algo de humano, y nosotros algo de plantas. La vida es una sola.
Usted responde como un poeta, Dennys.
Qué va. El poeta es el paisaje.
Nada revela que llovió salvo el entusiasmo de los pájaros. La resolana asciende vaporosa y aviva el ímpetu de los grillos que saltan en luchas a muerte. Pocos insectos son más combativos y los vencidos, si uno los busca a tientas, se pueden descubrir en la hojarasca, descabezados, con las patas amputadas a mordiscos. Por allí deambularon, en un tropel que a veces subía hacia los Montes de María y a veces bajaba de ellos, las hordas guerrilleras y paramilitares, ambos ejércitos de asesinos. En las paredes de las casas, en los troncos de los árboles, en los estacones de los potreros, por ahí, en las piedras de los caminos, se ven orificios de bala y rajaduras de explosiones, vestigios de los salivazos de odio que se escupieron los unos persiguiendo a los otros.
Dos de los jefes criminales más temidos, de tantos que deambularon por allí martirizando campesinos, asesinándolos con brutalidad y crudeza, fueron alias Martín Caballero, comandante del frente 37 de las FARC; y alias Rodrigo Cadena, jefe del bloque Héroes de los Montes de María, de las AUC. Dennys recuerda que esos nombres producían tanto miedo que nadie los pronunciaba, como si la maleza tuviera oídos y las gallinas boca. Hasta Dios se largó acobardado. La iglesia de Chinulito, el pueblo más cercano, permaneció vacía, sin ornamentos, las bancas patas arriba, las cruces del calvario sucias con estiércol de murciélago.
¿El miedo de morirse tiene olor?
Sí, claro. Huele a mierda. Por aquí ese olor se mezcló con el de la sangre seca. La sangre seca huele como a agua empozada.
Dennys escarba algo en su recuerdo y parece que lo va a decir, pero lo calla. Después dice que no con la cabeza y bebe agua de una botella de refresco convertida en cantimplora. Nadie sabe cuántas víctimas hubo en esas lejanías. Por muchos años, demasiados, a nadie en las ciudades de Colombia pareció importarle. Se sabe que fueron miles, entre desterrados y exterminados. Las muertes más compasivas las cometieron con ráfagas de fusil, pero las más cruentas con piedras y con palos, o con machete, con motosierra. Hubo hombres y mujeres a los que destriparon de todos esos modos, con una furia insaciable, como si sus verdugos quisieran matarlos varias veces.
Allí cerca de la finca de Dennys, en San Onofre, los paramilitares lanzaron a gente macheteada, hombres y mujeres, a lagos con caimanes, acusados de guerrilleros, o de auxiliadores de guerrilleros. En esas tierras, entre la línea costera, el piedemonte y los cerros, se ejecutaron medio centenar de masacres. Esas matanzas tienen el nombre de los lugares donde se cometieron y se oyen como una letanía: Pichilín, Colosó, Macayepo, Ovejas, El Salado, La Pelona, Mampuján, Chinulito, La Libertad… Todas fueron posibles gracias a la permisividad del Ejército y de la Policía, que miraron para otro lado, fingiendo que no oían los gritos de auxilio, los llamados de socorro.
Dennys vuelve a silenciarse y una mariposa bebe de su sudor, empozado en una arruga bajo su ojo izquierdo. Él nunca se fue, permaneció en su tierra, incluso cuando arreciaron las muertes. Y un día, con el hedor de los difuntos atrayendo a los gallinazos, decidió buscar a Rodrigo Cadena. En Chinulito todos saben esa historia. Se puso su sombrero, cargó agua y trocitos de panela, y siguió monte adentro, escoltado por el canto de los pájaros y la estridencia de las chicharras. Él recuerda que no iba solo, que la verdad lo acompañaba. Y Dios también.
¿Qué fue encontrando en el camino?
A hombres de camuflado y muy armados. Me preguntaban que para dónde iba, y yo les decía que para donde Diego Cadena, que teníamos una conversación pendiente. Y así crucé sus anillos de seguridad hasta que llegué donde estaba.
¿Cómo era ese, uno de los peores jefes paramilitares?
Con bigote, un tipo malencarado. Él valoró que yo llegara caminando solo, y que fuera amable con él, que hablara tranquilo. Él ya había oído hablar de mí, sabía quién era yo y de dónde venía.
¿De qué hablaron? ¿Qué fue a decirle usted con tanta urgencia?
Pues que dejaran de matar porque sí y porque no. Yo le dije que lo sospechoso que ellos veían en los campesinos no era culpa sino miedo. Y le pregunté: si ustedes ven a un campesino que comienza a correr, ¿qué hacen? Y él me dijo, pues le disparamos. Ese era el punto. ¿Por qué? Yo le dije que ese hombre o esa mujer no tenían culpa encima, solo miedo.
¿Sirvió de algo decirle eso?
Él terminó dándome la razón. Me dijo: viejo, usted tiene razón, vamos a mirar. Yo llevaba en mi talega una lista de gente de Chinulito amenazada, una lista de campesinos declarados objetivo militar. Y le dije, nombre por nombre, quiénes eran, qué hacían.
¿Logró salvarlos?
Pues ahí están vivos, gracias a Dios. Y algunos ni saben que yo estuve allá, hablando por ellos.
¿Quién armaba esas listas, quién las dictaba?
El odio, la mezquindad. Había gente que le debía dinero a otra y para no pagarles la acusaban de auxiliador de la guerrilla, así se quitaban las deudas de encima. Y alguno que le tenía rabia a otro por lo que fuera, por celos, por envidia, hacía lo mismo. Y esos tipos en armas, guerrilleros y paramilitares, andaban con sed de matar, entonces les encantaba que les señalaran gente, con verdades o con mentiras. A ellos les daba igual.
Dennys bebe agua de la botella de plástico, usada tantas veces, desde hace tantos meses, que ya no recuerda ni el color ni el sabor del refresco original que contenía. Mejor que reciclar es reutilizar, dice, como pasando la página, y se pone a nombrar los árboles que él sembró allí, en su finca, y que ha cuidado con esmero, como si fueran su familia: ceiba, roble, cedro, guayacán, ébano, caracolí, carreto, naranjuelo, níspero, mamón, totumo, caimito y mango, los más grandes del litoral caribe, de veinte metros de altura, gigantes repletos de frutos que, ya maduros, a plena luz del día, parecen bombillas encendidas entre el follaje verde.
¿Qué hacer para enterrar la muerte y evitar que el odio siga empuñando fusiles?
El odio se combate con amor, y el amor es justicia. Es así de fácil y así de difícil. Es lo que los más ricos y poderosos no quieren entender. O sí lo entienden, pero no lo quieren admitir. Los ejércitos de matones están armados de miserables, de gente desgraciada sin presente ni futuro, con vidas que no son vidas. Usted imagínese: un muchacho, una muchacha, que viven tan mal que la guerra les resulta mejor, preferible. Los seres humanos deben tener un mínimo de dignidad, de educación, de salud, de oportunidades, de bienestar.
Pero hay quienes insisten en que las personas viven mal y son pobres porque quieren, porque son perezosas.
Eso es una barbaridad. Nadie quiere sentir hambre por gusto. Lo que pasa es que en Colombia hay tanta miseria que la valentía no alcanza. El Estado tiene que mediar y ayudar, empujar. Es su obligación. Uno no le dice a una persona que se está ahogando que nade. ¿Eso de qué sirve? Hay que darles la mano a los más necesitados, lanzarles un flotador, y no fusiles para que peleen las guerras que hacen más ricos a los más ricos y más pobres a los más pobres.
El año pasado, Dennys participó en la elección al Concejo de Colosó. Él no quería, pero sus vecinos le insistieron, entonces posó para la fotografía del afiche promocional con una camisa de domingo, la mano derecha sobre el corazón y la izquierda levantada, mostrando las líneas de la palma, profundas como surcos. Uno de esos afiches permanece pegado en una de las paredes de su casa, él de gorra, con el bigote recién afeitado. «Dennys Mercado, al servicio de las comunidades». Fue una derrota digna, recuerdan en Chinulito, porque obtuvo trescientos diez votos, cuatro menos de los que necesitaba para hacerse concejal. Mejor, dice él y sonríe, tengo más tiempo para la tierra y los árboles.
De regreso a su casa, Dennys habla de los grillos y de las mariposas, y de la sombra como un atributo que debe ser cuidado y extendido, pero no de cualquier modo. Su idea es que en las fincas se disponga un espacio para los árboles y otro para los cultivos, un tapete vivo que preserve el agua y la fauna y que, al mismo tiempo, permita la siembra de productos agrícolas. En su predio, por ejemplo, hay siete variedades de caña de azúcar, sembrada sin agroquímicos, y ahí, a unos metros, los que él ha nombrado como si fueran hijos.
En sus ramas se pasean monos titíes, y guacamayas, y osos perezosos, y monos aulladores, los últimos de los Montes de María, vociferando que allí siguen, pese a tantas matazones, vivos y coleando.
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