Un cronista decide ir a una cárcel donde se apretuja una muchedumbre de asesinos, extorsionistas, ladrones y narcotraficantes, y termina por asistir a un desfile de fábula.
Este relato se pregunta por qué los colombianos celebramos el odio con tanta alegría. ¿Qué nos impulsa a comernos lo que más despreciamos?
Si pudiéramos donar un animal como expiación de nuestras mayores culpas, ¿qué tamaño tendría?
La exaltación de su muerte tiene mucho de artificio, de propósito calculado. La intención de su partido político es plantar el próximo presidente de Colombia en el fertilizante de sus despojos.
Gritar arengas contra la pena de doce años que la justicia le impuso al expresidente por fraude procesal y soborno de testigos es, además de una declaración de ignorancia, un gesto de crueldad con las familias de los 6.402 asesinados y disfrazados de guerrilleros.
El veredicto por sus crímenes debe ser que tras su muerte no se levanten estatuas ni se bauticen escuelas, parques o avenidas con su nombre.
Un cronista —caminante de calles y de bosques— se detiene ante la escena de un vendedor ambulante de peces de acuario, molesto porque acaba de perder a uno traído de la Amazonía.
Hemos hecho de lo difícil una virtud. Y como nos hemos acostumbrado a que solo lo difícil es bueno, ahora, para nosotros, lo realmente difícil es volver a lo fácil.
Por cada paraíso portátil, por cada parcela privada, hay un afuera al acecho, una multitud de denigrados sometidos a la tristeza, a la frustración, a la inmundicia, es decir a la vida cotidiana. Mejor no confiarse.
A principios de junio de 2025, el Salón Internacional de la Fama del Boxeo incluyó en sus filas al boxeador colombiano Rocky Valdés. El periodista Juan Pablo Parra reflexiona sobre la vida del boxeador y lo que significa su inducción al espacio simbólico más exclusivo de este deporte.