Klara vive pendiente del Sol. En los anaqueles de la tienda donde vive, su mirada no deja de buscar su luz. Observa cómo sus rayos se extienden sobre las formas del mundo, contempla las sombras que se espesan por la tarde sobre los edificios ubicados en el otro costado de la calle, se alegra cuando un destello se cuela por la ventana y la recubre de calor. Klara sabe que el Sol es la fuente de toda vida en la Tierra, y sabe el papel que juega en su propia vida: Klara es una Amiga Artificial que se alimenta de la luz solar para existir.

En la tienda viven otros como ella. Todos esperan el día en que una familia entre al almacén y los elija para llevarlos a vivir en un hogar humano. Klara, en especial, siente curiosidad por las personas. Le llama la atención su comportamiento. Tiene un don especial para discernir los motivos que se esconden detrás de las acciones. Un día, su mirada descubre a Josie, una niña con un caminado extraño. Las dos entablan una buena relación y, pasadas unas semanas, Klara se muda a vivir con Josie y su madre, una mujer parca y estricta. El drama familiar se revelará poco a poco ante la mirada obediente de Klara, que buscará, con la ayuda del sol, hacer lo posible para cumplir con su misión: entregar todo de sí, incluso a sí misma, para que Josie sea feliz.

En Klara y el Sol, Kazuo Ishiguro se propone el difícil reto de narrar el mundo desde el punto de vista de una inteligencia artificial. Para lograrlo, el escritor no solo imagina un lenguaje y un tono para Klara, sino que también crea para ella un aparato perceptivo que registra la realidad a partir de paneles. El lector nunca olvida que la narradora es una invención tecnológica, y ese hecho resulta inquietante. Klara, a menudo, se comporta como un humano: siente esperanza, ansiedad, se arrepiente, yerra.

La verosimilitud de Klara reside en que su visión del mundo es limitada. Ella no almacena dentro de sí un conocimiento extenso del mundo, no se actualiza periódicamente. Ishiguro no nos ofrece una narradora superdotada. En cambio, el escritor se da a la tarea de construir todo un universo ficticio que el lector, confinado a la visión de Klara, apenas puede entrever. Se atisba, por entre las ranuras, a una sociedad en crisis, estratificada por los avances científicos, sus lazos deteriorados por la tecnología. En este sentido, Klara se asemeja a la protagonista de Luz pálida en las colinas, la primera novela de Ishiguro: ambas son narradoras que pueden malinterpretar, cada una a su manera, lo que transcurre alrededor de ellas.

La brecha que existe entre Klara y su contexto inmediato cumple una función narrativa: el lector, intrigado, querrá descubrir el mundo que presenta el libro de la mano de ella. Pero también cumple una función estética: de las limitaciones de Klara proviene la belleza de la historia. Así, ella confunde una pareja entrelazada con un pájaro. Así, ella un día toma la decisión de visitar una granja bajo la convicción de que allí duerme, de noche, el Sol. En un momento, Klara descubre a un toro en un pastizal. 

Yo nunca había visto algo que diera, al mismo tiempo, tantas señales de rabia y deseos de destrucción. Su cara, sus cuernos, sus ojos fríos mirándome. Todo me hizo sentir temor. Pero también sentí algo más, algo más extraño y profundo. En ese instante sentí que un grave error se había cometido para que esa criatura recibiera los rayos del Sol; ese toro pertenecía en algún lugar bajo tierra, enterrado en el lodo y la oscuridad. Su presencia en el pasto solo podía augurar malas cosas.* 

Klara y el Sol humaniza la vida interior de la inteligencia artificial a tal punto que, inevitablemente, plantea un debate sobre sus derechos. Al igual que la novela El ciclo de vida de los objetos de software de Ted Chiang, el libro de Ishiguro se pregunta por el bienestar de una hipotética vida inteligente artificial. ¿Cuáles son las responsabilidades éticas a tomar en cuenta si se trae al mundo un ente que siente y que incluso demuestra tener de una dimensión espiritual? ¿Hasta qué punto se pueden considerar como simples juguetes circunscritos al vertiginoso ritmo de la obsolescencia? ¿No deben, acaso, tener autonomía, ser educados, gozar de una serie de derechos que los proteja del maltrato?

Al tiempo que se plantea estas preguntas, Ishiguro llega a otra; una que, en la medida que avanza la trama, parece cada vez más difícil de responder: ¿qué, exactamente, es eso que nos hace humanos?

* Traducción del periodista.

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