Lesly pidió un diario de regalo.
No quería uno cualquiera sino uno de esos de pasta dura, con cerrojo y una llave. ¿Qué escribe en él la indígena adolescente que deambuló cuarenta días por la selva al sur del rio Apaporis, guiando a sus hermanos hasta salvarles la vida? ¿Es verdad que hace dibujos en las márgenes de las hojas? ¿Ha hecho una lista de deseos, de tantos a su edad? Las respuestas a esas preguntas valen una fortuna.
Hace un año, varias productoras cinematográficas de Estados Unidos y de Europa calcularon que la historia relatada en su propia voz costaría quinientos mil dólares, cuando menos, y estaban dispuestos a pagarlos. Sin embargo, casi todas terminaron retirándose de la subasta que se produjo para lograr un contrato de exclusividad de los cuatro niños indígenas frente a la cámara. Con las familias enfrentadas por la patria potestad de los menores, ninguna compra de derechos ofrecía certezas. Hasta la abuela materna, que los visitaba en el Hospital Militar casi a diario y parecía enterada de los asuntos más pequeños, terminó por sentirse desolada. Fátima creía que, cuando les dieran de alta, podría irse con sus nietos a Araracuara.
Eso le había prometido a Lesly.
La niña extrañaba jugar con sus primos, meterse al río, que los dedos en el agua le confirmaran que seguía viva. La anciana le dijo que les haría churuco asado y caldo de charapa para que la lengua les devolviera la certeza de estar entre los suyos. ¿Cuándo nos vamos, abuela? Fátima le pidió que tuviera paciencia. Faltaba poco, era cuestión de que ella y sus hermanos ganaran peso y se aliviaran del susto. Tómese las medicinas, coma lo que le den, y cuando salgan nos vamos, le dijo a la niña, en esos días con los huesos transparentados bajo la piel. Para apaciguar la ansiedad de sus nietos, la mujer les llevaba fariña y casabe al hospital, y coquitos de la palma de milpesos, su maná del cielo, casi el único alimento que consumieron tras el accidente de la avioneta en el que murió Magdalena, su mamá. Todos les llevaban obsequios. Hasta el presidente Petro y sus ministros fueron a visitarlos y les dejaron ropa, juguetes, libros para colorear. La niña, agradecida, dibujó a Wilson, el perro que jamás vieron y que los medios de comunicación elevaron a la categoría de héroe.
Pintarlo fue un deseo que la niña les concedió a los adultos.
En la escena hecha con crayolas se ven árboles, tres montañas como nevadas, un sol radiante entre las nubes, un río con peces y dos flores gigantes. El perro tiene la cola alta, encorvada sobre sí mismo. Parece que mira algo afuera, en el extremo inferior izquierdo de la hoja. Pero allí no están Lesly ni sus hermanos, solo dos pájaros negros, del color de los gallinazos. Las enfermeras y el personal médico del hospital habían recibido la orden estricta de no hacerle preguntas a los niños, ni trasladarles la barahúnda de los noticieros. Sin embargo, era inevitable que algo de esa algarabía llegara a sus oídos. Los controles se habían extremado y nadie tenía permiso de entablar conversaciones con ellos, salvo las mínimas de cortesía, para preguntarles si algo les dolía, si habían pasado buena noche, si les había gustado el almuerzo y querían repetir postre. El temor era que en el relato de los hermanos sobre su travesía en la selva fueran creciendo, después de echar raíces, recuerdos imaginados.
Cincuenta y dos días después les dieron de alta.
Pero no para que regresaran a su casa, en el corazón de la Amazonía. La noche del 13 de julio de 2023 los condujeron a un hogar de paso del ICBF, en Suba, donde viven otros setenta menores, la mayoría abusados, maltratados y sin otra casa adónde ir. En ese lugar no les ha hecho falta nada. Su cuarto es amplio y colorido y está adornado con objetos domésticos de su comunidad: utensilios que les recuerdan su origen indígena, allá tan lejos, al sur, a seiscientos cincuenta kilómetros de distancia, justo la extensión del río Yarí, afluente del río que pasa frente a su casa y en el que chapotean delfines rosados y en cuyas orillas, en las horas más soleadas, vuelan enjambres de mariposas buscando los ojos de las tortugas para sorber la sal de sus lágrimas. Los insectos completan su dieta de ese modo, con toda parsimonia.
La distancia de los niños con los suyos parece insalvable.
Una noche, Lesly comenzó a ver a Magdalena. La madre muerta se le aparecía viva y el ICBF autorizó que un chamán indígena la bañara a ella y a sus hermanos con humo de tabaco para espantar los espíritus del abismo de los rincones. Lo importante era que los niños se sintieran como en su casa, dijeron las autoridades que los custodian noche y día. Pero Lesly, que ya no tiene miedo, se siente extraña y la tristeza es una sombra sobre su rostro, incluso cuando sonríe. En el día, cuentan, el estrépito afuera del hogar es el de los carros, y en las madrugadas es el de las motocicletas que pasan a toda velocidad. A veces las que rugen son las sirenas de la policía y sus luces se meten por el resquicio de las cortinas como si fueran relámpagos de una tormenta. Fátima solo puede visitar a sus nietos tres horas a la semana.
El protocolo sigue siendo estricto.
Nadie que entra a ver a los niños puede llevar celular y el tiempo está cronometrado. Lesly y sus hermanos son presos de una notoriedad impuesta. Ellos están en una cárcel de oro, se queja la abuela, que ha amenazado con hacer un escándalo en los medios de comunicación, segura de que todos la oirán. La semana pasada, la anciana pidió permiso para que los dejaran asistir a la eucaristía de la conmemoración de su rescate. De nuevo le dijeron que no, ni riesgos. La celebración fue en el Comando Conjunto de Fuerzas Especiales del Ejército, en el norte de Bogotá, el lugar donde el general Pedro Sánchez coordinó la operación Esperanza que los trajo con vida el último día de la búsqueda, en el límite de sus fuerzas. Allí, alrededor de una escultura en bronce de Wilson, se extendió una carpa y estuvieron los abuelos y algunos de los indígenas y comandos que los buscaron selva adentro. Los abogados de la familia hablaron con Fátima y le insistieron, otra vez, que guardara silencio.
Si ya esperó lo mucho espere lo poco, le aconsejaron.
La promesa es que en dos o tres meses las autoridades le otorgarán la patria potestad de sus cuatro nietos y entonces podrá irse con ellos adonde quiera. Pero la abuela sabe que eso tampoco será posible. Lesly, convertida en una celebridad, parece condenada a ser otra, lejos de su entorno más amado. En las fotografías que el ICBF filtró a algunos medios de comunicación para dar cuenta de su bienestar, los niños tienen el rostro borroneado. Es un recurso legal de protección. Todos llevan chaquetas y las niñas están abrigadas con medias de lana, una vestimenta solo admisible bajo el frío de Bogotá, la jungla de cemento más extensa del país, de mil seiscientos kilómetros cuadrados y un dosel de aire mortecino, envenenado de hollín. La noticia más reciente es que, gracias a la mediación del Gobierno, una productora cinematográfica ya empezó a filmar a los hermanos.
Nadie confirma el monto de lo pagado.
Los dólares fueron depositados en el fideicomiso que el ICBF creó para resguardar el dinero de los niños indígenas, enriquecidos como no lo fue casi nadie en la Amazonía colombiana, salvo, por supuesto, los esclavistas caucheros del siglo pasado y David Murcia Guzmán, defraudador financiero que levantó su gigantesca pirámide en La Hormiga, Putumayo, a finales de 2003. Ahora los más ricos en ese territorio, además de los concejales, alcaldes y gobernadores corruptos, son los jefes subversivos, dueños del comercio de la cocaína que se produce allí, en los bosques contiguos al santuario de Chiribiquete. Abuela, me quiero ir, dice Fátima que le dice Lesly. Las autoridades insisten en que mantenerlos aislados es una medida de resguardo. Son niños y deben ser protegidos, argumentan. Esa razón se oye como una mentira.
En las calles de medio país deambulan niños.
El pasado 9 de junio, el día de la celebración del rescate de los nietos de Fátima, murió una bebé indígena en el centro de Bogotá, en el Parque Nacional, tomado desde hace meses por setecientos emberas expulsados de sus territorios. Es una historia repetida, una tragedia consuetudinaria. El 25 de enero de 2022, un camión de basura de la capital atropelló a una indígena embarazada y a su hija de un año. Ambas murieron. Se llamaban Erminda Sintua Tunay y Sara Camila García y eran parte de los dos mil indígenas que se habían tomado ese mismo parque para protestar por las mismas causas de hambre, abandono y pobreza extrema. En San José del Guaviare, sede del comando aéreo de la operación Esperanza, los niños de las comunidades Jiw y Nukak siguen siendo abusados y ahora roban la gasolina de las motocicletas estacionadas en las calles para drogarse y espantar el hambre. Los niños indígenas se ocultan en los árboles sembrados en las aceras y a veces se caen al suelo, ebrios de combustible.
Abuela, ¿cuándo nos vamos? Fátima dice que no sabe qué contestarle a su nieta. La sabiduría ancestral que los salvó, que les permitió distinguir la pequeñez y la levedad de lo inmenso y lo robusto, amenaza con extinguirse. Y su extinción es también la de la Amazonía. Los signos son ostensibles en la deforestación diaria de sus bosques y en algo más, nimio y elocuente. Lo dice uno de los profesionales que asiste a Lesly y a sus hermanos en el hogar del ICBF en Suba: el niño de cinco años, rescatado al borde de la muerte, ya habla con acento bogotano.
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