Ni el poder divino ni el humano impidieron que la madre de Dios fuera víctima de un atraco en su propia casa. En la madrugada del 9 de julio de 2021, los sensores de movimiento y calor no reaccionaron, la alarma no hizo el más mínimo quejido y la Virgen no pidió ayuda a su poderoso hijo. 

Todo comenzó sobre la hora en la que dicen que el diablo se pasea libre, a las tres de la mañana, en Chiquinquirá, municipio de Boyacá y capital religiosa de Colombia. Luis Fernando Malaver, nacido en Zipaquirá hace cuarenta y cuatro años y errante desde los ocho, cuando abandonó su hogar, llevaba cinco días consumiendo bazuco, y acababa de fumarse la última dosis. Sin una moneda, esculcó en los desperdicios de las fiestas nocturnas que anticiparon el aniversario de la coronación de la Virgen, y luego buscó fallas en las ventanas y los techos para robar algo a los durmientes moradores. Según él, su estrategia es la de tomar cosas como un fantasma, sin hacer más daño que el susto por lo perdido. Diez capturas, con cárcel incluida, lo comprueban: en ninguna le encontraron un arma, y sus penas fueron por pequeños hurtos o posesión de drogas.  

A un costado de la Basílica de Chiquinquirá, sobre la calle 17, Malaver vio una casa de un solo piso, casi en ruinas, y apoyado en las ventanas se subió al tejado. Caminó sobre el techo de la vivienda, luego sobre la Universidad Santo Tomás y más adelante se metió por una claraboya que a esa hora era un hueco negro con destino incierto. A tientas cruzó dos puertas sin llave y una de vidrio de seguridad, hecha añicos quince días antes por un ventarrón. Encontró unas escaleras y, casi en el último peldaño, se dio cuenta de la enormidad del lugar de 2.800 metros cuadrados, hasta 37 metros de altura y esculturas de hombres de yeso, a lado y lado, montados en pedestales. Él asegura no tener la más remota idea de dónde se hallaba, pero, dado su carácter palaciego, seguro encontraría algo para vender. 

El prior del convento, fray Carlos Mario Alzate, conocía las fallas en las puertas y el daño causado por el ventarrón. Aunque varias veces pidió solucionar ese problema, dice que era tan obvio poner llave a las puertas y arreglar el vidrio roto, que nadie se apersonó. 

Dentro de la Basílica se le apareció la Virgen a Luis Fernando, la misma a la que se le han arrodillado Simón Bolívar, los comandantes de los ejércitos enemigos de la Guerra de los Mil Días, los papas Pío VII y Juan Pablo II y, en dos ocasiones, el expresidente Iván Duque, cuando no encontraba soluciones terrenales. A diferencia de los veneradores, Luis Fernando no buscaba favores milagrosos; toda su búsqueda estaba arriba de sus ojos en destellos de oro, esmeraldas, diamantes, zafiros y perlas puestos sobre un lienzo pintado en el siglo XVI por el artista Alonso de Narváez.

El lienzo, en el que aparece la madre del Divino Niño, escoltada por los santos Antonio y Andrés, fue un encargo de Antonio de Santana, un fervoroso español radicado en Boyacá, para decorar su capilla. No tardó mucho para que los colores, elaborados con plantas, se marchitaran, y el español, que era más vanidoso que creyente, no solo quitó la pintura de la pared, la desterró de su capilla y la relegó a ser tela para secar granos.

La criada, María Ramos, tomó la tela y la colgó en una choza a la que acudían indígenas y españoles pobres para rezar. La mañana del 26 de diciembre de 1586 descubrieron la choza iluminada y por poco llenaron vasijas de agua para apagar lo que creían era un incendio. Al entrar María Ramos, según la leyenda, vio el lienzo parado en el suelo, casi bailando, y emitiendo resplandores como celebrando su propia fiesta. 

A esa cenicienta que, al parecer, rehusó el olvido, se le construyó el palacio más grande y lujoso de Chiquinquirá, los sacerdotes enmarcaron su imagen y la protegieron con un vidrio de seguridad importado de Alemania a finales del siglo XIX. Orfebres desconocidos le obsequiaron joyas de filigrana a cambio de milagros, y en el siglo XX los regalos fueron más ostentosos: una medialuna de oro, plata y piedras, al igual que el cetro; dos coronas, una para el niño y la otra para su madre, esta última de 300 gramos de peso en oro de 23 quilates con incrustaciones de esmeraldas y diamantes, diseñada por el artista Ricardo Acevedo Bernal y elaborada en 1919 por el hermano Benjamín (así aparece, sin apellidos). Y dos camándulas donadas por el papa Juan Pablo II. Además, la duquesa de Alba, aristócrata española que murió con tantos años como títulos nobiliarios, le donó un cinturón cargado de oro y gemas preciosas. Cada pieza del ajuar se le puso a la Virgen retratada, dejando a san Antonio y san Andrés desprovistos de cualquier ofrenda y custodios de todo ese brillo. 

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Aquella madrugada del 9 de julio, el ladrón, sin pedir perdón ni permiso, por no reconocer, según jura desde la cárcel, quién era la víctima, se trepó en una de las columnas apoyado en la cabeza de un Jesús crucificado. Además de los ojos de vidrio de las estatuas de los santos, las cámaras de seguridad vieron las hazañas del intruso. En los monitores de la portería del convento, uno de los dos vigilantes podría haber visto lo que sucedía y así interrumpir el crimen, pero ambos permanecieron afuera del santuario haciendo guardia. 

No era la primera vez que alguien se atrevía a cometer un acto similar. Según el libro De Chiquinquirá yo vengo, de Carlos Pachón Lucas, en el siglo XIX, el soldado Antonio Martínez, de los ejércitos de Simón Bolívar, se guardó una de las joyas; al ser descubierto, dijo que le pidió ese regalo a la Virgen y ella se lo concedió. Ante tal argumento fue absuelto, y para evitar que otros hicieran lo mismo, el comandante Serviez expidió un decreto: «Queda prohibido que mis soldados reciban favores o milagros por parte de Ella. El soldado que contravenga lo dispuesto aquí será castigado con pena de muerte». 

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Sin un decreto tan sanguinario, Luis Fernando se colgó del cuadro de la Virgen que cuatro siglos antes asustó a María Ramos. Pero aquella mañana de 2021 estaba tan indefensa como cualquier transeúnte acorralado por el miedo. El hombre intentó con una de las manos romper el vidrio alemán que protegía el lienzo. Al notar que era imposible, volvió a bajar, cogió la base de un micrófono y, trepado de nuevo, logró hacer trizas el cristal. A pesar del bamboleo del hombre y el escándalo de los vidrios rotos, ni los sensores ni las alarmas se activaron; los vigilantes tampoco alcanzaron a escuchar.

El equipo de protección era reciente. El convento contrató, a mediados de 2020, a la empresa Securitas para la instalación de sensores de temperatura y movimiento, una alarma y cámaras de seguridad. La empresa también aportó tres vigilantes, uno diurno y dos nocturnos; todo por un pago mensual de alrededor de diez millones de pesos. Se hicieron pruebas, y fueron tan eficientes que la alarma se activaba cuando los ratones se comían los pétalos de las rosas ofrendadas a la Virgen. Conclusión del prior Alzate: «El robo fue una cachetada a la tecnología».

Con la noche, el sueño y el silencio de la alarma como cómplices, Luis Fernando despojó el lienzo de las joyas que cayeron al suelo. Al bajar, se quitó la camiseta y la chaqueta y en esas prendas enrolló todo a las malas. La delicada filigrana se rompió, las piezas se doblaron y algunas piedrecillas se zafaron.

En busca de la huida, y sin saber por dónde había entrado, ingresó al convento por otra puerta sin seguro, otra coincidencia extraña o providencial. Allí terminó de envolver lo saqueado en una sábana encontrada en la habitación de ropas. Enseguida se trepó en el techo y, cuando creía que su mal estaba bien cometido, pateó una maceta que despertó a los sacerdotes. Dos salieron y entre alharacas alertaron a todos y llamaron a la policía. El causante de tal escándalo volvió a correr sobre los tejados de arcilla, sin ser perseguido, y de un brinco saltó a la calle y siguió su marcha. A los segundos aparecieron, frente a él, las motos de los policías, y como conocedor del protocolo delictivo soltó lo hurtado y levantó las manos. Le deparaba una nueva entrada a la cárcel. Fue capturado casi a las cinco de la mañana, en la plaza de Bolívar, frente al templo profanado. 

Las sirenas de las motos policiales despertaron a los chiquinquireños que en ese momento estaban convencidos de que los uniformados rendían un homenaje, bastante temprano, a la reina de Colombia, según confirman varios habitantes. Mientras Malaver era conducido a la estación, en otra parte del mundo, en los jardines del Vaticano, se preparaba la cúpula del clero para mostrar en vivo y en directo, por varios canales de televisión nacional, un mosaico de la Virgen de Chiquinquirá. Era una sorpresa del papa Francisco en honor a los ciento dos años de la coronación de la Virgen y su proclamación como patrona del país, evento sucedido el 9 de julio de 1919. ¿Y dónde estaba la corona que motivaba la celebración? Envuelta en la sábana con sus partes rotas.

El restaurador de metales y piedras, Pablo Felipe Obando, quien trabajó en el Museo del Oro con orfebrería indígena y colonial, y quien dedicó tres meses a restaurar las joyas de la Virgen, luego del robo, es incapaz de avaluarlas, pero asegura que tan solo la corona tiene un precio «exorbitante». A diferencia del conocedor, el ladrón pensaba que las alhajas se trataban de oropel que vendería por partes, en chatarrerías y compraventas, por unos doscientos mil pesos.

¿Cómo logró un raponero de pueblo ejecutar este millonario hurto? Desde la cárcel de esa ciudad insiste en que actuó solo. Llegó tres meses antes del robo, sin amigos ni familia, y así se mantuvo hasta su captura. Sus creencias de cristiano, dice él, le impidieron conocer religiosos católicos, y, aunque parezca inverosímil, asegura que nunca había entrado a la Basílica ni por curiosidad de ladrón. En toda la entrevista habla de su soledad, quizá por ser cierta o para no generar sospechas. Ni en la cárcel, donde cumple una condena de seis años, tiene un confidente a quien contarle el miedo a la libertad, a volver a fumar bazuco. 

En Chiquinquirá comenzaron los rumores. Una anciana evangélica y vendedora de camándulas por necesidad dice que los curas lo planearon todo para llamar la atención de la prensa. Otros piensan que algún sacerdote ambicioso manipuló a Malaver para cometer el acto, y luego pagarle unos cuantos miles de pesos por el ajuar. Dentro del convento también empezó el recelo. Los sacerdotes contrataron a dos detectives de Tunja, recomendados por el Gaula, para investigar el caso. Ellos perfilaron a los vigilantes contratados por la empresa de seguridad, a los canónigos, a las monjas, a los monaguillos… y se determinó la inocencia de todos. Al parecer, el hurto se dio por una sumatoria de descuidos y mala suerte. Si Dios, con su omnipotencia, no pudo evitar que su madre fuera víctima de robo, ¿qué será de nosotros, los terrenales?

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