En el libro La escritura indómita, la poeta estadounidense Mary Oliver amplía sus reflexiones sobre su búsqueda de imágenes poéticas. Habla, por ejemplo, de los «territorios salvajes de la creación» y asegura que no se puede ejercer control sobre los mecanismos de la creatividad. Por el contrario, para la autora, una debe trabajar con las fuerzas creativas, porque no trabajar con ellas es hacerlo en su contra.  

Este principio que Oliver enuncia revela la importancia de la atención y de la escucha para las poetas. Se trata de un origen de comprensión del mundo que se deriva en la capacidad que desarrollan las autoras para conocer, intervenir e interrogar el lenguaje. Esa sutil búsqueda, cuando se hace con suficiente cuidado, puede convertirse en el gesto diferencial de una voz poética.

En las últimas semanas, dos grandes poetas colombianas han sido premiadas justamente por ese rasgo con importantes distinciones en el universo de la poesía. Por un lado, Piedad Bonnett ha sido galardonada con el Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía, que tiene como objetivo «premiar el conjunto de la obra poética de un autor vivo, que, por su valor literario, constituya una aportación relevante al patrimonio cultural compartido por la comunidad iberoamericana». 

De manera paralela, Andrea Cote fue reconocida con el Premio Casa de América de Poesía Americana, gracias a Querida Beth, un poemario que relata la historia de una mujer que, en búsqueda del sueño americano, pierde su nombre y su historia.

Hemos querido hacer de estos reconocimientos un punto de partida para entender el impacto de la obra de las autoras e indagar por el estado actual de la poesía en Colombia.

Algunos apuntes sobre el quiebre generacional

Por la ventana abierta el día es día como siempre,

o noche, que es igual,

y el árbol tiene la mansedumbre de las cosas ya vistas

y el orden de la mano va del número,

cuando la ola entra alocada, dando tumbos,

tan caliente

que ahoga el pequeño pájaro que anida en la camisa,

tan fría que congela un río de palabras,

la ola con su paréntesis vacío para siempre

que viene a recordarnos que vivir era eso,

que hacia este lugar desde siempre veníamos

La noticia – Piedad Bonnett

Cuando hablamos de poesía colombiana, una ráfaga de nombres y estilos acuden a la memoria: León de Greiff, desde una orilla neobarroca del lenguaje; José Manuel Arango, quien se interesó por la pulsión erótica en las cosas; Guillermo Valencia, quien tendió un puente entre la tradición griega y el modernismo, junto a José Asunción Silva; Porfirio Barba Jacob, con espíritu viajero y la habilidad de cambiar de piel, nombre y tono; Aurelio Arturo, con un pie en el lenguaje de las leyes y un deslumbramiento por la fantasía, y María Mercedes Carranza, que supo encontrar palabras para nombrar la desgarradora realidad del país, hacen parte de esa gran estela de autores que, apelando al imaginario colombiano, configuran una forma de ser y hacer poesía.

Para la escritora Andrea Salgado, se trata de una imagen memorizada que está transformándose, porque «cuando uno pensaba en la poesía colombiana —y voy a hablar en pasado— siempre esa poesía estaba revestida de una gran solemnidad; esa era la palabra que estaba ahí para sostenerla: solemnidad». Sin embargo, el relevo generacional y la transformación de los espacios que habita la poesía ha modificado los principios con los que se vincula. 

Estos están mediados, de acuerdo con Salgado, por «otro tipo de exploraciones, incluso desde el lenguaje que parece estar pasando por una etapa de desafección y, a la vez, está muy cruzado por todas las teorías que hablan del fragmento, la imperfección, la naturaleza y nuestra relación con los otros».

El fin de una conversación en términos de alta cultura ha permitido que poetas e interesadas por la poesía vean en ese universo del lenguaje un lugar para sus propias exploraciones. Óscar Campo, parte del equipo de Himpar, una editorial independiente interesada en la circulación de nuevas voces colombianas en latinoamérica, señala un giro de apertura del siglo XX hasta hoy, que se caracteriza por la multiplicidad de visiones sobre el mundo: «Ahora lo que tenemos es una cosa un poco más radical en los términos de la conversación, mucho más diversa y yo diría que, también, mucho más antiinstitucional, si se quiere, un esfuerzo por escribir una poesía, hacer poesía y relacionarse con la poesía de un lugar menos institucional».

En esos nuevos caminos, la escritura de Piedad Bonnett fue un punto de partida. La poeta aborda, desde una orilla emotiva y descarnada, las imágenes de la pérdida, el dolor, la muerte y la tensión de las relaciones familiares, un conjunto de temas que abonaron la creación de imágenes poéticas íntimas. Su labor como docente universitaria ha sido fundamental en la aparición de otras voces que, más allá de las teorías literarias, han tramitado con el cuerpo y desde sus propios intereses, el estilo y las técnicas de Bonnett.

En esa vía, la poeta Andrea Cote ha fungido como una piedra angular para la exploración de otras escritoras que sucedieron a su generación. Su escritura fue atravesada por poetas como Aurelio Arturo, y supo hacer de ese encuentro un insumo que potenció su manera de nombrar. Cote recuerda que, tras leer Morada al sur (1963), se creó «en mí una conciencia de la escritura con relación al paisaje, que sembró raíces fuertes en mí, porque yo también soy una poeta que toma mucho de su paisaje para construir un imaginario que transmite otras ideas, pero que tiene al paisaje como anclaje».

Sin embargo, la línea de conexión entre Bonnett y Cote supera la de maestra y estudiante. También está mediada por revelaciones de las formas y el oficio. Dice Cote: «Ella me permitió entender la capacidad narrativa que tiene la poesía a través de sus imágenes y el poder que tienen las historias individuales, lo mucho que se revela a través de lo pequeño».

Todos los días me deshago de la hierba

que crece dentro de la casa

pero crece de nuevo,

rompe la casa y la deshoja.

A ella entran todo el tiempo cosas

que se hunden en la hierba.

Mi cuerpo es esta casa vacía

a la que también yo entro

pero que no me habita.

Casa vacía – Andrea Cote

Las preguntas por las historias singulares que formuló en su momento Piedad Bonnett fueron importantes para poetas más jóvenes, muchas de ellas sus alumnas, en el aterrizaje de su escritura y la creación de universos narrativos propios. Para Laura Garzón, ganadora del Premio María Mercedes Carranza con su poemario Pan piedra, la obra de Bonnett «supera la dimensión mental y apela a lo sensible, lo palpable, lo que atravesaba el cuerpo. Aprender a escuchar, siempre aprender a escuchar».

El camino abonado por Bonnett y Cote se amplía con voces como las de María Paz Guerrero, Fátima Vélez y Tania Ganitsky, referentes en la exploración y la minería del lenguaje. Sus trabajos poéticos son indispensables para entender los riesgos que están tomando las poetas en la actualidad.

Los hilos de la red que dan forma al presente


Las manos, el tiempo y otra cosas tristes:
la lluvia que golpea durante días
hasta perforar el techo.
O el amor, que es igual, golpea
y golpea hasta perforarte.
Nada de lo sumergido vuelve
a la superficie.

Tania Ganitsky

En Colombia, estamos siendo testigos de una bonanza de visiones poéticas que ha nutrido el panorama editorial de nuevas formas de nombrar el mundo. Para la escritora Tania Ganitsky, hay una característica clave en estas nuevas voces que atraviesa tanto el lenguaje como el formato. 

Según Ganitsky, hay unas pulsiones particulares que toman forma en «registros que normalmente no clasificarían como literarios: poesía documental, preocupaciones por lo animal, lo vegetal, las relaciones entre lo humano y lo no humano, la presencia de las máquinas en la vida cotidiana. También, una experimentación por tomar conciencia de que, si estamos en el siglo XXI, no podemos seguir abordando la creación como en la Grecia arcaica. Se han tomado más las riendas de los medios de estos tiempos y por eso, vemos más poesía expandida».

Los debates sociales y políticos del presente han permeado las inquietudes de poetas como Eliana Hernández, Johana Barraza Tafur, María Gómez Lara, Carolina Dávila, María Luisa Sanín, Ana López y Natalia Soriano, entre muchas otras. La teoría queer, los debates sobre el género, las migraciones y las transformaciones tecnológicas están presentes en los libros de estas autoras que han aterrizado en la poesía las ideas y las reflexiones que han procurado otros escenarios como las artes plásticas y visuales, la fotografía, la música y los estudios académicos interdisciplinarios. Esa abundancia en las formas de nombrar y la multiplicidad de orillas para ver el mundo, permite ampliar la idea conocida sobre lo poético.

Todas estas nuevas posibilidades de diálogo contribuyen a la desacralización de la poesía y le suma un poder de transmisión en el que convergen los universos narrativos propios, intereses específicos y posiciones políticas. Fátima Vélez no encuentra un espacio de separación de estas dimensiones dentro de su escritura, pues «la poesía conjuga todas esas manifestaciones, tanto a nivel estético como a nivel político». 

Para aterrizar y entender el mecanismo que menciona Vélez, vale la pena reparar en la obra de la poeta, docente e investigadora María Gómez Lara, quien desde una orilla feminista escribió Don Quijote a voces (Editorial Pre-textos, 2024), un libro que interpela la figura del Quijote a la luz de las tres mujeres que le rodean. 

Desde ese escenario, la escritora aborda elementos fundamentales de este clásico de la literatura, como la amistad, el miedo y el poder, para imaginar cómo se contarían desde el presente y en voz de las mujeres, ahondando en las vulnerabilidades masculinas, la importancia de la lengua materna y el lugar de origen.  

Empatía eriza
que entre dos erizos
el encuentro sea cercanía
podría pensarse
sobre puntas
qué cercanía puede haber
ofrecida simetría a lo fácil

al observar bien
se puede estofar el gesto
clasificarlo en el aroma de los cómo se quieren
acurrucados
lo vertical emana
no pincha

revolcados
dolor y ternura
en últimas lo mismo
solo cambian los filos

Fátima Vélez

Para entender esta especie de auge poético, hay una relación de proporcionalidad clave: a mayor amplitud y variedad de registros poéticos, mayor es la apuesta por parte de las editoriales. Aunque haya algunas dedicadas a la poesía, como Cardumen o Sincronía, para catálogos como el de Himpar la poesía parte de una escucha atenta de las audiencias, sumada a las intuiciones del equipo. Sembré Nísperos en la tumba de mi padre (Himpar, 2022), el primer poemario de Johana Barraza Tafur, es un ejemplo de ese movimiento y tuvo un gran eco en la FILBo, siendo uno de los libros más vendidos de la edición de 2022.

El catálogo y el tejido poético de la editorial se ha ampliado con títulos como Lengua rosa afuera, gata ciega (2021) de María Paz Guerrero o la reedición de Desastre lento (2023) de Tania Ganitsky. A la vez, con la intención de ampliar la circulación de otras nuevas voces poéticas latinoamericanas, han traído al panorama nacional publicaciones como Antígona González (2023) de Sara Uribe de y Tarda en apagarse (2023) de Silvina Giaganti.

Esa intuición es una respuesta al pulso del debate que supera lo que pasa en Bogotá y se extiende por todo el país, gracias a los clubes de lectura, los talleres de poesía, las ferias regionales del libro y los concursos públicos de poesía. De acuerdo con Campo, este ecosistema ha transformado los términos en los que se habla de poesía y ha dado paso a escenarios más horizontales que alientan la escritura en colectivo. 

Frente a esta dinámica, Ganistky señala que «hay una reevaluación de los grandes maestros que nos ha llevado a crear nuevos diálogos intergeneracionales, internacionales, interregionales y que tienen como centro la hibridez». Y es por esto que no resulta extraño que coincidan en una librería poemarios como Don Quijote a voces y La Mata (Cardumen y Laguna Libros, 2021), que narra desde el punto de vista de la naturaleza la masacre de El Salado. 

Del otro lado de los libros: ¿quiénes son las lectoras?

Fátima Vélez identifica un cambio de relación entre las escritoras a partir del feminismo. Según explica, hoy hay una forma de ver y relacionarse con la obra de colegas desde la admiración y el respeto, en medio de los procesos creativos. Vélez señala que «ese impulso de leer y esa curiosidad de leer a las escritoras de nuestra generación, hacernos la pregunta de dónde están las escritoras en nuestra tradición literaria, son preguntas que a mí me vinieron gracias al feminismo y que creo que eso ya se está expandiendo por todas nosotras».

Asegura que ha sido esa inquietud la que ha permitido reconocer en el presente los trabajos poéticos de autoras como Emilia Ayarza; Luz Mary Giraldo, una escritora sobre el movimiento y el lugar de origen; Maruja Viera y Meira Delmar, quienes se hacían preguntas sobre ser mujer y escritora.

De esa manera, haciendo preguntas y revisando en los archivos, las poetas han podido hacer más robusta la línea de la tradición literaria, reconociendo que las mujeres han estado siempre ahí. Fátima Vélez hace énfasis en la sorpresa —y desconcierto— de no haberlas leído a lo largo de su formación como literata.

«Me parece que hay un silencio que, de alguna manera, tiene que corregirse. Pero digamos que yo, ahora que veo con otros ojos mi tradición y mi oficio como escritora, porque me parece muy importante empezar a leernos entre nosotras, empezar a valorar nuestro trabajo, a difundirlo, a comunicarlo en nuestros talleres».

Entendiendo que la conversación sobre la poesía se ha transformado y los escenarios en los que sucede son cada vez más cotidianos, hay una búsqueda desde ambos lados: escritoras y lectoras. María Paz Guerrero, por ejemplo, repara en la pasión que tienen las lectoras, quienes «quieren estar en una relación muy de leer-hacer, de la práctica poética».

Desde su labor como docente de maestría en escritura creativa, Guerrero ha identificado una lógica de comunidad alrededor de la poesía que conecta a lectoras y potenciales autoras, una especie de fuerza particular con la que está emergiendo la poesía en lugares diferentes a las ciudades principales y que ha permitido el surgimiento de nuevas comunidades de escritura dedicadas exclusivamente a la poesía. Por otro lado, las editoriales independientes han logrado un posicionamiento en la mente de las audiencias, quienes saben que en los diferentes catálogos van a encontrar calidad, novedad y compañía. 

Lo emocionante de este momento es la fuerza que reside en las imágenes poéticas y en los lenguajes que las escritoras siguen moldeando con la lengua y el cuerpo. Sin importar la crudeza del mundo, la literatura —la poesía— sigue teniendo la capacidad del grito y del susurro y les dice a quienes están atentos: aún queda asombro. Belleza y asombro.

*María Cuestas nació en Bogotá. Lee poemas como oraciones y (a veces) hace periodismo cultural. Es hija mayor, menor y única. Defensora acérrima del bocadillo.

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