Esta vez, José Alejandro Castaño nos habla de su madre —desde un hospital— y de su costumbre de rescatar perros desvalidos. El amor no es ciego, le recuerda ella. Es terco.
Un acontecimiento de hace más de un siglo —sobre el destino ruinoso del primer automóvil llegado al país— parece anticipar algo de la Medellín actual, de la ignorancia de algunos, convertida en combustible.
Lo que amamos de los recuerdos más amados suele ser un detalle, la pieza diminuta de un mecanismo enorme y complejo.
Somos los libros que leemos, pero además los ejemplares en que lo hacemos, nos dice el autor de esta columna, a propósito de la publicación del especial de CasaMacondo sobre los mejores cincuenta libros de 2024.
Un escritor recuerda los detalles de un almuerzo azaroso en la cárcel, con un jefe paramilitar que le aconsejó silenciarse. Al final nos recuerda que la verdad, que suele ser lanza, también puede ser un búmeran.
Un periodista lamenta el triunfo electoral del candidato de la extrema derecha. ¿Se puede tapar un hoyo cavando más hondo?
Un cronista recuerda los textos que descubrió leyendo las paredes de un antro donde descuartizaban a los muertos. ¿Qué límite pueden compartir la belleza y el horror?
Para intentar aliviar la tragedia de un niño campesino, la esposa de un gobernador lo sorprende con una fiesta que resulta triste y patética. ¿Somos generosos para los demás o para nosotros?
Un empresario transformó un lote de vehículos blindados —que usaban los jueces en los años ochenta— en automóviles mortuorios. ¿Qué desvela aquello sobre la insepulta tragedia en que vive Colombia?
Solemos pensar en la muerte como un suceso definitivo y absoluto, y lo cierto es que ocurre por partes y desde antes. Con este texto inauguramos la columna «El ojo que oye», de José Alejandro Castaño, que publicaremos cada quince días en el portal de CasaMacondo.