Luis Fernando Arango fue el primer empresario funerario en Colombia en ofrecer sepelios pagados por adelantado, en cuotas quincenales. Ninguno al parecer ha sido más festivo, ni más optimista. En una época rifaba electrodomésticos entre sus clientes: ollas arroceras, estufas eléctricas, refrigeradoras, televisores a color. El fundador y propietario de la Funeraria San Vicente también fue el pionero en ofertar ataúdes pintados con los colores de los clubes del fútbol colombiano. Los modelos más elaborados incluían el escudo, las estrellas y las fechas de los campeonatos, los nombres de los jugadores históricos y una grabación que se activaba a control remoto, con los cánticos de la tribuna y la narración de los goles que habían matado de dicha al difunto. Él suele ver el más allá, dicen quienes mejor lo conocen. Uno de sus tesoros, preservado en un parqueadero de la avenida Juan del Corral, en Medellín, es su colección de coches fúnebres antiguos. Allí, radiantes, hay Cadillacs, Pontiacs, Buicks, Packards y un Rolls Royce, modelo 1926, que cada año, entre comparsas y música bailable, recorre la ciudad en el desfile de autos clásicos de la Fiesta de las Flores. De entre todos sus relatos, este descifra la fatalidad del país en cuyo escudo despliega sus alas la mayor ave carroñera del continente. Treinta años atrás, Luis Fernando Arango compró un lote de carros blindados que la Presidencia de la República decidió rematar porque estaban viejos y en desuso. Eran los automóviles Chevrolet Caprice que el Gobierno estadounidense había donado para que se transportaran los jueces sin rostro; esos magistrados que en los años ochenta llevaban procesos contra los capos más peligrosos del cartel de Medellín y cuyas identidades nadie conocía. Nadie, excepto los mafiosos que mandaban a sus sicarios a esperarlos hasta que se bajaran de sus carros a prueba de balas. Las llantas estaban podridas, las sillas estropeadas, los motores muertos. Luis Fernando Arango desmontó el pesado revestimiento de acero y vidrios irrompibles, restauró las latas, cambió los tapetes, retiró las sillas de atrás, justo donde viajaban los jueces, y dispuso un sistema de rodillos para deslizar los féretros sin esfuerzo. El negocio de las pompas fúnebres vive de exaltar la promesa de la resurrección y el fundador y propietario de la Funeraria San Vicente obró el milagro. Lo último que ordenó fue pintar los carros de gris, un color espectral entre el blanco del día y el negro de la noche. ¿Habrá una alegoría más certera, más patética, sobre la tragedia insepulta en que vive Colombia? Hoy llamé a su oficina. Quería saber si está bien y si aún conserva su optimismo impenitente. Por supuesto, me dijo una voz angelical. Sigue vivo y silbando.

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