Un cronista —caminante de calles y de bosques— se detiene ante la escena de un vendedor ambulante de peces de acuario, molesto porque acaba de perder a uno traído de la Amazonía.
Un pez disco muere ahogado por el calor adentro de la minúscula bolsa donde estuvo confinado por horas. El vendedor lo descubre panza arriba y maldice su suerte. Su suerte, no la del pez. Aquello ocurre afuera de la Casa de la Lectura Infantil, en La Playa, en el centro de Medellín. Parece la escena de un cuento con dibujos. El vendedor rompe la bolsa y el animalejo, redondo y plateado, del tamaño de un reloj de pulsera, cae al suelo con la brevedad de una salpicadura. La calle es un río de gente, un río seco de gente apretujada. Si no llueve antes de que oscurezca, una de las mujeres que barren las calles a lo mejor lo encuentre. ¿Se dará cuenta de él entre tanta mugre? ¿Se detendrá a mirarlo? Si en cambio llueve, el agua lo arrastrará hasta la alcantarilla de la esquina, entre colillas de cigarrillos y envolturas de dulces. Ya pocos lo recuerdan: bajo las losas de concreto de La Playa corre uno de los cientos de afluentes que descienden de las lomas circundantes, este del extremo oriental, de los últimos bosques nativos de Santa Elena. Así, justo, llaman a ese torrente moribundo que corre bajo el caudal de carros y transeúntes, entre los edificios más altos de la ciudad. Según el santoral, Santa Elena es la patrona de los arqueólogos y de quienes buscan con esmero. ¿Quién busca un pequeño pez amazónico en el centro de Medellín? Allá muy lejos, en los ríos y caños de la Amazonía, los peces esparcen las semillas de los bosques y los nutren. Una vez, en un brazo del río Bita, en el Vichada, vi a uno saltando hasta las ramas de las plantas, para atrapar insectos con la destreza de un acróbata. Lo llaman pez mono y también lo he visto aquí, exhibido en peceras, ofrecido como adorno. Este pez disco, sin más destreza que su belleza, valía lo mismo que un paraguas, pero así tan quieto ya no vale nada. A lo mejor, si llueve, termine su viaje atribulado en la quebrada convertida en cloaca. De momento todo es aridez. El sol tensa sus dedos sobre La Playa y abofetea iracundo el rostro del vendedor de peces, que tose y se queja por los cambios repentinos del clima. Él no lo sabe, aunque quizá lo intuya: la suerte del pez, calcinado sobre el asfalto, es un poco la suya, y la del resto de nosotros.
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