Varias docenas de tortugas entraron a Bellavista, la cárcel más hacinada de Colombia, al norte de Medellín. También lo hizo una muchedumbre de mariposas en fila india, revoloteando entre príncipes, supermanes, cenicientas, dinosaurios, osos, blancanieves, perros dálmatas, hombres araña. Un desprevenido transeúnte contaba que descifró el misterio cuando descubrió un conejo con cara de bebé en uno de los muros exteriores de la cárcel, construida para mil trescientos reclusos y atiborrada con más de seis mil. Aquel día fue el último domingo de octubre, la fecha en que se celebra el Halloween y el único día en que estaban permitidas las visitas de menores a las prisiones del país, una vez al mes. Dieciséis mil niños recorrieron los patios en busca de sus papás encarcelados. Yo hablé con varios de ellos, homicidas, secuestradores, extorsionistas, narcotraficantes. Uno, de apellido Jaramillo, condenado a treinta años, me dijo que no conocía a su hija, de dos meses de vida. Él llevaba semanas hablándole, mandándole besos en las noches, imaginándola bajo la pestilencia de los cuerpos apilados. Cuando ingresaron los primeros visitantes a la cárcel, el padre pegó el rostro a la reja de su patio para intentar descubrir a su esposa entre el gentío. Ella le había dicho que los ojos de Laura eran grises, rasgados, como los de una chinita, que tenía el pelo negro, parecido al del abuelo, y que se reía igual que él. A las diez de la mañana miles de niños seguían entrando, pero Jaramillo aún no descubría a su mujer entre tantas madres y abuelas. Pensó que ya no iría, que tal vez Laura se había enfermado. Entonces las vio, y la risa se le vino como un estornudo. Poco después pudo cargarla. La besó, la olfateó, le dijo que era su papá, que la quería mucho, que la pensaba de noche y de día, y se la quedó mirando, detallando sus ojos y sus bigotes negros. Él le preguntó quién la había pintado de osa, pero su esposa lo corrigió. Le dijo que el disfraz era de ratona y le enseñó la cola. En los demás patios de la cárcel, los encuentros fueron similares. Miles de papás conocieron a sus hijos. Tigres, patos, abejas, pandas, elefantes y uno que otro prisionero con traje a rayas y barba simulada con puntitos negros, hechos con lápiz delineador de ojos. Después del almuerzo se oyó la primera orden de salida. A esa hora, el calor del encierro había hecho dormir a los más pequeños. Las familias comenzaron a despedirse hasta el siguiente mes. Ya en la calle, los disfraces se veían estropeados. Una mariposa monarca de siete años perdió sus alas extendidas en la estrechez de los corredores de salida. Sin embargo, el alambre del armazón atado a su espalda no parecía molestarla. Ella iba sonriendo, bichito maltrecho, hablando de su papá, con el corazón intacto. «El odio ata, el amor libera», decía en un muro pintado por los reclusos, debajo de una hilera de ventanitas trenzadas con barrotes.
Día de visitaUn cronista decide ir a una cárcel donde se apretuja una muchedumbre de asesinos, extorsionistas, ladrones y narcotraficantes, y termina por asistir a un desfile de fábula.
Por José Alejandro Castaño | Ilustración: Leo Parra
