«Cuántas, cuántas cosas / vienen a mi mente», escribió Bashō.

Así es. ¡Cuántas! 

Algún joven adepto, o discípulo, o lo que sea que fuera, le escribió una vez una carta a Einstein contándole todas sus preocupaciones acerca de su carrera, su futuro como científico, los obstáculos que veía para realizarse, la pequeñez de su entorno, etcétera. Einstein le respondió que no creía que la ciencia estuviera hecha para él, que lo veía demasiado preocupado por sí mismo, y que quien se entrega a la ciencia debe olvidarse de sí. Lo mismo podría decirse de la poesía, de la escritura, del arte. Entregarse en verdad quiere decir olvidarse.

Al final de la carta, Einstein dice que no solo la madurez intelectual de un ser humano, sino su grandeza espiritual, están en relación directa con su capacidad para desprenderse del yo. 

Converso de esto con alguien. Los robles dormidos bordean la carretera. La luz de la mañana es blanca. Hablamos con especial interés del miedo a la muerte porque un amigo nuestro está enfermo de gravedad, y como a cualquiera le puede pasar en una situación semejante, se encuentra en un estado de intranquilidad, de terror, de intenso sufrimiento mental. Seguimos hablando mientras la carretera avanza. 

Es verdad que el sentido pronunciado del yo es la fuente de nuestra ansiedad, de nuestro sufrimiento y de nuestro miedo a la muerte. Eso es fácil de decir, incluso de saber, y sin embargo… 

Me acuerdo entonces de un poema que encontré hace poco: 

Aun despertando de un sueño

la realidad de un halcón

nos tranquiliza. 

Es un poema extraordinario. Lo escribió Bashō para un discípulo que estaba deprimido, completamente abatido; emprendió un viaje a pie, como los que él hacía, un viaje largo, peligroso, para ir a verlo. Esperaba que el poema despertara y avivara el espíritu de su discípulo. 

La belleza de este poema no está, creo, en lo que nos comunica racionalmente: la idea de que vivimos en un sueño del que podremos despertar por un instante en un contacto directo y especialmente intenso con la realidad. No es tampoco por eso un poema de la iluminación, o no exactamente, aunque me parece, entre los que conozco, el poema más iluminado de Bashō. 

Lo que hace que sea un poema curativo, misterioso, es que el halcón es una aparición, tiene algo silencioso, casi sobrenatural. El poema fue escrito para tocar el corazón de alguien y lo hace.  No dice: «estarás bien si logras despertar, si tu mente está suficientemente vacía, o si por un don o un regalo, un halcón cruza el cielo y te alcanza». El poema dice más bien, con una voz muy suave, «ya estás bien, quédate tranquilo». 

Luego recuerdo otro poema que admiro de Bashō: 

Mientras el otoño avanza

pienso en nuestro vecino;

¿qué andará haciendo?

Escribió este poema cuando cayó por última vez enfermo. No piensa en sí mismo, claramente se ve que no tiene interés en dejar algún legado. Luego escribió otro, más conocido, su último poema, realmente hermoso, sobre sus sueños, que vagan por el páramo desierto mientras él está enfermo. 

Se cree a veces que este de los sueños errantes es su poema de muerte. Pero no lo es. Cuando le pidieron que escribiera un poema de muerte, Bashō responde que aunque se trate de una costumbre antigua, escribir un poema en los instantes que preceden a la muerte individual, ¿para qué iba a hacerlo? Cada momento que vivimos es el último, cada poema debería ser entonces un poema de muerte. «En estas, mis últimas horas, no tengo poema alguno», dijo. 

La carretera sigue moviéndose entre los árboles. Una garza vuela sobre los campos de la sabana. El sentido pronunciado del yo y la conciencia individual son la fuente del sufrimiento; «pero también la posibilidad de superar el sufrimiento», me dice la persona con la que hablo. 

Algo les pasa hoy a las hojas de los robles; están más brillantes, transparentes, asimiladas por la luz que las rodea, y llenas ellas mismas de luz. Siento una paz profunda. 


*Esta columna apareció por primera vez en el portal de Diario Criterio, un medio de comunicación colombiano que dejó de ofrecer contenidos en 2023.

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