Desde hace varios años, dicto clases de periodismo en pregrados de varias universidades de Bogotá. En la primera clase, les pregunto a los estudiantes a qué medios recurren para informarse. La mayoría responde que se entera de las noticias a través de redes sociales, sobre todo Instagram y TikTok. Cuando les pido un medio específico, más de la mitad menciona @ultimahoracol, una cuenta de Instagram que se dedica a resumir o reempacar las historias que producen otros medios. Extrañamente, pocos de ellos confían plenamente en su principal fuente de información. «Supongan que esa cuenta publica una historia que anuncia la muerte de Donald Trump», les digo. «¿Lo darían por hecho o acudirían a otro medio?». Casi todos se inclinan por la segunda opción. Revisarían medios tradicionales como el New York Times o El Espectador, responden. ¿Por qué? Suele seguir un largo silencio.

Gran parte de mis estudiantes no pueden responder a la última pregunta porque no conocen cómo funciona el periodismo —o el buen periodismo, si son de los que creen que existe el malo—. Este desconocimiento no se limita a las nuevas generaciones. A juzgar por lo que dicen, miles de figuras públicas, activistas, influenciadores, algunos mal llamados periodistas y casi todos los políticos, incluido el presidente, no tienen idea de cómo se hace una investigación periodística.

Hasta donde sé, no existe ningún país del mundo en el que la teoría detrás del periodismo haga parte del currículo escolar. Esto en parte obedece al hecho de que se trata de un oficio y de que solo hasta hace poco se ha empezado a trabajar un canon filosófico, como el que existe sobre la ciencia, que indague por las minucias de lo que hacemos. No obstante, creo firmemente en que el periodismo debería ser una materia obligatoria en la escuela (y Colombia podría ser pionera en el tema). No es un secreto que cada vez estamos expuestos a más información y que millones de personas no saben interpretarla, analizarla o leerla críticamente. Hoy, con las redes sociales, no solo hace falta ser un lector crítico —otra especie en peligro de extinción—, también es necesario entender el proceso que en principio se esconde detrás de los artículos, videos, pódcast, etc., que consumimos. 

Comencemos por el comienzo, como dice con gravedad el Rey de Corazones en Alicia en el país de las maravillas: el periodismo no cuenta la verdad. Los periodistas no somos omniscientes, omnipotentes ni omnipresentes. Cometemos errores y nunca tenemos acceso a absolutamente toda la información existente sobre un caso. Por lo mismo, cuando mucho, podemos decir que perseguimos —con ahínco y algo de fervor— la verdad. Al igual que los científicos, nunca la encontramos. 

Postulamos teorías, sustentadas por la mayor cantidad de información posible, por la reportería más completa que nos permitan el tiempo y los recursos, y buscamos contar la historia —hilar los tejidos variegados de la realidad— de la mejor manera posible y ateniéndonos a lo que hemos hallado. El periodismo, en esa medida, no es otra cosa que una postura ética: sostengo que lo que escribo es verdad, dado que he hecho la mejor investigación que pude, pero soy consciente de que me puedo equivocar. Quizás anoté mal el color del suéter en la vitrina del almacén en llamas; tal vez conté mal el número de fragatas que volaban sobre la playa cuando se coronaba el nuevo dictador; o nunca supo de la existencia de la prueba clave, oculta incluso a la justicia, que décadas después probó la inocencia del supuesto asesino. Todo eso puede ocurrir en una investigación periodística y no quiere decir que el periodista sea malo. El punto es no hacerlo adrede: usar todos los sentidos para ver, oler, escuchar, tocar, probar, comprender, reunir la mayor cantidad de evidencia posible y contar lo que sucede intentando escapar de los sesgos, las presiones y los errores que hacen parte inevitable del ropaje humano.

Luego viene el método que, al igual que en la ciencia, garantiza el asidero de nuestro oficio. Un ejemplo tomado de una historia del director de esta casa puede servir para ilustrarlo. Supongamos que alguien —no importa si es conocido o desconocido— le cuenta al periodista que el político Carlos Felipe Córdoba, quien ocupa el puesto de contralor general de la Nación, tiene irregularidades en su hoja de vida oficial. ¿Qué debe hacer? Ningún periodista que merezca el apelativo publicaría sin más un rumor. Se debe investigar y reunir la evidencia necesaria para contar la historia, si es real, de la mejor manera posible. El periodista, entonces, debe hallar la hoja de vida del funcionario en el portal oficial y revisar.

Supongamos, ahora, que durante esa revisión se da cuenta de que Córdoba hizo un pregrado en Derecho y un doctorado, también en Derecho, en veintiséis meses, mientras ejercía uno de los cargos más importantes del país. Cualquier persona que haya pasado por una universidad sabe que semejantes logros académicos escapan incluso a los genios, así que es necesario entender qué fue lo que sucedió. Para ello, el periodista debe empezar a atar cabos y responder las preguntas que surgen de un dato semejante: ¿cómo logró el político graduarse de un pregrado y hacer un doctorado en veintiséis meses mientras trabajaba —en principio, acuciosamente— por el bien de Colombia? ¿Qué universidad le otorgó esos títulos? ¿Lo que ocurrió fue legal? ¿O quizás hubo un error y la fuente inicial que alertó al periodista sobre la historia estaba equivocada y esta, más bien, trataba sobre uno de los grandes genios no reconocidos del país? 

«Un periodista puede ser cualquier cosa menos ingenuo», afirma el cronista argentino Martín Caparrós. De hecho, debe ir más allá: un periodista debe dudar de la información que consigue —y de sus propias conclusiones— hasta que se cerciore de que esta es correcta. En el caso del político superdotado, como mínimo, la investigación implica hablar con expertos en educación, para entender si el caso es genuinamente raro —lo es—; con la universidad, para comprender si lo que hicieron se ajusta a las normas o si hay posibles conflictos de interés en la aprobación —al parecer los hay—, y con Carlos Felipe Córdoba, el principal involucrado, para escuchar su versión de los hechos y confrontarla con casos similares, si los hubiera —no los hay—. 

Una vez se responden todas las preguntas, el periodista construye a partir de los datos que ha recabado una historia que se ajusta a lo que ha concluido que es la verdad, dada la investigación que ha hecho. En otras palabras, escribe, revisa, reescribe, revisa y reescribe cuantas veces sea necesario hasta que tenga un texto (video, audio, etc.) que cuente de la mejor manera posible lo que ha encontrado. 

Esa es apenas la mitad del camino. El texto (video, audio, etc.) pasa luego a un editor, quien corrige línea por línea lo escrito, analiza que la historia se esté contando para alcanzar el propósito o efecto que se busca y hace preguntas. Una investigación puede caerse gracias a la mirada crítica del editor y como regla mejora y se blinda con la nueva mirada. El editor corrige desde errores de tipeo y problemas de ortografía y gramática, hasta las bases sobre las que en teoría se sostiene la investigación. Los mejores editores adecúan la obra para que tenga la forma y el estilo que mejor se adapte a su contenido y, al mismo tiempo, ponen a prueba sus cimientos para que sean capaces de resistir terremotos —demandas, acusaciones, el paso del tiempo—. 

La revisión conlleva la reescritura y la verificación de datos. Esto último es parte esencial del método y los buenos periodistas lo van haciendo desde el inicio del proceso. Verificar un dato es chequear —contrastar, cerciorarse, revisar, inspeccionar, repasar— todos y cada uno de los hechos que se incluyen en la historia. Volvamos a nuestro ejemplo. El periodista que investiga al político escribe lo siguiente en su historia: «El supervisor de este convenio y padrino de Córdoba en el Politécnico, según tres fuentes protegidas, era Billy Raúl Antonio Escobar Pérez, secretario general de la universidad en 2019, quien obtuvo contratos junto a su esposa, Martha Luz Barros Tovar, en la Contraloría durante 2020, 2021 y 2022». Tanto el periodista como su editor, o un verificador de datos, si el medio lo tiene, debe asegurarse de que todos los siguientes enunciados son ciertos:

  1. Billy Raúl Antonio Escobar Pérez fue secretario del Politécnico Grancolombiano en 2019. 
  2. Billy Raúl Antonio Escobar Pérez actuó como padrino de Córdoba en la universidad.
  3. Billy Raúl Antonio Escobar Pérez supervisó el convenio de cooperación académica.
  4. Billy Raúl Antonio Escobar Pérez está casado con Martha Luz Barros Tovar.
  5. En 2020, 2021 y 2022, Billy Raúl Antonio Escobar Pérez o su esposa Martha Luz Barros Tovar obtuvieron contratos con la Contraloría General.

El periodista y el editor o verificador de datos deben tener soportes para poder afirmar que todas estas aseveraciones son verdaderas. De lo contrario, la oración no podría estar escrita de esa manera. Este chequeo debe hacerse para todas las oraciones que componen el texto. Es una manera de blindarlo y garantizar el contrato que existe entre el periodista y su audiencia: te estoy contando lo que he concluido, con base en una investigación rigurosa, que es la verdad.

Todo el proceso, como se puede ver, es largo y costoso. Muchos medios serios no tienen verificadores de datos y, en muchos lugares, hay periodistas que deben trabajar solos y que infortunadamente no cuentan con la valiosa mirada de un editor. Pero hay condiciones innegociables para que un texto sea periodístico: la reportería o investigación —que incluye, como ya vimos, entrevistas, revisión de documentos, contrastación de fuentes, lecturas y contextualización sobre los temas, etc.— la verificación de datos y la postura ética que guía el oficio. 

Por eso lo que hacen personajes como Levy Rincón, Alejandro Villanueva, Gustavo Rugeles, Vicente Calvo, Vanessa Vallejo, Alejandro Vergel, Me dicen Wally, entre tantos otros, no es periodismo. Evidentemente, muchos de ellos nunca se han presentado bajo ese título, pero una parte considerable del público equipara la información que reciben de unos y otros con la que sí ha pasado por el proceso periodístico. Y hay una diferencia enorme. Los influenciadores y activistas transmiten información, pero esta rara vez ha surgido de la duda, el contraste y la resistencia que sí acompaña una investigación seria. Usualmente, sus afirmaciones tienen el mismo valor que las de los políticos. 

Por razones algo diferentes, tampoco lo que hace @ultimahoracol y otros agregadores de noticias que se limitan a replicar las investigaciones hechas por otros es periodismo. No hay contraste ni reportería propia. Su trabajo lo podría hacer —quizás lo hace— ChatGPT o cualquier otra inteligencia artificial. El periodismo, en cambio, no está al alcance de las IA, contrario a lo que piensa ingenuamente Petro. ChatGPT no puede oler, ver, tocar, escuchar, sentir, hablar, contrapreguntar, dudar ni ninguna otra de las condiciones necesarias para hacer un buen reportaje, por ejemplo. 

Sí, es cierto que las redes sociales han democratizado el acceso a la información y que hoy disponemos de millones de voces discutiendo en el foro público. No obstante, la calidad de la información rara vez es la misma. Debe promoverse una mejor educación al respecto si queremos salvar lo que queda de la democracia. Por el momento, las intuiciones sobreviven —por eso mis estudiantes aún dudan o desconfían de ciertas fuentes, incluso antes de aprender a distinguir las de calidad de la basura—, pero todo apunta a que pronto pueden desaparecer. 

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