Gritar arengas contra la pena de doce años que la justicia le impuso al expresidente por fraude procesal y soborno de testigos es, además de una declaración de ignorancia, un gesto de crueldad con las familias de los 6.402 asesinados y disfrazados de guerrilleros.
Una noche, perseguido por un hedor de podredumbre, me senté a revisar la suela de mis zapatos antes de entrar a mi casa y abrazar a mis hijas. Había estado en un recodo de la carretera entre Granada y Guatapé, en el oriente de Antioquia, después de que el frente Carlos Alirio Buitrago, del ELN, dinamitara un tanque cascabel con cuatro soldados dentro. La quemazón alcanzó las copas de los árboles y los restos de hierros y tornillos quedaron esparcidos en derredor, salpicados de sangre. El hedor en la suela de mis zapatos era de despojos humanos. Yo oí sus gritos.
La hoguera fratricida, que alimentaron los pirómanos del conflicto armado en Colombia, sumó doscientos veinte mil muertos entre 1958 y 2013, según cálculos del Registro Único de Víctimas. Pero la cifra debe ser mayor. De miles de hombres y de mujeres no se sabe adónde fueron a parar, bajo la hondura de los caminos, la profundidad de las selvas, la turbulencia de los ríos. Ningún otro lugar del continente ha sumado una pira de exterminio semejante. El país más alegre del mundo resultó ser el de mayor número de desterrados, más de ocho millones y medio de personas. ¿Cuál de tantos ejércitos impuso más terror?
El ELN y las FARC cometieron la masacre de Machuca, en el nordeste de Antioquia, y de Bojayá, en las selvas del Chocó, a orillas del río Atrato. Son fechas imperecederas: 18 de octubre de 1998 y 2 de mayo de 2002. En esos caseríos, en nombre de la redención de los más pobres y olvidados, los guerrilleros volaron por los aires a los más pobres y olvidados. Pero esas masacres, las más recordadas, son apenas dos de cientos de ataques subversivos y de miles de secuestros, y de miles de ejecuciones, y de miles de reclutamientos de niños robados de sus casas para convertirlos en soldados de su causa.
Las llamas de esa hoguera fratricida, que duró medio siglo y que aún no cesa, se recrudecieron con el combustible de los paramilitares, y el de sus secuaces en el Ejército y la Policía Nacional, todos con la banderita patria cosida en sus uniformes. Nunca advertí la diferencia entre la barbarie cometida por las guerrillas y las barbaries cometidas por sus enemigos en los parajes a los que fui como reportero del conflicto armado en Antioquia, Córdoba, Bolívar, Santander, Arauca, Guaviare, Putumayo, Nariño, Risaralda, Chocó y Cauca. La hedentina de la sangre seca era la misma, la gusanera que rezumaban los cadáveres.
Salvo cierto esmero en los modos de la crueldad, un campesino decapitado a machetazos no estaba menos muerto que uno desmembrado a tiros de fusil, o desintegrado a estacazos de mortero. Pero hay quienes pretenden repudiar a unos asesinos glorificando a otros asesinos. Hasta antes de la Ley de Víctimas, promulgada en 2011, la justicia colombiana reconocía a las víctimas de los paramilitares, del Ejército y de la Policía Nacional de manera limitada. Era culpa de un sector social del país, el más poderoso y reaccionario, que insistía en revestir de impunidad los crímenes cometidos contra la subversión y sus auxiliadores.
Las Autodefensas Unidas de Colombia, concebidas en Medellín por los narcotraficantes vencedores de la guerra contra Pablo Escobar Gaviria, fueron el engendro de un grupo de políticos y empresarios de Antioquia que los eligió como su ejército de salvación, convencido de que la subversión era un cáncer terminal que debía extirparse con una quimioterapia sin contemplaciones, agresiva y definitiva. La imagen del capo paramilitar Carlos Castaño Gil, desvestido de camuflado, con camisa de traje y corbata, entrevistado en Caracol Televisión por un amistoso y confidente Darío Arismendi Posada, fue la cima de ese fervor por los mata-guerrilleros.
Hubo quienes, entonces y ahora, lo llamaron patriota, y le brindaron apoyo político y económico para que acrecentara sus ejércitos. Lo hicieron consorcios ganaderos, multinacionales bananeras y mineras, fábricas de gaseosas y alimentos, empresas de transporte y medios de comunicación que, entre el cotilleo de la farándula y las transmisiones del fútbol, secundaron la soflama paramilitar. El fin justificaba los medios. A esos medios. Ahora pretenden negarlo. Las atrocidades de las FARC y del ELN, su brutalidad y violencia, avivaron la idea de un exterminio armado al precio que fuera.
Los 6.402 hombres y mujeres asesinados y presentados como guerrilleros son la cárcava más profunda del río de sangre que desató la estrategia antisubversiva, promovida por la extrema derecha entre 2002 y 2008, durante los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, reelegido para un segundo período presidencial con fechorías, transgresiones y delitos de corrupción. Pese a la rotundidad de las evidencias, el exmandatario jamás ha expresado una voz de consuelo a las familias de esos inocentes abaleados a mansalva. Al contrario, se ha burlado. La última ferocidad de quienes lo idolatran consiste en negarlo todo. Pero es imposible.
Los profetas de la extrema derecha no tienen dónde esconderse, salvo tras la ignorancia de sus seguidores más furibundos. Cada uno de esos 6.402 homicidios está documentado, con nombres y apellidos. La mayoría, se sabe, eran jóvenes pobres, desempleados, con discapacidades mentales o antecedentes penales menores, atraídos con promesas de trabajo. No son acusaciones infundadas. Hasta ahora, más de 1.700 militares han sido condenados por esas muertes, aunque casi todos son soldados, suboficiales y oficiales de menor jerarquía, capitanes y tenientes, y un par de coroneles.
De momento, ningún militar con rango de comandante de brigada ha recibido una condena definitiva. La Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, y la Fiscalía General de la Nación, tienen en salmuera a veintidós generales, acusados de promover la matanza de civiles para hacerlos pasar como guerrilleros. El más conspicuo de ellos es Mario Montoya Uribe, excomandante del Ejército entre 2006 y 2008, justamente. El piso de impunidad, revestido de hormigón por la extrema derecha, se agrieta bajo la suela de sus zapatos. Algo ha cambiado después de tanta sangre derramada.
El artífice ideológico de esa carnicería de inocentes, líder venerado por los ejércitos paramilitares, tiene miedo por primera vez. Sus ojos lo delatan. Salir a marchar a favor del criminal Álvaro Uribe Vélez es, además de una declaración de ignorancia, un gesto de crueldad que pisotea a las familias de los 6.402 hombres y mujeres asesinados para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate. A algunos los disfrazaron con tanta impunidad y desidia que sus verdugos, después de dispararles a mansalva, los vistieron con uniformes de camuflado nuevos y botas sin rastro de pisadas, también nuevas, calzadas al revés.
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