La verdad es fortuna dispersa. Nadie la posee por completo, sin importar cuánta atesore. Cierto lugar común compara su carácter incorruptible con el brillo del oro, que no se oxida, se corroe ni oscurece. Las máscaras mortuorias de los reyes egipcios deslumbran como el primer día, hace más de cuatro mil años. Pero la comparación entre el sustento filosófico de la verdad y las cualidades imperecederas del oro ofrecen más que su integridad virtuosa. Ambos son escasos, dispersos y yacen en parajes recónditos, un poco aquí, un poco allá. En eso se asemejan. Lo aprendí en las minas de Segovia y Remedios, en el nordeste de Antioquia.
La mayor producción aurífera proviene de yacimientos, a veces gigantescos, de los que se extraen rocas donde el oro apenas es polvo, o menos que eso. De una tonelada de piedra pueden extraerse tres gramos del metal, lo mismo que tres granos de arroz. Pero ni siquiera de una vez. El oro suele estar mezclado con plata, cobre, plomo, zinc… así que debe depurarse para que brille. Casi nadie parece saberlo. Un anillo de ocho gramos de peso, supone la excavación y procesamiento de tres mil kilos de roca. Y un lingote de 14,44 kilogramos —el más común en las bóvedas de los bancos— hasta doce mil toneladas de roca, casi dos veces el peso de la Torre Eiffel, de trescientos metros de altura.
La verdad también suele exigir una búsqueda esmerada y una labor de picapedreros, contrarias a la ilusión de los políticos, casi todos vendedores de baratijas. Valores discursivos como autenticidad, evidencia y certeza —recursos de las campañas electorales— no son constitutivos de la noción de verdad. La certeza es psicológica, no ontológica. Basta picar un poco la piedra para comprobarlo. Un hecho puede ser verdadero, incluso si no tenemos evidencia de él. Pero en el país de los antagonismos armados, de los odios heredados, se creen falsedades y se niegan verdades, sin importar que unas y otras sean flagrantes.
La vehemencia con la que el común de los colombianos defiende sus ideas políticas es decepcionante cuando, enzarzados en una discusión, repiten las calumnias, charlatanerías, estrépitos y mentiras regurgitadas por otros y tragadas por ellos, reducidos a vocingleros de propaganda. Esas personas confunden opinión con verdad y la menudencia de sus razones sería irrelevante si no fueran los votantes que eligen a los congresistas y al presidente de la república. Pendemos —por supuesto ellos también— de su exacerbación e ignorancia:
Que la protesta social de 2021 fue un plan financiado por Nicolás Maduro para descabezar a Iván Duque, que los 6.402 jóvenes asesinados por las fuerzas militares para disfrazarlo de campesinos son un invento de la justicia, que los acuerdos de paz le entregaron el país a las FARC, que Colombia se convertiría en Venezuela durante el primer mandato de la izquierda, que el atentado contra Miguel Uribe Turbay fue ordenado por el gobierno. O la más reciente: que Gustavo Petro es un capo del narcotráfico internacional y que por eso fue incluido en la Lista Clinton. Todos embustes de hojalata ofrecidos como si fueran oro macizo.
Y hay más: que Álvaro Uribe Vélez ordenó personalmente el asesinato de los 6.402 jóvenes disfrazados de guerrilleros, que su primera condena por soborno de testigos fue prueba irrefutable de su condición de genocida, que los grandes medios de comunicación configuran una dictadura oligárquica aliada con la extrema derecha estadounidense para orquestar un golpe de Estado, que las sanciones de Donald Trump a Gustavo Petro por narcotráfico fueron un complot uribista para desestabilizar al país, que el aumento de peajes y la crisis energética son sabotajes directos de gremios y paramilitares para derrocar al gobierno del cambio. Son otros embustes de hojalata, también ofrecidas como si fueran oro macizo.
El síntoma más despreciable no es la credulidad, ni siquiera la mutua majadería. Es la estulticia que la sostiene, rebosada de miedo, rabia, frustración y necedad. El fallido plebiscito contra la corrupción de 2018 terminó pisoteado por la manipulación política. Aunque más de once millones de colombianos votaron a favor, la participación ciudadana no alcanzó el umbral necesario y la consulta se hundió bajo una campaña de mentiras. Se dijo que era un engaño, que no servía para nada, que buscaba impulsar caudillos, que las leyes contra la corrupción ya existían. La sociedad perdió. Los políticos ganaron.
El plebiscito por la paz de 2016 es el ejemplo más doloroso de la verdad escarnecida por la mentira. La campaña en su contra apeló al miedo, el resentimiento, la desconfianza, la ilusión de un desagravio justiciero contra los terroristas. Se dijo que Colombia sería entregada a las FARC, que los subversivos recibirían salarios millonarios, que se impondrían la ideología de género en escuelas y colegios, que nos convertiríamos en Venezuela. El costo de aquella votación fue el menoscabo de los acuerdos, el incumplimiento de los compromisos pactados y, en últimas, el rearme de cientos de exguerrilleros, un ciclo de profecía autocumplida. De nuevo la sociedad perdió. Los políticos ganaron.
Pero hasta los extremos ideológicos, furibundos y convencidos de la certeza que representan, tienen residuos de verdad en sus montañas de roca. Sin embargo, esa verdad es escasa y está mezclada. No serán sus profetas tremebundos quienes la adviertan, amontonen y depuren. Para que esté completa, cercana a una condición justa, la verdad debe ser recíproca. Lo contrario son mentiras. Uno de tantos gestos necesarios será aprender a constreñir las vísceras, lo que no es fácil en un país de incontenidos. En los socavones auríferos del nordeste de Antioquia, adonde fui buscando historias sobre la oscuridad del oro, leí frases de advertencia.
Una decía, en letras rojas: «Por el bien de todos, prohibido cagar en la mina».
