Se ha convertido en un suceso común para los conductores de Bogotá: un día cualquiera, llega un comparendo con una foto pixelada del frente de su automóvil y una medición de velocidad que, en algunas ocasiones, apenas si supera el límite de 50 km/h que se estableció para algunas vías hace un par de años. Me ha pasado tres veces y sospecho que mi reacción es similar a la de otros conductores. Primero, surgen dudas: ¿dónde y cuándo ocurrió? ¿Realmente iba a la velocidad que señala el papel? Luego, aparece la rabia: si efectivamente iba a esa velocidad, ¿qué importa?, ¿qué cambia con un aumento de un par de kilómetros?, ¿cuál es la diferencia entre manejar a 50, 52, 55, 60 o 70 km/h por una vía milagrosamente desocupada en Bogotá? Sigue la resignación y un razonamiento que busca justificar lo ocurrido: las leyes tienen un sustento y el de esta, sin duda, es ayudar a salvar vidas, como lo estipula el mismo nombre de las cámaras que tomaron la foto del vehículo. El doloroso pago del comparendo, me digo, desestimulará la conducción futura a esas velocidades para prevenir accidentes serios.

Pero la realidad no es tan simple. Cifras de la Secretaría de Movilidad de Bogotá, que obtuve a través de un derecho de petición, muestran que las más de 80 Cámaras Salvavidas no han desestimulado las infracciones ni han causado una disminución en el número de accidentes con muertos o heridos. Por lo demás, los límites de velocidad impuestos en la ciudad no obedecen a las recomendaciones de estudios recientes ni tienen en cuenta las sugerencias dadas por los estudios viejos en los que se basaron. El límite de 50 km/h en los principales corredores viales de la ciudad es arbitrario y, dadas las cifras de accidentalidad, ineficiente. Hoy, cuatro años desde que inició su funcionamiento, las Cámaras Salvavidas no son más que una forma de robustecer el erario a costa de los conductores bogotanos.

Las cifras y los accidentes

De acuerdo con la Secretaría de Movilidad, entre mayo de 2020 y abril de 2024, las Cámaras Salvavidas de la ciudad han impuesto más de un 1.417.800 comparendos, casi mil cada día. Gracias a estos, Bogotá ha recaudado cerca de $322.605 millones de pesos, el equivalente a un 12 % del presupuesto asignado a la movilidad de la capital en 2024. Según la respuesta a un derecho de petición, todo el dinero recaudado, con la excepción del 10 % que por ley percibe la Federación Colombiana de Municipios, se destina a la ejecución y los planes del sector movilidad. Esto quiere decir que, durante los últimos años, las multas impuestas por las Cámaras Salvavidas han contribuido una porción significativa al presupuesto de la Secretaría de Movilidad.

El alto costo de los comparendos —medio salario mínimo vigente— ha servido para financiar a la ciudad, pero no ha sido un disuasor para los conductores. De hecho, el número de multas ha crecido de forma grosera. Entre 2021 y 2023, el total impuesto por las Cámaras Salvavidas se multiplicó 12 veces, mientras que el número de dispositivos en operación creció apenas un 20 %. El incremento es alarmante cuando se analizan cámaras individuales. En la autopista Norte con calle 95, sentido norte-sur, una de ellas señaló 1.018 infracciones en 2020, 3.400 en 2021, 34.808 en 2022 y 4.921 entre marzo y abril de 2024 (no operó entre enero de 2023 y marzo de este año).

Las cámaras tampoco han servido para disminuir el número de muertos y heridos serios por accidentes de tránsito. En un área de influencia de doscientos cincuenta metros adelante y atrás del punto de instalación de las Cámaras Salvavidas, la cantidad de siniestros viales se ha mantenido relativamente estable desde 2015. La siguiente tabla muestra las cifras de muertes que me envió la Secretaría de Movilidad en respuesta a un derecho de petición (los datos de 2024 corresponden al intervalo entre enero y abril):

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Hay un descenso marcado en 2020, pero este probablemente responde a la pandemia. Por otro lado, la disminución de muertes en 2022 parece ser meramente temporal, dadas las cifras de los años siguientes. De hecho, todo apunta a que 2024 superará con creces los números anteriores: vamos treinta y seis en apenas cuatro meses.

Tampoco parece haber una correlación entre la llegada de las cámaras y una disminución en el número de accidentes con heridos, como lo muestran los datos de la Secretaría (de nuevo, las cifras de 2024 son solo de los primeros cuatro meses y corresponden a las zonas cercanas a los dispositivos):

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Más allá de los bolsillos de los conductores, la medida no parece haber tenido mayor efecto. Y lo mismo puede decirse de la reducción de los límites de velocidad, otra de las decisiones que los alcaldes tomaron para prevenir muertes en la ciudad.

La simpleza del límite

Como otras mentiras y malas ideas en Bogotá, esta empezó con Enrique Peñalosa. En 2016, durante su segundo periodo como alcalde, la Secretaría de Movilidad adoptó Visión Cero, un enfoque ético que buscaba eliminar por completo las muertes por accidentes de tránsito en la capital. Con ese objetivo en mente, se implementaron varias medidas relacionadas con el manejo de la velocidad vehicular. Para empezar, se redujo la velocidad máxima de 60 km/h a 50 km/h en varios corredores viales, incluida la avenida Boyacá, la carrera 68, la calle 80 y la avenida de las Américas. Según la Alcaldía, esto se hacía en línea con las recomendaciones para el tráfico urbano de la Organización Mundial de la Salud. Estas, a su vez, se basan en un artículo de 1999 de Claes Tingvall y Narelle Haworth, los dos investigadores que desarrollaron la Visión Cero.

La forma como se llega a esos límites de velocidad es bastante simple. Si un auto bien diseñado golpea a una persona a más de 30 km/h, es muy probable que esta sufra heridas severas. De manera similar, si un auto bien diseñado golpea lateralmente a otro a más de 50 km/h, los pasajeros probablemente sufrirán heridas severas. En una colisión frontal con otro vehículo, el límite es de 70 km/h, y en una colisión con objetos estáticos la velocidad máxima puede ser de más de 100 km/h. En esa medida, Tingvall y Haworth proponen que los límites de velocidad deben ser de máximo 30 en las vías donde hay cruces peatonales, máximo 50 en las vías donde podría darse una colisión lateral, máximo 70 en las vías donde podría ocurrir una colisión frontal entre dos vehículos y 100 o más, en las vías donde solo hay riesgo de golpear árboles o infraestructura.

En principio, la idea tiene sentido. Estamos hablando de física básica. Cuanto más rápido nos golpee un vehículo, el daño va a ser mayor. Pero la propuesta de Tingvall y Haworth ignora factores importantes que aparecen en otros estudios más completos, como la forma de los vehículos involucrados en los accidentes y la edad de los peatones, para poner solo dos ejemplos. No es lo mismo que un Renault Twingo golpee a un niño sano a 30 km/h a que un camión atropelle a un señor de la tercera edad con problemas de salud a 25 km/h. De hecho, estudios recientes muestran que hay una alta probabilidad de sufrir heridas severas cuando los vehículos van a menos de 30 km/h.   

En Bogotá, según la Secretaría de Movilidad de la época, la reducción fue un éxito. El hecho de que el límite para varias de las arterias elegidas debía haber sido 30 km/h, no 50, de acuerdo con las recomendaciones de Tingvall y Haworth —en la Séptima, por ejemplo, donde puede haber colisiones entre vehículos y personas, no se debería poder conducir a más de 30, según esa teoría— siempre ha sido irrelevante para los gobernantes de la ciudad. Gracias a esa y otras medidas, entre 2015 y 2019, se salvaron 336 vidas, de acuerdo con la Alcaldía. (El método para calcular esas vidas salvadas es igualmente simple: tomar 606, el número de muertos por accidentes de tránsito en 2014, y restar cada año el número de muertos totales; es decir, si en 2019 murieron 505 personas en accidentes de tránsito, entonces las medidas de la alcaldía salvaron 101 vidas).

«Estamos cerrando 2019 con la que puede ser la cifra de muertes por siniestros viales más baja desde que se tiene registro (1998) y se completaron 160 días no consecutivos sin víctimas fatales», dijo en un comunicado de prensa el saliente secretario de Movilidad Juan Pablo Bocarejo, hoy director del Departamento de Ingeniería Civil y Ambiental de la Universidad de los Andes. La declaración es extraña, sobre todo si se tiene en cuenta que, con la excepción de febrero, en todos los meses de 2019 hubo muertos por accidentes de tránsito, según una respuesta a un derecho de petición que envié a la Secretaría de Movilidad. (Miento: dado su jefe, la declaración no me sorprende).  

A raíz del supuesto éxito, los mismos límites arbitrarios se expandieron a otras arterias principales de la ciudad. Para que los conductores efectivamente los cumplieran, al final de su periodo, la Alcaldía de Peñalosa decidió apostar por las Cámaras Salvavidas. El 27 de diciembre de 2019, Bocarejo celebró la instalación de las primeras once cámaras y la aprobación de otras veintidós para «reforzar el trabajo disuasivo que estamos realizando para lograr un mejor comportamiento en las vías por parte de los bogotanos».

Cinco meses después, la Alcaldía de Claudia López anunció con orgullo que el límite de 50 km/h se expandía a toda la ciudad. La excepción —ni idea por qué, pues los carriles se encuentran en las mismas vías— eran las calzadas de Transmilenio, donde los articulados podrían movilizarse a 60 km/h. Los muertos por accidentes de tránsito en toda la ciudad también se han mantenido infelizmente estables.

El burdo arte del engaño

Para muchos, el tema anterior puede carecer de sentido. La pregunta que hice más arriba se puede voltear: ¿cuál es la diferencia entre conducir a 60 o conducir a 50 km/h? Las alcaldías de Enrique Peñalosa y Claudia López han esgrimido este argumento una y otra vez en sus comunicados: manejar a una u otra velocidad no tiene por qué afectar las vidas de las personas. Después de todo, repiten las Secretarías de Movilidad, en la mayoría de los desplazamientos, el cambio en la velocidad representa un cambio de apenas unos segundos.

El razonamiento es sensato —la importancia de la paciencia y bla, bla, bla—, pero ese no es el punto. En teoría, los límites de velocidad obedecen a estudios técnicos cuyo objetivo es prevenir muertes y heridos serios. De ahí el nombre de las cámaras. La intención de los dispositivos, según los mandatarios locales y nacionales —este problema, por supuesto, se extiende mucho más allá de Bogotá—, es brindar mayor seguridad a todas las personas, previniendo los accidentes graves y convenciendo a las personas de manejar a velocidades menores.

Pero las cifras muestran que las cámaras no cumplen ese fin. Todo indica que su función, más bien, es recolectar dinero. Si así lo es, la alcaldía actual debería admitirlo, cambiar el nombre de las cámaras, y asumir el costo político que trae mantener las decisiones de alcaldes expertos en disfrazar mentiras bajo mantos de supuesta experticia. Si, por el contrario, creen que las cámaras cumplen su propósito, tienen la responsabilidad de mostrar un estudio que cuando menos muestre una correlación entre el uso de los dispositivos y una disminución en el número de muertos y heridos.

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