A Raúl Rozo Londoño, un reciclador de basuras, le decían Lázaro desde 1953, después de que lo dieron por muerto y en pleno velorio se puso de pie. Tenía diez años y había sufrido un ataque de poliomielitis severo. Una madrugada, mientras recogía basuras en los barrios ricos de Envigado, al sur de Medellín, Lázaro creyó volver a resucitar, esa vez de una pobreza de cincuenta y siete años. Al principio creyó que eran hojas de archivo, por lo general libres de la suciedad de los desechos higiénicos entre los que debía hurgar para rescatar cartones y botellas de vidrio. Su entusiasmo se acrecentó cuando descubrió que eran billetes, cientos de dólares americanos. Eso estaba ahí, en una caja, me dijo cuando hablé con él, en la estación de policía del barrio El Dorado, metido en un calabozo. Él los recogió y se fue para la plaza de mercado de Envigado, en donde le compraban lo que rescataba de la basura. Allá todos lo conocían. Había sido carnicero hasta que la artritis le impidió empuñar los cuchillos. Lázaro era alto, de ojos desorbitados. Permanecía encarcelado mientras la Fiscalía decidía qué hacer con él. Lo culpaban de tener cuarenta y siete mil dólares falsos. Pobre infeliz. Cuando llegó a la plaza de mercado, unos taxistas se dieron cuenta del dineral y entre broma y broma le quitaron varios fajos. El hombre que había sido su patrón en la carnicería le dijo que esos billetes eran falsos. Me desanimé mucho, me dijo. El viejo había alcanzado a imaginar su rancho de tapia, en las lomas del antiguo Poblado, con un techo remozado, y a las hermanas solteras con las que vivía, vestidas con ropa nueva y felices, como cuando eran niños y correteaban a su papá, un famoso polvorero. La policía fue advertida de que un taxista tenía unos dólares falsos. Cuando lo interrogaron, el conductor culpó a Lázaro, dijo que él se los había dado. Tres horas más tarde, una patrulla encontró al reciclador recogiendo cajas de huevo cerca de la iglesia de Santa Gertrudis, en el parque principal de Envigado. Él les dijo que sí, que en su casa tenía dos bolsas con esa basura. Hasta allá fueron los policías y lo arrestaron por tráfico de moneda falsa. No hacía mucho, el viejo se había encontrado un anillo que le pareció muy lujoso y que resultó ser de cobre. La tarde anterior le había devuelto la billetera a un señor que la dejó olvidada en las graderías de una cancha de fútbol. La historia que publiqué al día siguiente en El Colombiano, y que sirvió para que la Fiscalía desestimara la acusación en su contra, terminó con la frase más lapidaria de Lázaro. La recitó en voz alta, con la voz rebotando contra las paredes del calabozo, esa tumba transitoria de la que logró salir vivo. A mí no me enseñaron a ser de buenas, pero sí a ser honrado.
LázaroLos hallazgos —incluso los más felices— pueden suponer derrotas rotundas. Esta historia mínima es sobre un hombre que se creyó resucitado de una vida de pobreza. ¿Es posible aprender a tener suerte? Por José Alejandro Castaño | Ilustración: Leo Parra
