Camarón estuvo en la guantera de Rosalía desde siempre; era lo que bebía en su infancia, lo que sonaba en la radio y, quizás, en el tocadiscos de su casa. Por eso, cuando se paró en el escenario de Sevilla en la ceremonia del Grammy Latino el pasado noviembre, ante un público purista y conocedor del cante jondo y la magia del duende, no le tembló la voz al cantar por Rocío Jurado una dulce versión de Se nos rompió el amor. Los que sueñan en grande versionan a los grandes sin pena, pensé. Lo hacen a su estilo, derrumbando muros y abriendo nuevos caminos, sin importar el qué dirán.
Pero esta aventura de ir a la semilla para reimaginar las cosas, no es nueva; ha sido una tendencia que se reproduce en espiral y se repite cada generación. Tampoco es un ritual sagrado que pretende ir a pedirles permiso a los dioses del Olimpo para tocar sus objetos divinos; es ir y hablar con ellos, reconocer la gloria de sus batallas, entenderlas y pasar del elogio al desafío. Hay que matar lo sagrado para reinventarlo, mezclarlo con lo actual y vestirlo de presente; las guerras no se ganan exaltando la nostalgia que, como diría Woody Allen, es negación. Por eso los genios son tercos, obstinados por naturaleza y cargan en el alma una rebeldía melancólica, como si llevaran muchas vidas luchando por dejar huella y tuvieran que matar su referente absoluto para volverlo a crear, para tomar su lugar y esperar a que alguien los destrone, así como ellos lo hicieron alguna vez.
En el género esto sucedió en diferentes momentos: con Diego el Cigala cuando se atrevió a cantar boleros al estilo flamenco con Bebo Valdés, producidos por Javier Limón y Fernando Trueba. Pasó con Lole y Manuel y su nuevo sonido en plena agonía del franquismo, y con Camarón y su Leyenda del tiempo, un disco jazzístico que le abría las puertas a una España diferente que por poco no entiende su locura. Y pasó con Ray Heredia, el genio incomprendido y fugaz que enmarcó el movimiento de los Jóvenes Flamencos apadrinados por Mario Pacheco, otro loco que creyó posible un sello para los jóvenes que optaran por seguir la huella de un género mestizo y a veces segregado, un sello que decidió llamar Nuevos Medios, y del cual hicieron parte, además de Ray, Pata Negra, Ketama, Jorge Pardo, José el Francés, Barbería del Sur y muchos más.
Mi llegada al flamenco fue de la mano de Ray. Su sonoridad, absoluta y errante como su raíz gitana, me llegó a los once años cuando buscaba emisoras en un radio de onda corta que había en la sala de mi casa en Barranquilla. El encuentro fue inesperado; luego de saltar de un programa de música francesa que había escuchado en otra estación, caí sin brújula pero con el timonel de una perilla, en el dial de una radio española que jamás volví a encontrar en el mismo lugar, un hilo invisible que me unió a un sonido que se quedó en mí para siempre, porque es cierto: el flamenco es un reflejo de la vida, con sus complejidades, contradicciones y belleza.
El conductor del programa hablaba de una agrupación que llevaba por nombre Ketama y hacía comentarios de sus integrantes con un trozo de una pegajosa melodía que llevaba por título Domo arigato y de ahí pasaba a dar un homenaje póstumo a un joven cantante del cual iban a presentar su álbum, un disco que coincidía con su muerte. Sonó entonces Ray Heredia y yo, sin querer, y sin tener idea de ese género, estaba escuchando una canción llamada Quien no corre, vuela, un tema con el cual el universo flamenco lloró la trágica muerte de Ray, quien voló al infinito el 17 de julio de 1991, a sus veintisiete años, después de una sobredosis de heroína en el poblado chabolista de La Celsa, en Madrid, tragedia que ocurrió mientras veía nacer su ópera prima, el álbum que llevaba por título el mismo nombre de la canción presentada.
La voz en la radio describía a Ray como un genio capaz de tocar varios instrumentos y de introducir sonoridades novedosas en sus grabaciones, aunque también mencionaba su tendencia a desaparecer durante días debido a sus excesos y luchas internas indomables. La reacción del locutor oscilaba entre la sorpresa y la indignación, posiblemente por la prematura pérdida de un talento con un futuro prometedor. Ray no era ajeno a su propio genio; y no le temía a nada, sabía de su talento. Su hermana, la bailaora Marta Heredia, lo recuerda presumiendo de su habilidad y anticipando su reconocimiento futuro: «Ray siempre decía: “yo soy el mejor, ahora no lo van a entender, pero en unos años sabrán por qué lo digo”». Años más tarde, al profundizar en mi pasión por la música y la investigación musical, me obsesioné con descubrir y apreciar el valor de estos dos álbumes: el debut de Ketama en 1985 y el lanzamiento en solitario de Ray en 1991.
En sus inicios, Ketama, la agrupación que solía reunirse a tocar en los pasillos del tablao Los Canasteros de Madrid, estaba conformada por José Soto, Ray Heredia y Juan Carmona; a ese trío se unió su hermano Antonio, y juntos lanzaron su primer disco. De ellos aprendí la versatilidad del género, pero mi contacto con Heredia fue diferente: a Ray se le debe tomar con pinzas, porque a él no se le escucha, a él se ingresa. Su música, como la de Camarón, es una especie de rito de iniciación necesario para comprender el magnetismo del flamenco, un género que puede pasar por la euforia, la locura, la melancolía, el abismo y la fantasía. Una força estranha que lo atraviesa todo, como diría Caetano Veloso.
Ketama se abrió paso con dos álbumes magníficos, que contaron con los elogios de figuras célebres como David Byrne y muchos más que los anunciaban como una suerte de Beatles del flamenco, una oleada que los llevó a crear en 1988, después de una visita a Londres, el álbum Songhai, una joya que trataba de construir un puente entre el flamenco y lo marroquí de la mano del príncipe de la kora, el maliense Toumani Diabaté. Ray, por su parte, emprendió una carrera de exploraciones, fusiones, desencuentros y aciertos que condujeron a la creación en 1991 del álbum en mención, Quien no corre, vuela, un trabajo donde plasmó su esencia y trazó el camino que después otros siguieron.
El disco pasaba por una serie de combinaciones nuevas para la época, donde se daban cita sonoridades jazzísticas, del pop, el rock e incluso del bolero caribeño desde una mirada flamenca. La historia de Ray, marcada tanto por su brillantez musical como por su trágico final, y el impacto de Alegría de vivir, la canción más icónica del álbum, aportó una capa de profundidad y resonancia emocional a la exploración del sonido de la época y su evolución, destacando la mezcla de alegría y melancolía propia del género.
La obra de Ray ha sido ampliamente homenajeada, se han grabado discos y se han hecho conciertos; desde Juanito Makandé hasta Alejandro Sanz, también un número importante de tributos han sucedido desde su partida rindiendo honores al que muchos llamaron el Prince del Flamenco, un hombre capaz de transformar una época y dejar sembrados sonidos que incluso hoy, treinta y tres años después, siguen sonando en la radio mientras su huella prevalece en el tiempo y en las influencias que dejó en el camino. ¿Qué podría ser más loco que tocar el cielo dejando un legado intacto, transformar un género y partir tocando la primera nota? Pues eso hizo Ray.
Su espíritu todavía parece volar sobre el género y su huella se percibe en el Corazón partío de Alejandro Sanz, en Bulerías de Rosalía, en Me matan de C. Tangana con los Carmona, —sí, los mismos de Ketama, que ahora van por ahí cantando con sus hijos, los nuevos jóvenes flamencos de este milenio—, en el Mediterráneo de Niña Pastori evocando a Joan Manuel Serrat, en los 19 días y 500 noches de Sabina con la Conchi Heredia y hasta en la voz de su hija Triana cuando interpreta Su pelo, la canción que le compuso Ray cuando nació y hace parte del disco Por Ray Heredia, un disco homenaje que contó con la participación de Alejandro Sanz, Rubén Blades, Antonio Carmona, Sorderita, Diego Carrasco, Arcángel, Pepe Habichuela y Jorge Pardo, entre otros.
El flamenco, patrimonio inmaterial de la humanidad, es mucho más que un género musical; es una expresión profunda de la cultura, la historia y la emoción humana. A través de sus palos variados, desde la soleá hasta la bulería, nos abre una puerta a un universo donde el duende, ese espíritu inefable que se dice posee a los artistas en plena creación, se manifiesta en cada compás y quejido. Esta playlist es un recorrido por canciones que han influenciado corrientes sonoras en orillas distantes, como sucede con el colombiano Chabuco, que logró hermanar su sonido con el vallenato, o el uruguayo Jorge Drexler, que ha buscado durante muchos años una conexión con las décimas y diferentes manifestaciones musicales. Esta es, entonces, una invitación a experimentar la riqueza y la diversidad o, por qué no, como dijo el mismo Ray: La alegría de vivir.
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