Menú Cerrar

Testimonio
Así nos torturaba mi madre
La columnista describe cómo era reprendida en la infancia por su madre, una mujer que rechazaba la maternidad: duchas de agua helada, correazos furiosos y otros castigos.
Por | Ilustración: Leo Parra

Compartir

Diez minutos bajo la ducha helada, con una pena de diez minutos más si esa mujer veía algún movimiento de mi cuerpo. El agua, que en Bogotá es tan fría como la guardada en la nevera, se mezclaba con mis lágrimas, y yo tiritaba como maraca posesa, mientras ella miraba sin misericordia.

Mi madre no aceptaba ruegos ni disculpas por la picardía de robar un chocolate de la alacena, extraviar un calcetín o ver televisión hasta la madrugada. Los ruegos no hacían más que dilatar el tiempo bajo la ducha, hasta que el agua se sentía como cientos de agujitas que enrojecían mi piel, convertían mis dedos en pasitas y me congelaban el cerebro.

Media hora… una hora… hora y media… hasta que por fin cerraba el grifo y, con un grito, me ordenaba ir a la habitación. Con los labios entumecidos y gesticulando como borracha, le daba las gracias por suspender el castigo. La veía como una deidad terrorífica incapaz de equivocarse.

Mi madre tenía la creatividad de los torturadores y la capacidad para no sentir remordimientos. Cuando no eran los baños, me fustigaba con un grueso cinturón de cuero surcado por una cremallera. Quizá fue comprado con ese fin, porque nunca la vi usarlo en ningún pantalón. Los correazos tenían un protocolo: nos hacía arrodillar a los pies de la cama, con las nalgas desnudas apuntando en su dirección, y empezaba el conteo furioso seguido de los golpes. Entre el conteo y la acción, recuerdo que yo espichaba los ojos y apretaba los dientes. Al llegar al número veinte, tenía los glúteos colorados y calientes, y ella terminaba jadeante.

Una tarde en que mi hermana hizo algo para despertar su ira, mi madre la llevó a rastras a la cocina, encendió la estufa, le tomó las manos y acercó los deditos a la llama para quemarlos como salchichas. Mi hermana sollozaba, rogaba su perdón… Quise socorrerla, pedir auxilio, librarla de esa bestia que nos dio la vida y que ahora nos la arruinaba. Quedé petrificada. Ni una sola de mis cuerdas vocales exhaló un quejido. Era una inútil. Una miedosa inútil…

Juro que sonó el timbre. Juro que la bestia soltó a su víctima y volvió a su apariencia de buena anfitriona… No logró borrarle la línea de la vida a su hija ni achicharrarle las falanges. En mi mente quedó extraviada la identidad del oportuno visitante.

***

Decían que mi madre era la más hermosa del conjunto residencial. Una mujer esbelta, de rostro joven y sonrisa fácil. El matrimonio no le impidió colarse en camas ajenas, con esposos de las vecinas. No era mujer de un solo amante: quería degustar todos los sabores, y más si eran prohibidos.

Recuerdo que nos llevaba a parques de diversiones con hombres desconocidos, pero muy conocidos por ella, porque se agarraban de la mano, compartían algodones de azúcar, y hasta el señor de turno no tenía reparos en regañarnos por pedir dulces o monedas. Al regresar a casa, mi madre nos hacía jurar no contarle a mi padre de sus citas.

Aquella sonrisa que conquistaba a su amplio harem masculino, desaparecía cuando nos observaba. Lo hacía con el ceño fruncido, los labios apretados y una agresión latente. Su presencia lograba revolotear las polillas del estómago y ablandarme el esfínter. Varias veces me oriné encima. No recuerdo una caricia dirigida a nosotras, o tal vez las capas de los malos momentos borraron cualquier gesto cariñoso.

Antes de los diez años, cuando aún creía en la omnipotencia del Dios católico, le escribí una carta pidiendo la partida de mi madre, ya fuera acompañada de un amante o en un ataúd. Luego de medio año de la misiva, no sé si por coincidencia o divinidad (prefiero ser agnóstica en caso de que el paraíso exista), ella alistó maletas y se marchó. Fue repentino. Una discusión con mi padre culminó en esa sabia decisión.

Nos odiaba. Era una miserable que nos lanzó al desbarrancadero de su miseria hasta que hizo de su hogar un basurero de traumas y resentimientos. Fuimos su obra mal hecha, la que merecía ser arrojada y olvidada. Huyó sola y se presentó al mundo como una mujer soltera, sin pasado, sin hijos y casi virgen de experiencias… Le doy las gracias por haberse ido.

Compartir

Artículos relacionados

CasaMacondo es un medio de comunicación colombiano que narra la diversidad de territorios y personas que conforman este país. Tenemos una oferta de contenidos abierta y gratuita que incluye relatos sobre política, derechos humanos, arte, cultura y riqueza biológica. Para mantener nuestra independencia recurrimos a la generosidad de lectores como tú. Si te gusta el trabajo que hacemos y quieres apoyar un periodismo hecho con cuidado y sin afán, haz clic aquí. ¡Gracias!

Haz clic aquí para apoyarnos

CasaMacondo certificado JTI

CasaMacondo es el primer medio de comunicación colombiano con certificación bajo la norma internacional CWA CEN17493 de 2019, que garantiza la aplicación continua de criterios de responsabilidad, coherencia con sus polticas editoriales y transparencia en su labor periodística. Se trata de una iniciativa global de la Journalism Trust Initiative (JTI), liderada por Reporteros Sin Fronteras, el organismo de vigilancia de la libertad de prensa y los derechos humanos.