En febrero de 2023, con la caña de pescar al hombro y un machete en la mano, el joven de veinte años caminaba por la vereda Nápoles, en Puerto Triunfo, rumbo al lago donde vive medio centenar de hipopótamos libres, descendientes de los que trajo Pablo Escobar a principios de los años ochenta. No pensaba cazar alguno. Si fuera así, no cargaría una inocente caña y un machete para limpiar peces, sino un rifle capaz de perforar esa piel de más de cinco centímetros de grosor.
Aunque Camilo* quería tener un colmillo del animal invasor desde que supo que en otros países los coleccionaban, ese día pretendía pescar tucunarés, una especie casi sin espinas y de buenas carnes blancas que, según él, pulula en ese lago que colinda con el Parque Temático Hacienda Nápoles. Dice que vale la pena correr el riesgo para darle un contentillo al paladar.
Dos años antes, el 31 octubre de 2021, Jhon Aristides Saldarriaga acudió a esas mismas aguas con la idea de pescar y, por torpeza, distracción o mala suerte, fue embestido por una de las bestias. Se quedó sin peces y casi sin un brazo, pero luego de un mes de desinfección y sutura sólo le quedaron de recuerdo seis cicatrices.
La historia de John Aristides se propagó por el mundo con el eco de varios medios de comunicación internacionales. De repente se convirtió en un atractivo turístico para reporteros y viajantes que han querido ver y hablar con el segundo sobreviviente de un ataque de hipopótamos. El primero es Luis Enrique Díaz, quien sufrió el ataque en 2020, a unos treinta kilómetros de allí, en la vereda Estación Pita. A diferencia de John Aristides, que se jacta de su fama y de su buena suerte al quedar casi ileso, Luis ha preferido encerrarse con sus cuarenta y tres tornillos en el cuerpo, su pierna más corta y el trauma que aún lo persigue en sueños.
Camilo, que de niño nadaba con hipopótamos en ese mismo lago, y que una vez montó a una cría como si fuera un toro mecánico en una casa donde tenían una cautiva, confía en la mansedumbre de esos gigantes. A lo largo de su vida, ha visto hipopótamos en el agua y en la tierra, pastando junto a las vacas, sin atacar a nadie. Para él, son como reses monumentales. Según cuenta, los ataques suceden cuando los animales se asustan al verse sorprendidos por la presencia de la gente.
A diferencia del joven, los pescadores que habitan las riberas del río Magdalena no los perciben como seres bonachones de gran tamaño, sino como una amenaza impredecible que troza redes, espanta peces y puede despedazar embarcaciones. Hace unos siete años, Álvaro Molina no recuerda la fecha exacta, un hipopótamo se trepó en su canoa y él, azorado y sin más armas que el remo, le dio golpes hasta que este se rompió. El hipopótamo, al parecer, también se asustó y volvió a hundirse. Flover Molina, hijo de Álvaro, y pescador como su padre, dice: «Si no nos dan una solución, tenemos que hacer un sacrificio independiente de lo que cueste, porque es la vida de ellos o de nosotros», es decir, una cacería. Otro pescador, Carlos Mario Sabogal, que también ha sufrido algunos embates menos aterradores, no está de acuerdo con el sacrificio, pero sí con el traslado de estos animales a zoológicos de otros países. Según el estudio realizado por el Instituto Humboldt y el Ministerio de Ambiente, se estima que hay unos ciento setenta hipopótamos libres entre la hacienda Nápoles y Barrancabermeja.
A pesar de ver cadáveres de hipopótamos arrastrados por la corriente del Magdalena, unos tres desde que llegaron a esas aguas a mediados del 2000, los pescadores no han considerado quitarles la dentadura, ni mucho menos las patas o la cabeza, para venderlas. El gusto por los colmillos ocurre en el lugar de génesis de la invasión: en Puerto Triunfo.
Cristina Buitrago, bióloga de la Corporación Autónoma Regional de las Cuencas de los Ríos Negro y Nare (CORNARE), recuerda que en abril de 2023, luego del accidente de tránsito en el que un carro embistió y mató a un hipopótamo, una mujer le abrió el hocico y, con todas sus fuerzas y frente a medio centenar de curiosos, intentó arrancar una pieza dental. La policía intervino para evitar el hurto, y la mujer tuvo como castigo la vergüenza pública.
Antes del accidente de tránsito, Camilo ya había logrado el sueño que la Policía le negó a esa mujer. Dos meses antes, durante su travesía para pescar tucunarés, divisó al lado de la carretera veredal el aleteo circular de una bandada de chulos, y otros trepados en los árboles. Curioso ante esa chulamenta, se adentró en el campo hasta llegar a un corral. Allí vio una mole y pensó que se trataba de una vaca bastante hinchada por los gases de la putrefacción. Al acercarse más, reconoció el cuerpo inerte de un hipopótamo expuesto a ese sol de mediodía que le cocinaba las entrañas. El hedor permanecía sobre el cadáver como un ente pesado e invisible. Camilo sintió una arcada y con ella se le fueron las ganas de pescado. Pero otro apetito se despertó.
Al ver las fauces carcomidas, comprendió su suerte; allí, intactos, estaban los colmillos ¿De qué otra manera podría obtener uno? Matando, pero el corazón no le daba para eso, y tampoco tenía las agallas para meterse en un lío que podría costarle más de diez años de prisión y una suma de dinero mucho mayor a la que vale la dentadura entera de un hipopótamo (hasta cuarenta mil salarios mínimos legales mensuales vigentes).
Con el muerto puesto, y sin remordimiento al no cometer un crimen, Camilo aspiró una bocanada antes de llegar al cuerpo y comenzó a machetear la encía. Pensó que sería rápido, unos pocos cortes y ¡zas!, fuera colmillo y de vuelta a respirar. Golpeó con fuerza y nada aflojó. Casi ahogado, se resignó a soltar el poco aire que tenía en los pulmones y aspirar de nuevo. El hedor lo hizo vomitar. Mientras le seguía devolviendo al mundo sus alimentos asestaba golpes a la mandíbula. Pasado un tiempo de arcadas y cansancio, por fin logró arrancar la pieza, se la guardó en el bolsillo, y vencido por el mareo y el asco, abandonó la idea de extraer las demás.
Él no sabe de qué murió ese ser que le cumplió su anhelo, no halló heridas de bala ni muestras de una pelea con otro hipopótamo. «Tal vez entró al corral, y al no encontrar la salida se murió de sed», dice. Se marchó a su casa con ese tesoro más preciado por él que los peces. Detalló el colmillo de unos quince centímetros que termina en una punta casi redonda y relleno de un material blando, ya podrido, que desechó con agua y jabón al llegar a su casa.
—¿Qué piensa hacer con el colmillo? —le pregunto.
—Quizá venderlo a un coleccionista de piezas exóticas capaz de pagar una fortuna —responde Camilo, quien no tiene idea de su valor.
Mientras en Colombia ese mercado es incipiente y no hay una pena clara por tratarse de un fenómeno inusual, China importa de África centenares de miles de colmillos al año para la talla de esculturas y objetos ornamentales. Se trata de un comercio legal desde 1990 para contrarrestar el tráfico de marfil de elefantes. La cifra del tráfico ilegal es incierta, y millonaria. En México, país sin hipopótamos, se encuentra a la venta, en el portal de Mercado Libre, una colección de tres colmillos por casi siete millones de pesos que aguardan la aparición de un ratón Pérez de gustos extravagantes. Aunque esa cifra es tentadora para Camilo, que podría pedir dos millones o más si suma la figura de Pablo Escobar al negocio, no tiene afán de vender su trofeo. Por el momento, lo tendrá en su cuarto y, si no llega un cliente, esperará a que los años pasen para mostrárselo a sus futuros hijos y nietos. Quizá para esa época ya ni existan hipopótamos en Colombia.
*Nombre cambiado para conservar el anonimato.
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