Llovió y a Yasser Angulo se le mojaron las tamboras que acababa de arreglar. También cortaron el suministro de agua y tuvieron que cancelar el ensayo de El Bombazo, la cumbiamba que dirige. Es 7 de febrero, faltan tres días para que empiece oficialmente el carnaval. En otras épocas era impensable un aguacero a principios de año en Barranquilla.
Ahora, nunca se sabe.
La casa donde vive Yasser está en Simón Bolívar, barrio célebre por las casas de madera prefabricadas traídas desde Finlandia en tiempos del general Rojas Pinilla, un sector bullanguero al sur de la ciudad, en Suroriente, localidad que limita con la carrera 38, el río Magdalena, la avenida Murillo y el municipio de Soledad. Si alguien hiciera la tarea de establecer el top de las zonas de Barranquilla donde más se goza el carnaval, Simón debería ocupar los primeros lugares. Este barrio parrandea todo el año, pero en estos días, cuando se acerca la gran fiesta —declarada por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad—, los picós se encienden más temprano.
A Simón Bolívar lo atraviesa un bulevar (en el pasado una pista de aviones) que es también un parque y luce completamente abandonado. Las canchas están destrozadas, el mobiliario se cae, apenas hay zonas verdes y hay días en los que parece un basurero a cielo abierto. Lleva años deteriorándose ante la impotencia de algunos vecinos y la desidia de la administración distrital.
Pero no es solo el parque. El deterioro es evidente en la seguridad. El pasado junio la Defensoría del Pueblo incluyó a Simón Bolívar y a otros catorce barrios, de los treinta y seis que pertenecen a la localidad, en una alerta temprana, la 022-2023, según la cual los riesgos de violación a los derechos humanos advertidos en 2020 no solo se han consumado en el área metropolitana de Barranquilla, sino que se han extendido y profundizado.
En estos barrios crece la delincuencia, la extorsión, la desigualdad y el horror. El informe menciona el hallazgo de la cabeza cercenada de un hombre en septiembre de 2021, cerca de la principal cancha de fútbol de Simón —los desmembramientos y descuartizamientos llevan el sello de las estructuras de crimen organizado que operan en la ciudad— y da cuenta de ataques sicariales y masacres en barrios de la localidad como La Luz, San José, Montes y San Roque, entre otros.
Esos hechos contrastan con el jolgorio y la alegría vital que se palpa en este lado de Barranquilla, una zona —en realidad todo el sur— que se desmarca de la narrativa oficial triunfalista y de progreso que han vendido las sucesivas administraciones de Alejandro Char y sus alcaldes afines más allá de estas fronteras. La calle 19, la arteria principal de Simón, es un corredor comercial donde abundan estaderos, billares, discotecas, restaurantes, puestos de comida chatarra; en una esquina suenan Richie Ray y Bobby Cruz («no me iré, no me iré, donde vivas viviré»), más allá el Huele Le La de Alfredo Gutiérrez y más acá las notas de una champeta. Cerveza va, cerveza viene. Y ron, aguardiente y whisky. La música resulta enloquecedora por momentos, más aún porque se mezcla con el ruido de los camiones de carga pesada que transitan por la vía veinticuatro horas, siete días a la semana. Un caos.
Por aquí se siente otro carnaval, uno que no es de mostrar en los informes de la televisión nacional, que no recibe miles de turistas y que lucha para que lo tradicional no termine de desaparecer. En un extremo del barrio, cerca de la carrera 1, un grupo de pelaos ensaya en una cancha deteriorada la presentación de su comparsa en el desfile de la Guacherna, en Soledad. Hay niños, niñas, adolescentes y jóvenes que en promedio no superan los veinticinco años. A un lado, unos muchachos los contemplan en silencio mientras rotan un bareto. En el otro extremo, en la carrera 6A, se escucha una flauta de millo.
«¡Juepajé!», gritan al unísono hombres y mujeres que ensayan en la calle con el fondo de los golpes secos del tambor, la tambora y el llamador. Las chicas agarran las faldas, extienden los brazos y van moviéndose pasito a pasito contoneando las caderas, con la frente en alto y la sonrisa de oreja a oreja. Los chicos se acercan galantes, levantan sus sombreros vueltiaos y las siguen con el pie arrastrado en un eterno coqueteo, una escena que se repite año tras año en un puñado de barrios del sur de Barranquilla.
Los que bailan esta noche en una cuadra de Simón son las parejas de La Currambera, una de las cumbiambas emblemáticas del barrio, nacida en 1976, cuarenta y ocho años ininterrumpidos danzando aquí y allá, luchando por no extinguirse, en una larga carrera de resistencia.
«Se me terminó de caer el pelo», dice Yasser Angulo y se ríe. «Hay momentos en los que uno quiere desistir. Que vamos a una presentación y no hay para el bus, que no hay para la música ni para el maquillaje de las muchachas ni para el peinado. Sinceramente esto es por amor al arte, nada más».
La cumbiamba El Bombazo nació en 1974 en La Chinita, otro de los barrios vulnerables de la localidad Suroriente, a donde muchos taxistas, si pueden, evitan llegar. A Blanca Atencio se le ocurrió que sería «un bombazo» tener un grupo folclórico, y junto a unos vecinos y amigos creó la cumbiamba con ese nombre. Blanca la dirigió con brío, pero en 2010 comenzó a presentar problemas de salud y en 2013 falleció. La cumbiamba pasó a su hijo Ferney Atencio, no por mucho tiempo, porque los gastos y la gestión que implicaba estar al frente del grupo lo hicieron desistir.
Las banderas las recogió Yasser Angulo, de treinta y siete años, músico percusionista, operador de maquinaria pesada, hijo de Ferney y nieto de Blanca Atencio. Él y su pareja, Milena Muñoz, estilista, experta en manualidades de carnaval, criada en La Chinita y bailarina de El Bombazo desde los cinco años (ahora tiene cuarenta y siete), son los capitanes de este barco que de vez en cuando parece que se hunde: este año la Alcaldía de Barranquilla duplicó las ayudas para los artistas, pero a ellos, asegura Yasser, no les tocó nada. El grupo dejó de bailar una temporada larga, hasta 2021, cuando reapareció. Por ser tan nuevos, dice Yasser, no recibieron recursos. La antigüedad se perdió y los afanes de doña Blanca, tantos carnavales batallando para salir a bailar cumbia, se extraviaron en el camino. El grupo ya suma veinte parejas, pero en diciembre se vieron en problemas para reunir gente. Apenas había cinco personas, porque los más veteranos tuvieron dificultades para compaginar los ensayos y el trabajo o porque no tenían dinero para costearse el vestuario.
La mayoría de integrantes de El Bombazo son jóvenes de escasos recursos seducidos por la pasión que genera el carnaval, este ritual de locura colectiva donde el tiempo no existe durante cuatro días y uno no sabe si es lunes o martes, sábado o domingo, porque qué importa, mañana Dios dirá. Hoy toca perrateo, vacile y goce. Los pelaos acuden entusiasmados a los ensayos, con la idea de desfilar en la Batalla de Flores de la vía 40, el evento más importante y más fastuoso de la celebración, convertido en un inmenso escaparate comercial donde participan decenas de carrozas, grupos folclóricos, orquestas y reinas de belleza. Los pelaos llegan ilusionados, pero se van desinflando y abandonan a medida que se enfrentan al presupuesto. El vestido de cumbia de las mujeres, por ejemplo, puede costar unos quinientos cincuenta mil pesos, una cifra que en estos barrios resulta inalcanzable para algunos, y que palidece cuando se compara con la inversión que se maneja en el norte.
[Hace unas semanas, algunos medios especularon con el costo del imponente vestido de coronación de la reina Melissa Cure, hinchado de plumas y pedrería de lujo. Según afirmaron Infobae y Publimetro, el diseñador Alfredo Barraza habría asegurado que su costo fue de ciento cincuenta millones de pesos. CasaMacondo habló con Barraza, quien desmintió ambas publicaciones. «Nunca he dicho eso». ¿Cuánto costó el vestido entonces?, le preguntamos. «Eso es reserva del sumario. Yo tengo un contrato con la familia de la reina que me impide hablar de ello», contestó. Una fuente cercana al sector de la moda en Barranquilla asegura que, en cualquier caso, y dada la pomposidad del atuendo, la cifra no estaría muy lejos de la que se divulgó].
Yasser Angulo y Milena Muñoz se la pasan todo el año en plan rebusque, inventándose cualquier actividad para conseguir plata para la cumbiamba. Milena cuenta que de mil en mil pesos va llenando dos alcancías, una para los hombres y otra para las mujeres. Con eso se ayudan para maquillajes, peinados y accesorios. También venden arroz con leche y organizan bingos y paseos.
«Esto es una odisea, es muy duro. Hay muchachos que quieren bailar, pero no tienen con qué, y nosotros tampoco tenemos y eso nos golpea. Fíjese que hay dos niñas en La Chinita que no les alcanza para comprar los tocados, y eso nos ha partido el alma porque las pelaítas tienen talento», dice Milena Muñoz cabizbaja.
El Plan Especial de Salvaguardia (PES) —la hoja de ruta institucional para la conservación del carnaval— establece que no hay riesgo como festividad, pero sí amenazas sobre las expresiones más tradicionales, como las danzas, la música, las artesanías, las comedias y las letanías, justamente las manifestaciones culturales que impulsaron la declaratoria patrimonial. La preocupación crece, dice el documento, porque las nuevas generaciones desconocen la importancia del folclor, porque los disfraces han desaparecido del acervo cultural y bailes populares, verbenas y asaltos cumbiamberos (una cumbiamba visitaba a otra en su sede barrial y se armaba el bembé) están prácticamente extintos. Danny González Cueto, profesor de la Universidad del Atlántico e investigador especializado en el carnaval sostiene que, si la Unesco se dedicara a evaluar la declaratoria de Patrimonio, «hace rato» que la hubieran retirado.
«Parece que a la élite económica y política le interesa más sacarle provecho a lo económico ―asegura González―. Cuando la idea es que la ciudad debe ser turística, evidentemente lo que se quiere es ofrecer espectáculo y quitar el sentido de carnaval rural y popular. El clasismo se nota hasta en la forma en que la gente vive el carnaval. Pienso que no es real eso de que somos Patrimonio de la Humanidad, para no decir palabras más fuertes».
González evoca el carnaval como un fenómeno que rompía el año, que venía del río Magdalena y que se debía a la migración rural. No es el carnaval de Barranquilla, es el carnaval en Barranquilla. A finales del siglo XIX era una fiesta que tenía el alma viva en el mercado, en el centro y en estos barrios, el sur donde se asentaban los recién llegados en busca de trabajo y, si acaso, fortuna. El carnaval, dice González, era para que la gente de estos lares pudiera gozar con lo poco que tenía y olvidarse de todo. «Era una entrega total del espíritu».
Maglionis Albadán, de cincuenta y cinco años, enfermera de profesión, hija y nieta de artistas del carnaval y desde hace más de quince años directora de La Currambera, de Simón Bolívar, relata con orgullo y algo de nostalgia que el barrio llegó a tener casi una docena de cumbiambas. Era el que más tenía. O eso le contó su mamá. Estaban Vendaval, Prende la Vela, Cumbión Costeño, por mencionar solo algunas, pero se fueron extinguiendo por falta de recursos.
La noche cae, los muchachos y las muchachas van apareciendo para el ensayo de La Currambera. Vienen de barrios aledaños, unos más lejos que otros. Mientras alistan el baile, Maglionis Albadán hace memoria de las fiestas de antaño. Tanto de eso se ha perdido ya. Aunque ella y su familia intentan, como pueden, revivir los asaltos cumbiamberos y las ruedas de cumbia en los barrios. En este lado del sur también era frecuente que grupos de vecinos, hombres y mujeres, se disfrazaran de viudas para llorar el martes a Joselito. Eran actuaciones espontáneas, llenas de gracia y color. Iban de casa en casa con su drama y su comedia, solo por un puñado de monedas y alguno que otro billete. Lo mismo que los grupos de letanías, que igualmente iban de casa en casa cantando versos, sátira y burla.
En Simón Bolívar fueron famosas las verbenas Derroche Juvenil y Camaleonas, amenizadas por los picós del momento, que atraían a toda clase de público de las zonas cercanas. Las verbenas eran bailes populares en calles que se cerraban de lado a lado con láminas de zinc o madera y se adornaban con palmeras. También había un baile para niños, Los Chamacos. Más de uno dio ahí su primer beso. «Martilladas» les llamaban a esos encuentros furtivos. En los noventa, en Camaleonas, solía haber una casa que se convertía en una especie de discoteca con su bola de espejos en el techo y sus luces de neón. Allí se refugiaban las parejas para bailar y martillar.
Claro que también volaban por los aires bancos, sillas y botellas cuando se armaba la trifulca y dejaba heridos. A comienzos de los años 2000 fue esa la excusa para ir matando las verbenas. Los requisitos que pone la alcaldía son tan exigentes —plan de contingencia, de seguridad vial, socorristas, ambulancias, tasa de medio ambiente, pago por uso del espacio público y póliza de responsabilidad civil—, que parecen diseñados para que nadie se anime a organizar una verbena. Carlos Miranda, representante legal de Asobailes, calcula que son unos catorce millones de pesos en impuestos lo que deben pagar. «Nuestra inconformidad pasa por el alto costo de los impuestos, la demora en las respuestas a las solicitudes y los bailes clandestinos, que representan una competencia desleal. Llevamos tiempo luchando por recuperar los bailes tradicionales, porque tratan de acabarlos para que la gente se vaya al norte», se queja Miranda.
Las mismas condiciones de la alcaldía rigen para los bailes de bordillo, que son vecinos que recochan en sus calles, libres y soberanos bajo el embrujo de los picós; son celebraciones de la comunidad que se hallan en una especie de limbo legal y que también han pretendido borrar del mapa por cuenta de la burocracia. Pero en estos lados nada impide el goce, ni siquiera la prohibición.
«Es una manera de decir: “esto es mío y nadie me lo quita”. Es un “estoy aquí”. Un sinnúmero de manifestaciones ha desaparecido y a nadie le ha importado, sin embargo, año tras año hay algunos haciendo resistencia, porque paralelo al “quiero que me vean”, hay un “quiero que los que me vean sepan que soy dueño de esto. Que sepan que sin mí no hay carnaval”. Porque al carnaval no lo alimenta una carroza, ni un artista de la televisión. Lo alimentan sus manifestaciones y expresiones», opina Carmen Meléndez, directora de la escuela de danza Palma Africana y una de las lideresas que más ha levantado la voz y más se ha plantado frente a la organización del carnaval, en manos de la empresa Carnaval S. A., de gestión público-privada, pero en la práctica más privada que pública.
El abuelo de Maglionis Albadán fue uno de los fundadores de la Asociación de Grupos Folclóricos del Departamento del Atlántico (AGFA), que nació en los ochenta como un acto de rebeldía frente a la poca atención institucional que recibían los llamados «hacedores» del carnaval. El abuelo, dice Maglionis, se retiró por diferencias dentro del sindicato, pero este evolucionó hasta convertirse en lo que es hoy, la organización Carnaval de la 44, una especie de contrapunto de la agenda oficial y una apuesta por la gratuidad, la salvaguardia y la tradición.
«Es que antes lo que se creía era que los directores de cumbiambas eran unos viejos borrachones», recuerda Édgar Blanco, director del Carnaval de la 44. Eso los llevó a organizarse. Y los desórdenes por la falta de infraestructura en los eventos, la demora en el pago de los premios a los grupos y disfraces y la descalificación a la que eran sometidos por sus orígenes populares. Incluso amenazaron con llevar a cabo un paro carnavalero y hasta con meterse en contravía en la Batalla de Flores. «En la práctica los inicios fueron un acto de desacato, de desobediencia civil. Ahora lo que nos interesa es fortalecer nuestra propuesta independiente», señala Blanco.
El Carnaval de la 44 ha ido ganando espacio y reconocimiento y ya cuenta en su oferta con desfiles propios como la Batalla de Flores del Recuerdo Sonia Osorio, que inicia en la calle 72 y culmina en la plaza de la Paz el mismo día que la de la vía 40; la Gran Parada Carlos Franco y la Conquista del Carnaval, que discurre por la carrera 8 hasta Simón Bolívar, entre otros. «Tratamos de llevar el carnaval a la gente, al corazón de los barrios populares», insiste Blanco. La organización cuenta con apoyo institucional, es afín tanto a la alcaldía como a la gobernación y tiene sus propios reyes. A veces la soberana principal corona a la del Carnaval de la 44, pero este año ni ella ni el Rey Momo atendieron el llamado de esta organización, según Blanco.
En paralelo al Carnaval de la 44 han surgido otras expresiones artísticas en el sur. Están el carnaval del Suroccidente y el del Suroriente. Cada uno, a su manera, lucha por preservar la tradición y devolver el carácter popular y gratuito a las fiestas. La Conquista del Carnaval, que pasa por los barrios Santa Elena, Rebolo, Las Nieves y Simón Bolívar, entre otros, regresó este año después de cuatro ediciones sin llevarse a cabo. En parte por la pandemia y también por la alteración de la seguridad y el orden público en el sector. El concejal Antonio Bohórquez, el único que ha ejercido control a la administración local, cree que esta suspensión obedece más a la intención de monopolizar, como viene ocurriendo desde hace tiempo, los eventos que le generan dividendos a la empresa Carnaval S. A. «No es casual que se nieguen permisos para los bailes populares mientras se fortalece el de la carrera 50; es un afán por concentrar y privatizar que termina negando la expresión popular del bordillo», dice.
El eje principal de la celebración en el Suroriente es la calle 17 y su conexión con el bulevar de Simón Bolívar. Por ahí sucede el desfile del Rey Momo, un personaje histórico rescatado a mediados de los noventa que acompaña a la reina en algunos actos oficiales. El desfile surgió porque muchos habitantes de esa zona se quedaban sin ver la Batalla de Flores. Y aunque forma parte de la agenda del carnaval, no recibe la misma atención ni mediática ni institucional. Pesa más el estigma: entre los mismos grupos —muchos de ellos del sur, empeñados en bailar en el norte para ser reconocidos— se conoce como «el desfile castigo», pues se cree que por ahí se presentan las cumbiambas y los grupos «perdedores».
Es el sábado 10 de febrero. Mientras en la Batalla de Flores de la vía 40 los palcos alcanzan hasta los cuatrocientos mil pesos por persona, aquí, en el desfile de la calle 17, solo hay vallas. Las familias se amontonan desde temprano, de pie o en sillas; los niños llegan con disfraces y se mueven alegremente al son de las tamboras. Cientos de grupos desfilan. Hay aplausos sentidos, baile espontáneo. «Aquí a uno lo dejan ser», dice una bailarina. El contacto con el público resulta más cercano, más auténtico.
En la cola del desfile navega La Nave de lxs Locxs, un colectivo diverso de artistas que desertó del norte, hartos del brillo, la pompa y la lentejuela y los presentadores de televisión nacional que se encaraman en las carrozas de la Batalla de Flores. Hace cinco años desembarcaron en este lado de la ciudad en busca de meque. Entre ellos camina una mujer desnuda, manchada de tinta roja que simula sangre y el rostro escondido detrás de una máscara de loba. De vez en cuando recrea un acto sexual con un hombre semidesnudo enfundado en unas botas negras kilométricas. Hay bulla, sorpresa, aplausos, risa y hasta indignación. No son comunes estas escenas por aquí.
El desfile termina y la Nave se zambulle en un baile de bordillo en Simón. En una imagen inédita se funden en un solo bailoteo personas provenientes de México, España, Alemania, Estados Unidos y uno que otro niño bien de la Barranquilla del norte que mira por encima del hombro esta esquina de la ciudad. Algo debe estar cambiando. «Nadie entendía que nos viniéramos para acá. Nos dijeron que estábamos locos, que nos iban a matar. Mientras que la vía 40 es espectáculo, aquí está lo ancestral, lo orgánico, por eso venimos. No hay que pretender que el sur se parezca al norte», dice un miembro del colectivo.
La policía irrumpe tres veces en la cuadra. En una de esas un joven patrullero con cara de hartazgo amenaza con imponer un comparendo a la mujer que apareció desnuda. Hay tensión. Llegan más policías. «Dejen de joder», se rebotan los vecinos. «Esta fiesta no se va a apagar», grita alguien. «Queremos disfrutar el carnaval como nos dé la gana», suelta otro. Todos a una, como en Fuenteovejuna, defienden su baile. Cuando los agentes se retiran, el picó sube el volumen. Que nadie nos quite el goce, dicen. Y siguen bailando. Seguirán bailando hasta que haya carnaval. El suyo.
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