Cada 2 de marzo, Día de Santo Domingo Vidal, no hace falta un mapa para llegar a Chimá, Córdoba. Tan solo hay que seguir al reguero de gente que desde la noche anterior ha salido de Tuchín, Sampués, Ciénaga de Oro, Momil, San Andrés de Sotavento y otros municipios vecinos para ver si el santo les concede los primeros lugares en la lista de milagros. En ese éxodo autoimpuesto, algunos ayunan y no beben ni agua, una manera de ganar más puntos con el santo.
Chimá es un caldero a fuego lento olvidado por el viento. Está bañado por la ciénaga grande del río Sinú, cada vez más escasa por las continuas sequías. El aroma dulzón y cálido de las panochas recién hechas, ese pan relleno de coco elaborado en las casas, en hornos de barro, se respira desde la madrugada. Cuando aparece el sol, que en ese lugar parece más cerca de la tierra por la ferocidad de los rayos, los peregrinos se derriten como las velas que llevan encendidas para llamar la atención del santo del pueblo y de la región, dejando a su paso gotas de sudor y parafina. Durante la procesión por las seis calles del pueblo, las velas permanecen con la llama flameante por la ausencia de la brisa.
En este pueblo de patillales y pesca artesanal nació Domingo Vidal en 1841. Como muchos santos y mártires, sufrió en vida. A los siete años sus músculos y huesos se agarrotaron y, según la escueta biografía escrita por la organización que lleva el nombre del «santo», y que se compra en Chimá por tres mil pesos, no llegó a medir más de un metro con cuarenta centímetros. Desde ese día, estuvo condenado a ver el mundo en posición horizontal, postrado en un catre y con la cabeza sobre una almohada de madera hasta el día de su muerte, a los cincuenta y siete años, el 2 de marzo de 1898. Las manos, que aún le medio servían, le permitieron hacer dibujos que luego se convirtieron en retratos de adoración y que, dicen en el pueblo, se encuentran en manos de familias de Montería. El escritor Manuel Zapata Olivella, en su novela En Chimá nace un santo (1963), describe los dibujos como mamarrachos sin forma, pero consideradas obras de arte por la visión sesgada de la religiosidad. En la novela afirma que los creyentes se los pasaban de mano en mano para frotarlos en las partes enfermas del cuerpo o en el vientre de mujeres estériles en espera del milagro de la concepción.
La biografía del santo describe tres milagros algo decepcionantes: un hombre le pidió cazar tortugas hicoteas y, como por arte de magia, logró capturar algunas; un día consiguió que una vaca que se había extraviado con sus terneritos regresara a la finca de su dueño; y, el de mayor relevancia, ayudó a encontrar a una niña perdida por medio de su don de clarividencia. Según la leyenda, Vidal le dijo a los padres de la niña el lugar exacto donde se encontraba. Ya muerto, al parecer, los milagros subieron de categoría. Aunque hoy sigue encontrando vacas y personas, también se le atribuyen victorias deportivas, unciones de gallos de pelea y curas de enfermedades graves y mortales.
De acuerdo con sus biógrafos, Vidal gozaba de una inteligencia grandiosa que le permitía enseñar a niños y adolescentes materias escolares, a pesar de nunca haber pasado por la escuela, y mantener conversaciones religiosas y metafísicas con pensadores del pueblo. Para distraerlo de su mundo sobrenatural, los amigos organizaban contiendas de gallos en su casa «revelándose en él una sonrisa muy rara», como se lee en la cuarta página de la biografía comprada en el pueblo.
Manuel Zapata Olivella es menos generoso con sus descripciones. Para él era un cuerpo casi inerte, de no más de un metro de estatura, al que sus hermanas vestían como una muñeca y le empolvaban el rostro. Él, ya adulto, no se quejaba, y apenas pujaba cuando necesitaba una letrina. Así lo presenta el escritor: «A su lado, su hermana le teje los calzoncillos de zaraza y corta el pantalón a la justa medida de sus piernas, siempre más encogidas. Una manecita de madera, con dedos en garra, le sirve para rascarle la espalda allí donde la dureza del lecho escuece su piel. Ella no deja que las moscas correten en su cara. A sorbos le da de beber, y le introduce los alimentos en la boca».
En la novela se consagró como santo el día en que su rancho se incendió. Cuando ya lo daban por incinerado, el padre Berrocal entró y lo halló en su cama sin rastro de quemaduras. ¡Milagro!, gritaron los testigos, y levantaron el camastro con sobreviviente a bordo y lo pasearon por el pueblo. A su paso, los nuevos feligreses, en su mayoría indígenas de la etnia Zenú y población negra, le tocaban el cuerpo y se persignaban. Todos los días llegaban a pedirle favores y él, por su canal inmediato al cielo, cumplía: curó el mal de ojo de la brujería, libró a unas jóvenes de un supuesto duende violador, ayudó a concebir a una mujer ya condenada a ser estéril, despertó de repente al bobo del pueblo… Desde ese momento san Emigdio, el santo original del municipio, impuesto por los católicos españoles, pasó a un segundo plano, y así ocurrió en la vida real. Hoy muy pocos saben su nombre, y los que lo conocen, no acuden a él.
Según la historia escrita por la organización, en 1898 Domingo cerró sus santos ojos y no volvió a despertar. En la novela, murió de fiebres intensas luego de que varios vecinos lo alzaran por las calles del pueblo, en plena tormenta, para darle las gracias por poner fin al verano. Ambas fuentes coinciden en que su cuerpo fue vandalizado por los adeptos para robar pedazos de piel, mechones de pelo, uñas, dedos y lo que se pudiera arrancar.
Luego de más de un siglo, Vidal yace en una urna cerrada, cubierta de mármol, en un templo construido por la gente y custodiado por la organización Santo Domingo Vidal, creada hace cuarenta años. La institución recibe donaciones en efectivo, piezas de oro y plata, gallos de pelea que mueren de viejos en el patio del templo después de sus victorias en las galleras y trofeos de baloncesto, béisbol y fútbol. El dinero recaudado, en un principio, se tenía destinado para la canonización del santo, pero ante la cantidad de gestiones, pruebas y viajes que exige el Vaticano para ponerlo a consideración del papa de turno, se concluyó que no había necesidad de una bendición terrenal, pues ya contaban con una divina. Ahora, el dinero se usa para el mantenimiento del templo y para las festividades del santo, que incluyen arreglos florales y un grupo de papayera religiosa que, por la alegría de su ritmo, inspira más a beber aguardiente que agua bendita.
La iglesia católica comprendió que no tenía sentido luchar contra la adoración al milagroso chimalero, así que, para no perder adeptos, decidió unir las creencias. En la obra de Zapata se describen las cruzadas de los sacerdotes en contra del hombre no santificado, pero la muralla de la fe indígena y afro impidió el paso de los religiosos. Lo que sí persiste de ese sincretismo es la imagen transformada de Domingo Vidal, más parecida a un Jesucristo con el pelo negro, que a un pequeño mulato parapléjico. La pintura, impresa en estampas, camisetas y hasta en cortaúñas, se dice que es obra del reconocido artista cartagenero Germán Morales Guerrero (1951-2011), y a nadie le importó que hiciera más uso de la imaginación que de la realidad.
Hoy, la imagen pasea por las calles del pueblo seguida de una horda de miles de personas con veladoras y camándulas para llevarla a la iglesia principal del municipio. Hombres y mujeres se turnan para cargar el pedestal decorado con algodones que semejan nubes. Algunos arrancan pedazos de ese falso cielo para apretarlo entre las manos mientras mascullan oraciones.
Todos piden dádivas, hasta los bendecidos con milagros, porque los favores, como el dinero, nunca son suficientes. Otilia Cruz implora por un trabajo, Miriam Guerrero que se le quite el dolor de las articulaciones, Hernán Serrato lo invoca para encontrar a su hijo perdido hace cinco años. El voz a voz de los milagros del santo mantiene la esperanza. Lucila Arias asegura que Domingo le desapareció un cáncer de seno y le salvó la mano gangrenada de un hijo; Mauricio Camargo encontró trabajo en España, con todas las prestaciones y un buen salario, luego de pasar penurias en Colombia; una familia donó una pequeña gruta, con una escultura pequeña de Domingo, en agradecimiento por curar de leucemia a un joven; y un hombre, feliz por encontrar una buena esposa, se acostó en el velatorio del templo, en medio de un círculo de velas encendidas, y allí estuvo hasta que se consumiera la última.
Los sacerdotes católicos, resignados a la adoración al mulato, celebran cada año una misa en la iglesia San Emigdio de Chimá, la principal del pueblo. Con el cuadro del mulato milagroso a un lado del altar y la feligresía apretujada desde el atrio hasta el portón —es la misa más concurrida del año—, el padre Eliécer Guerrero, de la diócesis de Montería, habla de Domingo como un buen hombre seguidor de las sagradas escrituras y lanza puyas contra los veneradores de su imagen. Nadie lo increpa: para los creyentes no hay duda de que Dios ha arropado con un velo de santidad al hombre nacido en Chimá. Una prueba de la fe es el nombre del colegio ubicado en el marco de la plaza principal: Institución Educativa Santo Domingo Vidal.
Afuera de la iglesia, otro tipo de milagros se pagan en efectivo: la pomada para bajar cinco kilos en una semana sin necesidad de dietas y ejercicios, el jarabe bioamazónico capaz de curar las enfermedades visibles y ocultas, y estampas de Gregorio Hernández, el médico venelozano beatificado por el Vaticano en 2021, y el mayor competidor de Domingo. Se vende de todo y de todo se compra. Silvina Fuentes asegura vender ese día unas doscientas camisetas con el rostro del santo; el artesano de sombreros vueltiaos gana alrededor de setecientos mil pesos durante las celebraciones; el comerciante del jarabe bioamazónico, un guajiro bendecido con el don de la palabra y capaz de convencer al más escéptico, vendió cuarenta tarros en menos de diez minutos, cada uno por diez mil pesos.
A pesar de los miles de visitantes, no hay hospedajes, la feligresía se marcha en el ocaso del día. Los habitantes de los municipios vecinos traen consigo el comercio y la mayoría del dinero se marcha con ellos. Después de las celebraciones, en Chimá queda el santo con sus ofrendas y varios pendientes por cumplir, y en las calles un reguero de vasos plásticos, paquetes y botellas vacías. De noche, las calles vacías y los chimaleros parecen inexistentes, igual que el resto del año. A diferencia de los demás pueblos caribeños, los habitantes no pasan sus días conversando en las puertas de sus casas. Se quedan adentro resguardándose del sol que parece quemar con rabia, y se refrescan con el aire artificial de los ventiladores.
Pasará un año para que el pueblo vuelva a la vida.
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