Doña Nidia Quintero estaba de delantal, con un gorrito de chef. Ando en la cocina, se disculpó, y me condujo a una salita con libros, fotografías y un escritorio. Algo vio en mis ojos, habrá creído que era admiración. Lea lo que quiera, me dijo: voy a demorarme. Ella había estado casada con Julio César Turbay, presidente de Colombia entre 1978 y 1982. Ningún mandatario ha tenido más fama de mentecato e ignorante. En el Doce de Octubre, mi barrio de la infancia en Medellín, contábamos chistes cuyo protagonista era él y a veces ella. Señor presidente: a propósito del conflicto palestino, ¿qué piensa de la posición árabe? Turbay contestaba con su voz nasal, bobalicona: a mí me encanta, pero a Nidia se le pelan las rodillas. Mi gesto cuando la vi no fue admirado sino, tantos años después, avergonzado. Esas burlas contra Turbay eran una declaración de genuino desprecio. Durante su gobierno se había instaurado el Estatuto de Seguridad, un régimen punitivo que concedió facultades de policía judicial a las fuerzas militares y autorizó el juzgamiento de civiles por consejos de guerra. Cientos de personas fueron sacadas de sus casas, torturadas en batallones y desaparecidas. Algunas resultaron ser habitantes de nuestro barrio, hombres y mujeres de origen campesino sin más pecado que la pobreza. Pero mientras nosotros detestábamos a Turbay, los narcotraficantes lo festejaban. Según la DEA, el mandatario estaba involucrado en el tráfico de cocaína. Una tragedia marcó el distanciamiento definitivo de los esposos, ya separados. Su hija mayor, la periodista Diana Turbay, fue asesinada en enero de 1991, en una finca en las afueras de Medellín, donde permanecía secuestrada por orden de Pablo Escobar. Doña Nidia responsabilizó de su muerte al presidente de entonces, César Gaviria, por autorizar una operación de rescate, a sabiendas del riesgo que suponía. Él se defendió. Dijo que no sabía que ella estuviera allí. Diez años después, un primer fallo judicial le dio la razón a la madre. Los policías habían irrumpido en la finca advertidos de que Diana Turbay sí estaba en el predio. Yo tuve acceso a esa sentencia y le ofrecí llevársela a la ex primera dama a su casa, en Bogotá, para que me diera una entrevista. Ella accedió. Ese mediodía, una empleada entró en la salita con el almuerzo que me mandaba doña Nidia. Lo hizo ella misma, me dijo la mujer. Era un pulpo con los tentáculos ensortijados sobre un puré de verduras. No fui capaz de comerme aquello, me causó repulsión. Mi gesto de intrepidez fue ocultarlo en una bolsa plástica, adentro de la mochila donde estaba la sentencia. Una hora después, cuando se la entregué, el hedor del animal gritó la verdad de su destino. Ella no dijo nada, se limitó a leer el documento en silencio. Al final solo me respondió tres preguntas de un modo vago. Había llegado a un acuerdo de confidencialidad con el señor expresidente. Así lo llamó, como si a continuación fuera a contar un chiste. Fue un encuentro sin gracia. El pulpo lo arrojé en la primera cesta de basura que encontré en la calle.

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