La Amazonía ha muerto, que viva la Amazonía.

Se secó, se fragmentó, se quemó, está tan deteriorada que, pronto —en veinte años, en cincuenta, en cien (cualquier tiempo es pronto)—, ya no habrá shihuahuacos, caobas, palos rosas, canelos de los andaquíes, tapires sudamericanos, guacamayos jacintos, uakarís, titís ornamentados, delfines rosados, algunas de las 10.000 especies en peligro de extinción, algunas de las decenas de miles que desconocemos—las feas, las inútiles, las ignoradas, las inimaginadas, las que desaparecieron sin haber existido para la humanidad—, el 8 % de anfibios del planeta, el 9 % de los mamíferos, el 13 % de los peces, el 14 % de las aves, el 10 % de la fauna, el 22 % de las plantas, el 30 % de la biodiversidad, el 40 % de la selva tropical (todos esos porcentajes groseros que dicen poco: ¿quizás ponerlo en términos del trillado pulmón, de algún otro órgano?, ¿cómo puedo hacer que el lector sienta su verdadero significado: un oxidado puñal segando con placer los intestinos?).

Los periodistas queremos creer que los datos y la información —la REALIDAD— tiene un poder transformador. Que, en el mejor de los casos, una lista, una explicación detallada, una escena, puede hacer que un lector incauto, el que realmente necesitamos, se conmueva, se alarme, se indigne, haga algo, cuando menos vote mejor en las siguientes elecciones. 

Para su consideración, un veloz ejemplo: entre enero y junio de 2024, la Amazonía brasileña vivió los peores incendios forestales de los últimos 20 años. En agosto, satélites detectaron 38.266 incendios, el doble del año pasado y una cantidad que no se registraba desde 2010 (algo similar ocurre en Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia). El número no es lo más importante. Las personas en la Amazonía suelen hacer quemas en la temporada seca para mejorar la calidad del suelo para sus cultivos. El pico de estas ocurre en agosto y septiembre y a menudo se salen de control o se alientan adrede como parte de esquemas de acaparamiento de tierras y proyectos de agricultura. Pero en los últimos años, los incendios no solo se han salido de control debido a las quemas. Según un estudio reciente del Instituto Max Planck, incluso los bosques primarios, antes protegidos por su aislamiento y por la humedad natural de la zona, están ardiendo con mayor intensidad. 

La deforestación ha fragmentado la selva y expuesto los ecosistemas más antiguos y mejor preservados al fuego. Entre 2001 y 2020, deforestamos (la primera persona del plural es esencial) 54,2 millones de hectáreas, el 9 % de la selva amazónica o el equivalente a cerca de cinco veces la superficie de Cuba, cuatro veces Grecia, dos veces Ecuador, algo más que Tailandia o casi toda Francia (escojan su veneno). (Hemos talado un tercio de los bosques del mundo en los últimos 10.000 años: que vivan los bosques). Carreteras, ganadería, agricultura, soya, minería, minería, minería, petróleo, petróleo, gas, petróleo, gas, tierras y otros motores impulsan la deforestación, que expone la selva primaria al fuego. Y allí las llamas crecen cada vez con mayor facilidad

Los bomberos entienden el fuego como un triángulo compuesto por tres factores, como explica el periodista canadiense John Vaillant, en Fire Weather: A True Story from a Hotter World: calor, combustible y oxígeno. Entre mayor sea la temperatura, es más fácil que las moléculas de hidrocarburos de un combustible (madera, hojas muertas, pastos, etc.) y las moléculas de oxígeno en el aire choquen para liberar la energía cuyo resultado visible es el fuego. Se calcula que, entre 1982 y 2015, la temperatura en la Amazonía subió, en promedio, entre 0.2 °C y 0.3 °C por década. Si las emisiones de carbono continúan como van, se espera que para 2100 el incremento supere los 6.5 °C. 

El lado del combustible también ha crecido, como lo demuestra el último año, en el que la Amazonía ha pasado por una sequía sin precedentes. El nivel del río Amazonas ha sido el más bajo que se haya registrado en la historia en múltiples zonas de Brasil. Esta sequía en parte obedece al fenómeno de El Niño, un evento climático asociado al calentamiento del océano Pacífico, que tiene repercusiones en los niveles de lluvia y las temperaturas de América y el Sudeste Asiático y que será cada vez más común debido al calentamiento global, pero la crisis climática es la principal causa de la ausencia de agua, de acuerdo con un estudio. De cualquier manera, la sequía implica una mayor cantidad de alimento para los fuegos.

La Amazonía ha muerto, o cuando menos está cerca de pasar ese punto de no retorno, y no sé —los periodistas no sabemos— cómo lograr que a los demás les importe, pero estoy mamado de verla morir. Hagámoslo más humano, decimos: en la Amazonía viven alrededor de cuarenta y siete millones de seres humanos, como tú, lector. Dos millones pertenecen a casi quinientos pueblos indígenas, los habitantes originarios de América, y sesenta y seis persisten en un terco aislamiento causado por traumas pasados de encuentros (para ir más allá del eufemismo: los esclavizaron, los torturaron y los mataron, por eso huyeron y rehúyen del contacto con los demás seres humanos, como tú, lector). Pero existe el racismo y los demás ismos que a menudo evitan esa empatía. 

Mostrémosles que esta tragedia los afecta, también decimos: de la Amazonía dependen las lluvias de gran parte de Sudamérica. La Amazonía produce su propio viento, de acuerdo con una revolucionaria teoría reciente. Esto quiere decir que, si llega a desaparecer, no solo habría problemas para la producción de alimentos de países como Colombia, Argentina y todos los que están en el medio, sino que cambiarían las corrientes de viento de un segmento importante del planeta y no tenemos idea de las catástrofes que ello pueda traer (ya están cambiando, de hecho, y todo está conectado: ¿recuerdan ese cliché que desafortunadamente es cierto?). Así que si no protegemos la Amazonía, las vidas de sus hijos y de sus nietos serán una mierda. Y además el humo de las quemas también es nocivo para ti, lector. Podrías ser una de las siete millones de personas que anualmente mueren por contaminación de aire. ¿Quizás de ese modo sí funcione? 

En un mundo ideal, gente a la que no le importa el ambientalismo —que lo detesta, de hecho— leería este escrito, o cualquier otro mejor que diga algo similar (o vería una foto o un video, da lo mismo; rara vez somos originales), y cambiaría. En un mundo cuerdo, un político o algún otro tomador de decisiones ya tendría toda esta información y no necesitaría leer este texto o ver una imagen de la cuna seca del río para enfrentarse a intereses poderosos y contribuir de alguna forma a la solución (¿por qué, por ejemplo, continúa una guerra contra el narcotráfico y no inicia una —que viva la guerra— con igual o mayores recursos en contra de la minería ilegal?). En el mundo que tenemos, me alegro si este texto, o alguno similar, llega a doscientas personas y una de ellas lo comenta con otra.

La solución, por supuesto, es llevar a la gente a que conozca el Amazonas, dirán otros (ya no periodistas, que no tenemos dinero para algo así). Quizás si llevamos a los billonarios del planeta, se conmuevan ante la belleza del río y sus ecosistemas, y decidan gastar su fortuna bien habida (¡ja!) protegiendo la selva. (Pero ya algunos donan, y no lo suficiente; la mayoría seguramente prefiera soñar con Marte). Tal vez podamos llevar a los políticos que no conocen la Amazonía a que vean, escuchen y sientan el río, para así conseguir que realmente se preocupen y legislen en favor de su protección. (Como si no pudieran ir si así lo quisieran). Y si llevamos a los petroleros y mineros y… (el chiste se cuenta solo). 

Hace poco, un grupo de periodistas que contamos historias sobre la Amazonía nos preguntábamos por las dificultades para cubrirla efectivamente. Más allá de las quejas por la falta de fondos (hay muy pocos), hablamos de diferentes ángulos, fenómenos que aún faltan por narrar y algo de lo que se encuentra en esta columna. Se mencionó, como siempre, el periodismo de soluciones y esa necesidad de mostrar que no todo está perdido, que el periodismo puede hacer más que señalar los problemas. Y tiene sentido: hay estudios que demuestran que lo que hemos hecho hasta este punto sirve para poco. Pero el optimismo también puede ser tóxico y hay días, como este, en que no puedo ver ese lado del mundo. 

Hoy solo quiero compartir esta frustración y pedir ayuda. Quiero que sintamos (la primera persona del plural es esencial, como decía antes) ese puñal oxidado que se retuerce en nuestras entrañas, como un metal ardiente, y extendamos nuestras manos hasta sentir otras pieles.

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