Desde la ventana de su cuarto, acostada en su cama, Candelaria veía yubartas girando en el aire, arremolinándose como si fueran de goma y no pesaran lo que una ballena. Debe ser enorme la alegría de una ballena para empujarla así fuera del agua y hacer que cante. Porque las yubartas cantan, volvió a leer Candelaria en un periódico que barrió del suelo. Una vez barrió un billete de diez mil pesos que resultó falso y así mismo me dijo que lo echó en la basura, que es adonde deben ir las desilusiones de la vida, las rabias, las frustraciones, los enojos, las envidias, esas cosas. El odio no es reciclable, me dijo ella con su autoridad de basurera experta y se acomodó el sombrero de tela que la obligaban a ponerse para que el sol no le hiciera daño, a ella, negra y recia, y con una risa estruendosa que se oía desde lejos, como el latigazo de una yubarta sobre el agua. Aunque no tanto en esos días. Uno de sus nietos estaba hospitalizado, me contó, enfermo de algo que lo hacía convulsionar. Candelaria había cumplido cuarenta y ocho años y nadie diría que era abuela de tres niños: Brayan Kevin, de cinco años; Lady Maryori, de cuatro, y Nico Ádamo, de tres, al que iba a ver al hospital después de que terminaba sus turnos de barrido en el centro de Medellín. La hija de una vecina que era enfermera la dejaba entrar a verlo. Ninguno de ellos conocía el mar, me dijo Candelaria mientras barría y confirmaba la frustración que eso le imponía negando con la cabeza una y otra vez. Su recuerdo más feliz de la infancia era el de su papá tras las faenas de pesca. Siempre llegaba a la casa silbando, a veces con cangrejos anaranjados del tamaño de platos. Él los ponía a cocinar en agua con sal y nada más. Oyéndola me pregunté, ¿qué hace tan feliz a un recuerdo feliz? Lo que amamos de un recuerdo no es todo el recuerdo, me parece. Suele ser una porción precisa de él, una parte diminuta, como la pieza esencial de un mecanismo enorme y complejo. Eso creo. ¿En su recuerdo, ese detalle era el color reluciente del cangrejo, el sabor de su carne blanca, los chasquidos dichosos de ella y de su papá? Cuando se lo pregunté a Candelaria se detuvo y pensó una respuesta apoyada en el cabo de la escoba, entonces algo en sus ojos se iluminó, parecía que algo me iba a decir, una única palabra que era suficiente para espabilar el recuerdo y hacerlo aletear vivo, pero entonces pasó el tranvía sobre Ayacucho y el ruido de la campana con que espantan a los peatones distraídos enmudeció su respuesta. Lo que más amamos de lo que más amamos es siempre algo puntual y pequeño. Cabe, diga usted, en el cuenco de la mano, en la yema de un dedo. Lo demás suele ser armazón, entramado, envoltura, de las que barre Candelaria, con la que no hablo desde ese día. Su respuesta está pendiente. La buscaré la próxima vez que pase por el centro de Medellín.

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