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Mario Vargas Llosa, en el gran teatro del mundo

Publicado en Crítica, Edición 83
portada mario vargas llosa en el gran teatro del mundo
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A raíz de la muerte del nobel peruano, recordamos una de sus facetas menos conocidas: la de amante de la tablas, dramaturgo y actor. 

El médico me ha prohibido la escritura hasta nueva orden, por razones de salud. Pero ¿cómo no llevarles la contraria a mis doctores, si ha muerto Mario Vargas Llosa? Para mí, es casi un triunfo generacional, pues admiro todos los libros del escritor peruano y lo leo desde mi más discreta adolescencia. Creo que su obra es un tanto sobrenatural, desde sus inicios, desde sus relatos de Los jefes, pasando por la prodigiosa La ciudad y los perros que, de alguna manera, representó para los jóvenes lectores de Latinoamérica lo que los Beatles para los músicos del mundo: no se necesita ser viejo para producir obras maestras. En los años setenta, leímos con fervor La casa verde, hoy injustamente olvidada y, de nuevo, la juventud volvió a ser protagonista en Los cachorros. Poco tiempo después, saldría Conversación en La Catedral, que a todo el mundo le ha dado por decir que es su mejor libro. Es posible. Pero creo que es difícil establecer jerarquías entre las publicaciones del nobel. En el año 74, publicó su primera novela en la que hay espacio para el humor: Pantaleón y las visitadoras. En ese año lo conocí. Vargas Llosa estuvo en Cali en un encuentro de Narrativa Hispanoamericana organizado por Gustavo Álvarez Gardeazábal. Desde aquella época, Vargas Llosa ya era una vedete literaria y todos nos admirábamos con su inteligente belleza y su presencia de dandi impecable que nunca se equivocaba cuando hablaba.

Los años siguieron, la izquierda decidió odiar a Vargas Llosa pero, en mi caso, yo ya tenía inoculado el veneno fascinante de sus textos y seguí comprando, uno tras otro, sus libros. Creo que es de los pocos autores de los que tengo todos sus títulos en mi biblioteca. Tras Pantaleón… (de la que se hicieron dos versiones cinematográficas, la primera de ellas codirigida por el novelista) vino su divertimento La tía Julia y el escribidor y, unos años después, otra catedral: La guerra del fin del mundo, que nadie entiende cómo pudo escribirla, tratándose de un fresco tan detallado sobre la historia de Brasil. Después vino su período que menos me entusiasma, donde están libros como Historia de Mayta, ¿Quién le teme a Palomino Molero?, El hablador y su primera novela erótica, Elogio de la madrastra. Pero todos ellos, no se puede negar, son textos que cualquier escritor en ciernes hubiese querido escribir. Años después, ganaría el Premio Planeta con la olvidada Lituma en los Andes (con la que vuelve a encantarme) hasta llegar a la última etapa de su producción, donde no se acaban las obras maestras: Los cuadernos de don Rigoberto (continuación del Elogio de la madrastra), La fiesta del Chivo (de la cual parece que García Márquez dijo: «No le pueden hacer a uno esto», refiriéndose a que Vargas Llosa había escrito una novela genial, ad portas de los setenta años, superando con creces lo que había hecho hasta el momento), El paraíso en la otra esquina (Gauguin y Flora Tristán a la carta), la exquisita Travesuras de la niña mala luego El sueño del celta. En fin.

No hablo aquí de sus libros de ensayos, porque ya no hay tiempo ni para escribir telegramas. Pero El pez en el agua, para no ir más lejos, o La verdad de las mentiras, sobre todo, son textos que me llevaría gustoso a la isla desierta. Como sus compilaciones de artículos, sus ensayos políticos, sus escritos sobre arte.

Pero de lo que menos se habla, refiriéndose a la obra de Mario Vargas Llosa, es de su vida teatral. Quisiera detenerme un instante en su producción dramática, porque tiene también su secreto encanto. Empezando porque, según cuenta la leyenda, lo primero que escribió el niño Marito Vargas fue una obra para las tablas titulada La huida del inca, que dirigió su propio autor y presentaría, una sola vez, en la Lima de los primeros años cincuenta. Mucho tiempo después, cuando Vargas Llosa ya era Vargas Llosa, en 1981, nos sorprendería a todos con su drama La señorita de Tacna, que se representaría con mucho éxito en escenarios americanos y europeos. Dos años más tarde, vería la luz Kathie y el hipopótamo, verdadero prodigio de homenaje a la imaginación creadora. Años después nos sorprendería con la muy peruana El loco de los balcones y el fresco se complementaría con una obra sobre el esnobismo y el sexo titulada Ojos bonitos, cuadros feos. Pero, sin lugar a dudas, la que tuvo mayor reconocimiento universal fue La Chunga, de 1986, que alguna vez comenzaría a montarse en el Teatro Nacional de Colombia y, por desgracia, nunca vio la luz.

Vargas Llosa estuvo en Colombia (ya lo había hecho para el lanzamiento de La fiesta del Chivo en el Teatro Colón, donde me estampilló un autógrafo) en una extraña promoción para su melodrama Al pie del Támesis, idea que, al parecer, le vino del desaparecido Guillermo Cabrera Infante. Pero quizás lo que más nos sorprende de Vargas Llosa es su faceta como actor. Ya lo había hecho en el cine (recuerdo su discreto «cameo» en su versión de Pantaleón y las visitadoras). Pero en los últimos años los escenarios de América y Europa se desconcertaron con la presencia del mismísimo Vargas Llosa actuando para el teatro, en vivo y en directo, en sus versiones, primero, de La verdad de las mentiras. Luego de Odiseo y Penélope, teatralización de La Odisea, apoyado en la actriz española Aitana Sánchez-Gijón. Más adelante estuvo en las tablas representando episodios de Las mil noches y una noches y, para completar, en su versión del Decamerón titulada Los cuentos de la peste.


Ver a Vargas Llosa sobre la escena consolida su imagen de haber querido ser siempre un personaje. Porque, evidentemente, quien está sobre el escenario no es un actor cualquiera: es el escritor Mario Vargas Llosa que parece «sacarse el clavo» de su primer drama infantil y que echa a realizar sus primeros sueños, en la inocultable sabiduría de sus largos años de vida. No estaba muy equivocado el eterno adolescente Andrés Caicedo, quien le dedicase su libro El atravesado a «Marito Vargas Llosa» y que se hubiese empeñado en una frustrada adaptación de La ciudad y los perros para el teatro (dicha adaptación está publicada en el libro con todas las obras para la escena que escribió Caicedo, bajo el título de Los héroes al principio). Porque el nobel peruano ha sido, no solo uno de nuestros más grandes escritores, sino un enamorado de las tablas, no solo como dramaturgo, sino también como actor. Ahora que Marito ha pasado a la eternidad, bien vale la pena que regresen sus dramas al gran teatro del mundo.

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