Sin remedio cumple cuarenta años. Llegó a las librerías del país por primera vez en 1984, como parte de la Biblioteca de Literatura Colombiana, un proyecto de la editorial Oveja Negra. Su autor, Antonio Caballero (1945-2021), confesó en alguna entrevista que en un comienzo iba a ser un cuento largo, pero la historia se le «salió de las manos» y terminó siendo una novela de quinientas páginas. En su centro se encuentra Ignacio Escobar, un poeta frustrado, pequeñoburgués y desconfiado de las causas, un hombre que se resiste a actuar y con quien recorremos la Bogotá de los años setenta: un remolino de apartamentos fríos y marchas políticas, cerros y burdeles, lluvias torrenciales, fiestas burguesas, haciendas sabaneras, bares con avisos de neón, poetas, militantes y militares.
Sin remedio ha sido descrita como la gran novela bogotana, como un fresco urbano que parodia la sociedad capitalina de la época. También hay quienes ven en ella un relato que versa sobre el fracaso, la nostalgia o el proceso creativo. El mismo Caballero decía que uno de los elementos centrales de la novela era la incomprensión y que en su escritura había seguido el trazo de las novelas europeas de la preguerra, en especial el de El hombre sin atributos, de Robert Musil.
Para celebrar su cumpleaños, invitamos a un grupo de lectores a que nos ayudaran a soplar las cuarenta velas de Sin remedio, recordando el impacto que tuvo la lectura en sus vidas.
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«Esa Bogotá me parecía una pesadilla dentro de una pesadilla»
Leí Sin remedio en mayo de 2020, un mes después de que comenzara el aislamiento obligatorio en Bogotá por cuenta de la pandemia del covid. Lo leí en una edición digital, porque las librerías estaban cerradas y no había posibilidad de pedir domicilios. Compartí mi lectura con un grupo de amigos en un club de lectura que se resistió a desfallecer a pesar de la virtualidad. Sus quinientas páginas, que leí encerrado en un apartaestudio de unos quince metros cuadrados, me recordaron una Bogotá despreciable y hostil que parecía una pesadilla dentro de otra pesadilla, la del confinamiento. Pero el tiempo me ha hecho cogerle cariño a Sin remedio, que hoy veo como la inmortalización de una ciudad que crece sin control, perdida en su propio caos, con esporádicos destellos de belleza y sol.
Francisco Giraldo, periodista y gestor de proyectos
«El de Sin remedio es un mundo bogotanísimo, universalísimo, extrañísimo»
Sin remedio es, como las novelas que me parecen más relevantes, como las novelas que me siguen gustando hasta hoy, una magnífica parodia: un mural harto y risueño de la decadencia de una Bogotá que sí tuvo —aunque uno no lo crea— un esplendor, pero también un ejemplo irrepetible de lo que puede pasar cuando un artista está en control de su propio arte. Nunca he leído un texto de Antonio Caballero en el que no sea evidente su maestría: su dominio, de malabarista, del lenguaje escrito. Sin remedio, por ejemplo, es un relato logrado palabra por palabra, coma por coma. Y más que pintar esta ciudad que da tanta rabia y tanto amor, demuestra que su talento sucede en una realidad alternativa: justamente, en ese mundo bogotanísimo, universalísimo, extrañísimo, el de Sin remedio, que es el mundo en el que él creció. No tengo tiempo ni espacio para probarlo del todo, pero estoy diciendo que su estilo, menos irónico de lo que parece, es la nostalgia que resulta devastadora: la nostalgia ante las ruinas.
Ricardo Silva Romero, escritor y periodista
«Gracias, Ignacio y Antonio, estuvieron cuando todo vibraba y era emocionante»
Antonio Caballero e Ignacio Escobar —cada cual a su manera— hicieron parte fundamental de la educación literaria y sentimental que viví, acompañado por muchos que aún siguen siendo mis amigos, cuando llegué a Bogotá, la ciudad de mi vida, a comienzos de 1997. Un aprendizaje que en su extraña composición sumó caminatas kilométricas, noches de salsa, idilios fracasados, borracheras impresentables, paquetes y paquetes de cigarrillos con café que, junto a conversaciones inagotables y luego inaguantables, se empalmaban con las aventuras y desventuras de Escobar, con sus derivas mentales, sentimentales y físicas, con su geografía y paisaje.
De esa forma errática se fueron construyendo una serie de certezas, bastante vagas, por cierto, que nos hicieron pensar que éramos parte de una historia, no solo literaria —capaz de darnos la licencia de creer que nuestras vidas comunes y corrientes, en verdad, eran extraordinarias—, sino que en esas correspondencias nos hacíamos un lugar en el mundo de verdad verdad: de Colombia, de nuestro tiempo, de ese mundo que Caballero describió con tanta precisión y sarcasmo. Claro, ingenuo, pero bonito.
Y más ingenuo aún pensar que eso era eterno, que el paso del tiempo no afecta esas quimeras, que todo permanece y que nuestra mirada sigue igual, que nuestra agudeza, si alguna vez la hubo, está intacta. Craso error. Las páginas siguen tal cual, sin importar la edición que se tenga en la biblioteca, pero Bogotá es otra y nosotros ya no somos lo que fuimos. Caminar hoy por hoy la 13 o la Séptima es un ejercicio de extrañamiento permanente, pocas cosas quedan donde estaban; ir a bailar salsa es una excentricidad de persona mayor; cada vez duele más fumar y los pielrrojas se producen en México… Y así, muchas cosas.
Por eso, gracias, Ignacio y Antonio. Estuvieron ahí cuando todo vibraba y era emocionante, un descubrimiento permanente calle a calle, persona a persona, y hoy siguen presentes cuando con alegría uno puede ver que los años pasaron, que no se puede hacer nada al respecto, y que eso causa un extraño regocijo.
Valentín Ortiz, gestor cultural
«Sin remedio fue nuestra Rayuela»
Hablábamos de Escobar como si fuera uno de los amigos que andaban entre «La Teja» y «El Goce», y que se creían poetas malditos sobre todo después de medianoche y de un cóctel de hierba y trago mezclado con Cortázar y Rimbaud. Sin remedio fue nuestra Rayuela y Bogotá, que era tan fea y tan mala musa para inspirar a los «escritores latinoamericanos», fue nuestro barrio bohemio. En esos tiempos ochenteros, cuando el mandato era seguir escribiendo grandes obras-real-maravillosas para ser dignos del boom, el libro se atrevía a dejar de ser una novela total: se distanciaba (se burlaba) de la épica grandilocuente y ponía el foco en un pedazo de ciudad anodina y patética, como sus personajes, y como tantas ciudades que entonces ya estaban más cerca de la denominada «identidad latinoamericana» que cualquier lugar de exportación.
Leer a Caballero en aquel tiempo era encontrar esa mueca y esa ironía —y también esa tragedia— que no encontrábamos aún en la literatura colombiana: ese no saber, y no creer tampoco, en la escritura como un trabajo excepcional sino como una constatación de lo difícil que es sentir que todo ha sido dicho ya.
Yolanda Reyes, escritora y periodista
«Para David, que dice que lleva años guardando el libro (a ver si se lo lee)»
El ejemplar de Sin remedio que tengo, el único que he tenido y en el que leí la novela por primera vez, comprado en la librería Merlín de Célico Gómez en algún momento en la primera mitad de la década del 2000 (Editorial Oveja Negra, Biblioteca de Literatura Colombiana, Antonio Caballero, 1984), es uno de los pocos libros, uno de los pocos objetos, para ser más precisos, que me produce el manoseado efecto de la magdalena de Proust; pues, como lo saben los pocos amigos que a esta edad me van quedando, tengo una memoria terrible, y casi todo lo que me ha pasado en la vida lo he olvidado o me lo contó alguien; a veces alguién que creo estar recién conociendo y resulta que no.
A finales de 2005, una organización llamada Rednel (Asociación Red Nacional de Estudiantes de Literatura), hizo una convocatoria para que algunos estudiantes de literatura pudieran ir a Cartagena, en enero de 2006, a ejercer democráticamente el esnobismo literario al lado de todos los bogotanos austrohúngaros de Rosales y El Chicó que se trasladan allí desde la Navidad hasta el término del Hay Festival. Una de las ocupaciones principales de algunos de los estudiantes durante los días del festival, este servidor incluido, fue buscar a nuestros ídolos literarios. Atendiendo ese propósito, llevé mi ejemplar de Sin remedio entre las poquísimas pertenencias de mi equipaje de mano.
No sé si quien lea estas líneas haya tenido la oportunidad de cruzarse con Antonio Caballero. Si es el caso, supongo que coincidirá con la impresión que tuve yo al dirigirme a él cuando por fin tuve la oportunidad, a la salida del Teatro Heredia o del hotel Santa Clara —sinceramente no me acuerdo—: la expresión antipática en su rostro, magnificada por su buena estatura, lo hacía sentir a uno, en un primer momento, como si estuviera cometiendo una indiscreción por el solo hecho de existir. Sin embargo, si uno tenía el tiempo suficiente, se daba cuenta de que él estaba más incómodo que uno: con la situación, con el festival, con Cartagena, con el esnobismo y con los estudiantes ignorantes e ingenuos que lo correteabamos para que nos diera un autógrafo.
Años después, fui el librero de una librería que quedaba en los locales que daban a la carrera 11, entre las calle 85 y 86 en el conjunto residencial La Cabrera —austrohúngaro por excelencia— en donde Caballero vivía, y pude constatar que no eran las especificidades del Hay Festival del año 2006 las que motivaban su actitud, sino que era su forma de ser permanente —o por lo menos por fuera de su casa, a la que nunca entré— , incluso en la tranquilidad de la librería y sin mucha gente alrededor.
Esa primera vez que me lo encontré, le pedí a Caballero que me firmara el ejemplar de marras que cargaba desde hacía unos días con la ilusión ingenua, de la que ya no soy capaz, de conseguir la firma del autor; ese ejemplar que había leído completamente entregado a las anécdotas disparatadas y a la flema subversiva de Escobar y sin entender del todo sus sentimientos, pues por esa época el personaje de la novela aún era mayor que yo, que estaba en mis veinte.
La dedicatoria que me puso en el libro dice «Para David, que dice que lleva años guardando el libro (a ver si se lo lee)».
David Roa, editor y productor de audiolibros
«Caballero nos dejó Sin remedio para instalarse en la eternidad»
Conocí a Antonio Caballero antes que a Sin remedio. Lo ubicaba como caricaturista, como periodista político y como hermano de mi amiga Beatriz Caballero. Cuando salió Sin remedio, número diez de la colección de cien autores colombianos de la Editorial Oveja Negra (la misma en la que publicamos los Destinitos fatales, la primera compilación de textos inéditos de Andrés Caicedo), me volví rabioso fanático de aquello que consideré una novela maestra. Si me ponen a escoger los tres libros esenciales de finales del siglo XX en mi país, no dudo en escoger ¡Que viva la música!, El río del tiempo, de Fernando Vallejo, y la gesta del poeta Escobar en Sin remedio. Vi muchas veces a Antonio en la casa de Beatriz, pero nunca me atreví a hablarle de su novela perfecta. Antonio no era tímido: era antipático por naturaleza. Quizás por ello también me encantaba. «Cicerón», lo llamaba Carlos Mayolo. Aunque de sus libros prefiero Paisaje con figuras por razones personales, Sin remedio sigue pareciéndome fascinante, ejemplo de una narrativa que ya no volverá. Alguna vez le pregunté a Luis Caballero si su hermano Antonio iba a publicar alguna otra novela. «No puede», me dijo con su perverso humor. «La que tenía escrita se la quemó una novia». No importa. Así como Rulfo solo publicó una novela para ser un genio, Antonio Caballero nos dejó Sin remedio para instalarse en la eternidad.
Sandro Romero Rey, escritor y director de teatro
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