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En Colombia, hay muertos que deben probar de qué murieron

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Pacho Escobar

Cosa juzgada | 12 de julio de 2025

Benjamín Llanos murió en 2011 tras pisar una mina mientras erradicaba cultivos ilícitos en Tumaco. Catorce años después, la Corte Constitucional reconoció que no fue un accidente, sino el resultado de una política estatal que olvidó protegerlo.

La mina le estalló las piernas. Piel, músculo, tendones y huesos volaron por los aires. Olía a carne quemada. Sus compañeros trataron de socorrerlo, pero Benjamín Llanos Gasca no alcanzó a llegar con vida al hospital más cercano. Murió en la vereda San José del Guayabo, en el municipio de Tumaco. 

Aquel martes 13 de septiembre de 2011, Benjamín llegó escoltado hasta su lugar de trabajo. No era policía ni soldado, pero debía estar acompañado por la fuerza pública. Su tarea era arrancar con las manos las matas que el Estado consideraba malditas. Benjamín había sido contratado por una empresa de servicios temporales para erradicar cultivos de hoja de coca. Pedazos de su cuerpo quedaron pegados y calcinados en la tierra, según testigos.

Y aun así, doce años después, un tribunal dijo que no había pruebas suficientes de que el Estado tuviera la culpa. Como si a los muertos se les pudiera exigir una declaración jurada. Como si la mina no hubiese hablado por sí sola. Como si una pierna amputada no alcanzara a demostrar el peligro.

Benjamín tenía dos hijos y vivía con Yeni, su compañera. Aquella mañana que salió a trabajar, también lo despidieron su madre y sus hermanos. Todos vieron cómo se fue al monte y nunca regresó. Lo que no sabían era que, tras el entierro, los perseguiría otra guerra: la judicial.

Un año y 364 días después de su muerte, su familia presentó una demanda de reparación directa. Querían que se reconociera que Benjamín no murió por mala suerte ni por imprudente. Murió por una política de erradicación armada, en un territorio sembrado de explosivos, bajo el resguardo de una institucionalidad que prometía protegerlo.

Pero el Estado respondió con silencio y desconfianza. En lugar de asumir la responsabilidad, se defendió como si el culpable hubiera sido Benjamín. En los alegatos dijeron que él sabía a lo que iba, que había firmado contratos, que había recibido capacitaciones, que el explosivo lo puso un grupo armado, que ya los habían indemnizado con cien millones de pesos, que no se podía saber con certeza dónde ocurrió el estallido y que, quizás, la detonación no fue en el área exacta de erradicación.

Ninguna de esas afirmaciones borraba lo ocurrido: Benjamín había muerto cumpliendo una tarea oficial en una zona de guerra.

Durante el juicio, se pudo concluir que este campesino ganaba poco más de un salario mínimo, que no era un experto en explosivos y que en el contrato no había ninguna cláusula que dijera: «Acepto morir por una mina explosiva».

Pero los jueces no escucharon. El Tribunal Administrativo de Nariño falló en su contra. Dijo que no había certeza, que la responsabilidad era difusa, que los civiles contratados para erradicar eran conscientes del riesgo y lo aceptaban.

Durante años, el expediente se movió de juzgado en juzgado. Las pruebas fueron revisadas una y otra vez, los abogados buscaron detalles que sirvieran para no condenar a nadie. Uno de los jueces dijo que la fuerza pública no podía garantizar que no hubiera minas, que era un conflicto «de alta intensidad». Otro escribió que Empleamos S.A. —la empresa que contrató a Benjamín— ya había indemnizado a la familia.

Lo que no dijeron era lo más evidente: el Estado puso civiles en la guerra y luego los dejó solos con sus muertos.

En 2025, la Corte Constitucional decidió revisar el caso. La magistrada ponente, Diana Fajardo Rivera, fue clara en la sentencia T-168/25: el Tribunal Administrativo de Nariño se equivocó. No valoró bien las pruebas, no entendió el contexto del conflicto, no siguió el precedente judicial. Y, sobre todo, le pidió demasiado a una familia que ya lo había perdido todo.

La Corte revocó la sentencia del Tribunal y ordenó dictar una nueva. Sostuvo que Benjamín no era un soldado, ni se enlistó para arriesgar la vida en campos minados. La política estatal de erradicación manual, concluyó, había expuesto a los civiles a un riesgo desproporcionado. Y aunque Empleamos S.A. ofreció una indemnización, ello no liberaba al Estado de su deber de reparar a la familia.

El subtexto que se puede leer tras la decisión de la Corte es profundo: en Colombia hay muertos que deben probar de qué murieron. Hay minas antipersona que parecen más creíbles que las viudas. Hay jueces que exigen planos, coordenadas, declaraciones notariales del último suspiro. 

Según la Comisión de la Verdad, entre 1990 y 2022 se identificaron 4.884 víctimas civiles por minas antipersona y municiones sin explotar en Colombia; de ellas, 887 murieron y 3.997 resultaron heridas.

Benjamín Llanos Gasca falleció hace catorce años. Solo ahora, tímidamente, se empieza a hablar de reparación. Pero su caso no es solo suyo. Es el de cientos de ciudadanos que, como él, entran al monte sin saber si regresarán. Es el de las familias que se vuelven abogados aficionados para poder enterrar a sus muertos con justicia. Es el de un país que erradica cultivos, pero también derechos.

Foto de Pacho Escobar

Pacho Escobar

Periodista. Comunicador social de la Universidad del Cauca. Realizó un posgrado en Periodismo en la Universidad de los Andes. Estuvo en los primeros dos años de la revista digital Kien&Ke. En enero de 2013 inició, junto a María Elvira Bonilla y León Valencia, la puesta en marcha del medio digital Las2Orillas. En 2016 estuvo con Pirry en RCN. En 2017 pasó a ser el editor digital de W Radio. Al lado de Juan Pablo Barrientos, en enero de 2020, participó en la creación del portal Vorágine. Es coautor del libro Relato de un milagro. Los cuatro niños que volvieron del Amazonas (El Peregrino Ediciones, 2023). Cofundador de CasaMacondo. E-mail: pacho.escobar@casamacondo.co

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Publicado en Cosa juzgada

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