Luis Enrique Díaz llenaba un recipiente en una quebraba cuando el hipopótamo emergió frente a su rostro. El animal, rabioso al sentir invadidas las aguas que consideraba suyas, apretó con sus fauces al hombre y lo zarandeó como un muñeco por los aires. Del campesino apenas sobresalía la cabeza y las piernas, el resto del cuerpo se encontraba en medio de esa gran trituradora con colmillos de medio metro de largo.
—Sentí como cuando cogen un huevo y lo apachurran. Escuché el crujir de mis huesos.
Otro campesino que lo acompañaba, luego de salir del estupor ante el espectáculo mortal, pegó alaridos de auxilio y lanzó piedras al animal. Luis Enrique quedó tendido en el suelo con el cuerpo deformado por los huesos rotos. Su corazón seguía bombeando sangre mientras un pulmón amenazaba con quitarle el aire.
Permaneció veinte días en el limbo de la inconsciencia. Los médicos del hospital en Rionegro, a más de ciento treinta kilómetros del lugar del accidente, lo remendaron: con cuarenta y tres tornillos le reconstruyeron el costillar, el esternón y la espalda, y en una pierna le pusieron placas de platino y una varilla.
Al despertar, entró en otra pesadilla. En cada sueño se veía devorado por el animal y volvía a escuchar el «crac» de sus huesos. Aunque se dice que en los sueños no se siente el dolor, él asegura que era quizá más real que en sus recuerdos. Durante un mes el trauma con el hipopótamo se colaba todas las noches en su subconsciente, y aún se aparece de vez en cuando.
Su cuerpo está surcado por largas cicatrices y, por debajo de su piel, el metal presiona sus nervios en las noches de luna llena. En el día, se queja cuando se sienta, cuando camina, cuando se acuesta. Vivir es una perpetua dolencia.
Desde el encuentro con el hipopótamo no puede trabajar. Durante cuarenta y cuatro años laboró en el campo. Hoy, con su cuerpo maltrecho, está condenado al desempleo. Por generosidad de sus antiguos patrones, recibe un sueldo mínimo, algo de suerte en medio de las desgracias.
El ataque a Díaz fue visto como una noticia excepcional y tal vez irrepetible. En los bares, restaurantes, tiendas y hasta en el terminal de Doradal, corregimiento cercano al lugar del accidente, se encuentran esculturas de hipopótamos en su pose más inofensiva. En aquel pueblo, la mayoría de los habitantes ven a los hipopótamos como un superlativo de la ternura con sus caras que parecen sonreír. En la plaza central, debajo de las letras que dicen «Yo amo a Doradal» se encuentra media docena de hipopótamos en cemento. Es el animal emblemático del pueblo. Una especie foránea convertida en insignia y en la atracción principal.
Mientras en Doradal se celebra su presencia, en las comunidades ribereñas del Magdalena y Río Claro, genera terror. La mayoría de pescadores salen en sus barcas en las noches, extienden la atarraya, y con una linterna están pendientes de las aguas, no vaya a saltarles encima un hipopótamo. Álvaro Molina un veterano pescador de unos sesenta años, recuerda que, en una de sus jornadas, un hipopótamo golpeó su canoa, no por descuido, sino por ataque, y el pescador, con el canalete como única arma, le dio en la cabeza hasta que se le rompió la herramienta.
Carlos Mario Sabogal, también ribereño y pescador, dice que los hipopótamos dañan anzuelos, rompen las redes y voltean canoas. Él asegura que, si la invasión continúa, en una década no podrá lanzar su red por miedo o porque los peces abandonen esas aguas. Otro pescador, Flover Molina, es más contundente: «Si el Estado no encuentra soluciones prontas, nos va a tocar a nosotros». Según un reportaje publicado por National Geographic, la posibilidad de morir durante un encuentro con hipopótamos es de un 86 %, la más alta del reino animal. Los hipopótamos son la especie que más muertes ocasionan en África, entre 500 y 3.000 personas cada año, de acuerdo con el mismo reportaje.
Brigitte Baptiste, bióloga y exdirectora del Instituto Humboldt, mencionó en una entrevista al diario El Tiempo: «La invasión de hipopótamos es una amenaza para toda la fauna silvestre del Magdalena Medio».
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Un año después del ataque a Luis Enrique Díaz ocurrió otro. El día de Halloween de 2021, John Aristides Saldarriaga, apodado por sus amigos como «Chispún», pescaba con dos compañeros en un lago cercano a Doradal donde habitan más de dos decenas de hipopótamos. Mientras esperaban que algún pez picara, un hipopótamo saltó como resorte desde la profundidad del agua. John Aristides, que estaba en la orilla, lanzó la caña al pasto y luego intentó correr por una colina de pastizales altos y suelo arcilloso en donde se hunden los zapatos. Tras avanzar unos metros, volteó el rostro con la fe de que su perseguidor se hubiera arrepentido por los rayos de sol de mediodía que hiere su piel, o por un anticipado cansancio de andar tras una presa insignificante. Pero el animal no se rindió. Furioso, el hipopótamo subió por la colina. El pescador dio un traspié y cayó con la cara mirando el cielo. Pronto esa imagen se transformó en la jeta abierta del animal que amenazaba con morderlo. La víctima cerró los ojos y se cubrió la cabeza con el brazo. Las fauces del animal se cerraron sobre su brazo derecho, rasgando su piel, y luego se sintió levantado y lanzado por los aires.
—Cuando aterricé en el pasto, yo pensé que ya no tenía el brazo, que me lo había arrancado y pegué un grito como nunca lo había hecho.
El furibundo animal, ah, al ver que su presa aún se movía, lo agarró del morral que le colgaba en la espalda y, al igual que a Luis Enrique Díaz, lo zarandeó como un muñeco hasta que el tirante del morral se rompió. Cayó otros metros más abajo y ya no fue capaz de moverse ni levantar el rostro para no ver la muerte de frente. Como se demoraba en llegar, dio un vistazo y ambas miradas se encontraron, la una rabiosa, la otra temerosa, y ninguno se movió por unos segundos.
—Ese animal me miró como quien dice: «ábrase» —cuenta John Aristides.
No quería matarlo. Si el animal tuviera esa intención, no solo le rompe el brazo, le tritura el cuerpo y los órganos. La fuerza de su mordida es la cuarta más fuerte del mundo. Ni los leones, con su fama de trituradores, alcanzan una presión mandibular igual a la del hipopótamo. Es extraño que un animal vegetariano logre semejante fuerza. Sus fauces, más que un instrumento para comer, son armas mortales con las que pelean con sus congéneres o con quienes invaden sus dominios.
Los dos amigos de pesca de Chispún no se veían por ningún lado, confesaron que, aterrorizados, observaron toda la faena desde un escondite. Apenas el hipopótamo se fue, recogieron a su amigo y lo llevaron en moto al centro de salud de Puerto Triunfo.
Durante el trayecto, John Aristides planeó negar las circunstancias del accidente por temor a ser juzgado como un imprudente. Cuando le preguntaron, dijo que se había caído de la moto en plena autopista. La médica, al ver que una moto no deja heridas tan profundas o rastros de saliva y pasto, lo obligó a confesar y, de inmediato, fue trasladado al hospital de Rionegro, el mismo donde atendieron a Luis Enrique Díaz.
Aunque la mordida de un hipopótamo es grave, la peor parte es la infección. Por la cantidad de sedimentos y bacterias que aloja en su boca, cualquier herida o roce con un colmillo causa una gangrena. Durante mes y medio, el herido estuvo en el hospital tratado con antibióticos, y cada dos días le abrían la parte afectada, escarbaban, retiraban pus, lavaban, limpiaban, secaban y volvían a coser.
El rumor del vecino herido se propagó por el pueblo y los habitantes juraban que llegaría manco. Para sorpresa de todos llegó completo, con algunas cicatrices y convertido en un showman por su odisea. Periodistas nacionales y extranjeros les pagaban a los niños para que lo buscaran y él, feliz, relataba su historia de supervivencia. A diferencia de su colega en la desgracia, a Chispún le gusta la fama. A su casa han llegado hasta quince personas como si su historia hiciera parte de un circuito turístico, y él solo pide algo de tomar para, como dice, mojar la palabra. A pesar del ataque, no quiere que se lleven los hipopótamos a otro país o a una tumba en medio de la naturaleza. Aunque la muerte aceche, son un símbolo del pueblo que atrae turistas.
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