Este reportaje hace parte del especial «Defensoras en Riesgo», de Mongabay, en alianza con medios de comunicación colombianos, entre ellos, CasaMacondo.
Waira Jacanamijoy porta el traje típico de la cultura inga, y esta vestidura simboliza el planeta. Usa una falda llamada pacha y un tupulli o blusa sin mangas; las dos prendas tan negras como la tierra fértil. En la cintura tiene amarrado el chumbe, un grueso cinturón elaborado por tejedoras que continúan con la técnica ancestral. El tejido del chumbe es el tiempo condensado, lo que fue y lo que es. Y en el cuello, una decena de abalorios amarillos, azules, rojos y verdes, colores brillantes como la selva, el cielo y las flores. Ella es un mundo simple y natural en medio de otro mundo más complejo, hostil y sangriento, de hombres armados que se dan plomo en las montañas, amenazan líderes y desaparecen gente.
A sus cincuenta y cinco años, confiesa que no sabe cómo sigue viva. Aunque la naturaleza da pistas sobre el peligro, con el canto de las aves o el susurro del viento, el mensaje no siempre es claro. Es el celular el que le ha anunciado, de manera contundente, la desgracia:
«Pilas que la están esperando en la vía de Florencia a Yurayaco para matarla».
«Procure no salir porque hay hombres armados preguntando por usted».
«Esta noche no duerma en su casa, allí la están esperando para callarla».
Ha recibido amenazas de grupos armados de derecha y de izquierda, de narcotraficantes que desean pintar las montañas con el verde neón de la coca y de aquellos que ven en los indígenas un freno para lo que consideran «el desarrollo».
La comunidad Inga se halla en medio de una guerra de grupos armados que se transforman todo el tiempo. En Yurayaco, ubicado en el extremo de la Bota Caucana, entre los departamentos Caquetá y Putumayo, al sur de Colombia, ya no se sabe si esos grupos son guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, la unión de todos o grupos nuevos. Desde la firma del acuerdo de paz, en 2016, los territorios, antes dominados por la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), entraron en un vacío de poder que pronto fue ocupado por nuevas bandas criminales.

Yurayaco es un caserío en medio de la selva, es la entrada al pulmón del mundo donde la humanidad y la naturaleza son un mismo ser. Tierra de historia indígena, y mucho más antigua que la historia colonizadora. Los sacerdotes capuchinos querían bautizar la zona como Berlín o Marsella en su búsqueda por imponer su cultura, idioma y religión y tener una sucursal europea en la selva húmeda y salvaje. Ante tal propuesta, los nativos se resistieron.
El nombre original en lengua inga es Iuraiacu, que significa ‘agua cristalina’, pero la escritura se transformó al considerar que se veía rara y poco legible. Los indígenas hicieron las paces con el clero y el lugar se llamó Yurayaco.
La pelea no fue un capricho. El abuelo de Waira Jacanamijoy, el taita Apolinar Jacanamijoy, entendió pronto el poder de los nombres. Uno europeo tendría como consecuencia el exterminio de su cultura. Desde finales del siglo XIX y hasta 1929, los sacerdotes capuchinos, aliados con el ejército, persiguieron indígenas por diabólicos, por brujos, y pretendían, bajo pena de tortura y muerte, desaparecer todo rastro de su cultura. ¿Qué ha sucedido desde la pelea con la Iglesia? Que la violencia hacia los indígenas continúa, con victimarios distintos.
Desde principios del siglo pasado fueron acusados, primero, de «herejes que le rezan a la selva», de «indios atrasados comedores de micos y sapos». Más adelante, cuando empezó la siembra de cultivos ilícitos —en los años sesenta— hasta hoy en día, son tratados como «indios guerrilleros», «indios aliados con paras»… El principal motivo: el control del territorio. Entre 1958 y 2019, fueron asesinados más de 5.000 indígenas en el país, entre ellos 736 líderes, autoridades tradicionales, militantes políticos y defensores de derechos humanos y ambientales.
La entidad territorial indígena Atun Wasi Iuai estima que la población inga es de más de veinticinco mil personas distribuidas en Putumayo, Caquetá, Nariño y Cauca, además de las principales ciudades colombianas, y también en Venezuela, Ecuador y Panamá. Desde la llegada de los grupos armados, varias familias migraron a Norteamérica. Aproximadamente el 35 % se encuentra fuera del territorio ancestral.
Yurayaco apareció por primera vez en un mapa en 1963, cuando, tras la firma de un acuerdo de la Comunidad Andina, se decidió construir una gran vía que atravesaría la Amazonía para conectar a Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela: sería llamada la Marginal de la Selva. Desde ese momento, no solo el Estado puso los ojos en esa región, también los terratenientes y los narcotraficantes para usar ese terreno baldío como tierra de cultivo y corredor para transportar la droga procesada hacia las naciones aledañas. Después de sesenta años aún hay tramos sin construir. Mongabay Latam publicó este año un reportaje sobre los riesgos que implica esta obra: pérdida cultural debido a la influencia de los recientes pobladores, impedimento para el control territorial por parte de los indígenas y disputas entre los grupos armados por el control de la vía.
La violencia es una constante en la historia de los pueblos indígenas de Colombia y en la historia de Waira Jacanamijoy. Su abuelo lideró la resistencia ante el exterminio del clero; su padre, el taita Roberto Jacanamijoy, quien era guía de la comunidad, fue torturado por soldados del Ejército Nacional, acusado de guerrillero; su hermano, Mario Jacanamijoy, quien era coordinador de asuntos étnicos y del Comité Territorial, y consejero departamental de salud de la Mesa de Concertación de Pueblos Indígenas del Caquetá, fue hallado muerto, con señales de tortura, en 2017. Su madre, Natividad Mutumbajoy, quien falleció en la paz de una cama en 2021, vivió la guerra a través de las amenazas y, a pesar del miedo, no flaqueó en su lucha. Y ahora, Waira continúa la misión de sus progenitores y de los taitas muertos, rodeada de sus perseguidores que la acechan desde las montañas.
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Usted diga «sí»
A principios de los ochenta, una docena de soldados invadieron el hogar de la familia Jacanamijoy, Waira apenas tenía doce años. A culatazos rompieron puertas, entraron a las habitaciones, saquearon armarios, tiraron cajones, estrellaron materas. Buscaban armas de la guerrilla. Roberto, alterado por el despelote y el ruido, corrió hacia ellos para ver qué sucedía. Un soldado se apresuró a ponerle las esposas. Lo acusaron de dar posada a sesenta ilegales, curar las heridas de treinta de ellos, esconder armamento y, además, tener un hijo guerrillero. Alguien les había dado esos datos. Ningún uniformado se preocupó por investigar la veracidad del informante. Entre los cargos, uno era cierto, su hijo, un estudiante de colegio, fue reclutado. «Mi papá lo esperó hasta la muerte, y yo no he sabido nada de él desde que se lo llevaron».
El taita fue sentenciado al paredón de fusilamiento. Waira y sus hermanos lloraron y gritaron mientras veían cómo su padre era llevado al campamento de los soldados, justo al frente de la casa.
El paredón era un guayabo. En ese árbol colocaron al recluso con los brazos estirados y las piernas atadas. Waira recuerda que lo veía todo con el lente deformado de las lágrimas… Cuatro décadas después su llanto le vuelve a permear la vista. La voz se le quiebra, y luego guarda silencio por unas horas.
Cuatro niños se quedaron solos: Waira, dos de sus hermanos y una prima. Los soldados les ordenaron cerrar las puertas y las ventanas. Condenados a recluirse en el hogar. A soportar la tristeza, la orfandad y el hambre, y luego el terror al sentir y ver cómo sus tejas se desprendían y volaban cuando arribó un helicóptero del Ejército.
La madre de la líder, Natividad Mutumbajoy, también influyente en la región, se encontraba en Florencia, la capital del departamento de Caquetá, sin tener la más remota idea de lo sucedido con su marido y su hogar. Al regresar, se aseguró de que Roberto siguiera con vida, y luego volvió a Florencia para pedir ayuda al sacerdote de esa ciudad. Los soldados, que le tenían miedo al carácter orgulloso de Natividad, aprovecharon su nueva ausencia para ejecutar un plan.
«Un soldado calvo lleno de armas y unas radios me apartó de mis hermanos y de mi prima y me llevó a la puerta de mi casa y me dijo: “¿Sí ve a su papá allá? Lo vamos a soltar si usted dice la verdad”. Me sentaron en una silla, esos hombres se sentaron a mi lado, y yo estaba llena de miedo y rabia. El militar calvo me dijo que me iban a hacer unas preguntas, y que debía decir sí a todo para que liberaran a mi papá».
Prendieron la grabadora:
—¿Cierto que su papá cuida a la guerrilla?
—¿Cierto que su papá les dio posada?
«Como yo no respondía, dejaron de grabar, y me repitieron que de mí dependía si lo mataban o lo dejaban con vida».
—¿Cierto que su papá les guardaba las armas?
—¿Cierto que curó a varios guerrilleros?
«Yo dije sí a todo. Ya ni escuchaba qué preguntaban; solo sí, sí, sí… Cuando mi mamá regresó, le dijeron que a mi papá lo habían torturado porque yo confirmé que todas las acusaciones eran verdaderas. Ellos me mintieron, no lo soltaron».
Pasados unos tres días, la visión desde la casa fue distinta. Campamento y soldados desaparecieron, y con ellos el taita. Lo vistieron con camuflado militar y lo arrastraron por las montañas para que confesara dónde se hallaba su hijo. Él, más que sus verdugos, deseaba saberlo. Al ver que la estrategia era inútil, abrieron un foso y enterraron el cuerpo, con la cabeza por fuera para que apenas respirara. Duró semanas enterrado sintiendo los calambres de la inmovilidad. Luego de tres meses, el sacerdote de Florencia pidió que lo devolvieran con su familia.
El tiempo del dolor es más extenso que el real, cada segundo es una dosis de sufrimiento que hace mella en la piel, se incrusta en el espíritu y derrumba el ego. Roberto volvió envejecido, cabizbajo, con los pómulos sobresalientes, los huesos marcados donde antes se veían músculos y con unas llagas en los brazos que permanecieron hasta su muerte.
La tristeza y la rabia de la visión de su padre tras las torturas, se reflejan en el rostro de Waira. Cierra los labios, baja la mirada. La engañaron. Con ello los soldados se sintieron libres de apalear al hombre hasta casi destruirle el espíritu.
Varios líderes ingas fueron asesinados, no sabe cuántos, pero acudió a varios funerales. En los ochenta se dio una cacería de brujas, o de indígenas, por culpa de informantes que los vendían a cambio de dinero. Cualquier chisme era tomado como real. Esas muertes quedaron impunes.
El taita falleció cinco años después, sin resentimientos, con el miedo inmunizado y preparado para unirse a los amús (espíritus) de la naturaleza. Quizá ahora sea árbol, mariposa, saltamontes o una guacamaya. Los ingas, a diferencia de los católicos, creen que los espíritus retornan de cualquier forma, y todo lo ven y lo perciben con sentidos distintos.
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Perderse desde el estómago
Con Roberto ausente, Natividad Mutumbajoy lideró los procesos comunitarios, la organización del cabildo indígena y el fortalecimiento de la cultura. Junto a otros taitas pensaron el futuro mientras bebían ambiwaska, la planta conocida como yagé o ayahuasca. La ambiwaska conecta la humanidad con el amú de esta planta, un espíritu que habla, crea imágenes y guía a los sabios en la toma de decisiones, siempre bajo los principios ancestrales: ama llulla (no mentir), ama quella (no ser perezoso) y ama sua (no robar). En medio de la meditación y el trance entendieron que la vibración de la palabra no se debe perder en la distancia, al contrario, debe llegar a otras mentes y a otras voces, amplificarse para hacer ruido. Llegó la claridad, debían aliarse con sus hermanos, y con esa filosofía crearon la Organización de Indígenas del Sur del Caquetá (Orisuc), que abarcaba el departamento y el territorio de la Bota Caucana.
En ese tiempo, Waira estaba en su propia búsqueda. Fue acólita de un sacerdote antioqueño que le dio la oportunidad de estudiar en un colegio de Medellín, a cambio de cuidar a su madre. Tras dos años, dice ella, aprendió de los blancos a cocinar arepas. ¿Qué más podría aprender en ese lugar, a más de 1.000 kilómetros de los suyos y tan ajeno como si de otro planeta se tratara? Regresó a Yurayaco. «Mi mamá me preguntó: “¿Qué quiere hacer?”. Yo no tenía certeza. Ella me aconsejó terminar los estudios para apoyarla en sus procesos». La lideresa se graduó en un internado de monjas católicas en medio de la selva.
Antes de unirse a los proyectos de su madre emprendió un camino propio. Durante un año, fue docente de la escuela del resguardo Niñera, en el municipio de Solano. Luego trabajó como misionera junto a las monjas bethlemitas. En los inicios entró en conflicto con el pasado hostil provocado por los sacerdotes capuchinos hacia su pueblo y, luego de varias reuniones con las monjas, ellas reconocieron el dolor causado en nombre de Dios y le pidieron perdón. Waira puso como condición no evangelizar, eso sería una traición a su origen. Durante un año visitó resguardos de la Amazonía colombiana para fortalecer su idioma —en 2006, recibió el premio Internacional Linguapax por su labor en la recuperación de la lengua—, conocer las necesidades y recoger las inquietudes. Después trabajó con indígenas y campesinos en el norte de Ecuador. Tras dos años renunció al reconocer que no era su vocación. Fue entonces cuando se sintió preparada para trabajar con su madre.
De luna en luna los taitas tejían las redes para fortalecer su cultura. Noches lentas de tomas de yagé, mientras la avalancha de la coca llegaba rápido para contaminarlo todo. A su regreso, Waira vio cómo los taitas, viejos y tercos, seguían aferrados a sus tradiciones. Lucían cansados, algunos enfermos. Con la coca llegaron los colonos, y con ellos el bullicio, el licor elaborado por las grandes empresas, las armas y el dinero a costaladas para tirar en apuestas y en indígenas convertidas en prostitutas. Los profesores de la escuela, también importados de las ciudades y convencidos de hallarse en una zona de ignorantes, se burlaban de los niños ingas, y se unían al matoneo de los mestizos. Los nativos acomplejados empezaron a negar sus raíces, a renunciar a los rituales, a comer frituras de paquete, a beber gaseosas, a vestir como los nuevos pobladores, con jeans, camisetas de logos en idiomas extranjeros y zapatos deportivos. Empezaron a soñar con ser como los recién llegados.
Waira dice que los jóvenes se estaban perdiendo desde el estómago, porque el ser humano piensa de acuerdo a lo que come, «si nos llenamos con alimentos de afuera, el pensamiento se va; si vestimos como los de afuera, buscaremos la huida de nuestro lugar».
Los jóvenes, con linaje de médicos tradicionales, abandonaron su esencia al no ver una ganancia monetaria. Consideraban que era un sacrificio inútil porque un médico tradicional debe ayunar, purgarse, comer alimentos de la tierra, adentrarse en las montañas en busca de remedios, contemplar la naturaleza, permanecer días y noches acobijados por la manigua, esa vegetación tupida y húmeda de la selva, y abstenerse del sexo determinados días para mantenerse puro. Eso no era para ellos; hallaron placer en lo mundano y festivo. Comenzaron a trabajar como raspachines y ayudantes de narcos. La televisión se convirtió en el nuevo guía. Ahora querían ser poderosos, derrochadores, tener una «buena vida». Compraron armas porque daba estatus, aunque no supieran disparar. Niños de trece años ya cargaban un «fierro» en la cintura y ganaban hasta dos millones de pesos cada mes en los cultivos de coca y en los laboratorios de procesamiento.
La naturaleza se sintió herida. Los cultivos de coca esterilizaron miles de hectáreas, plantas endémicas, como el castaño, dejaron de brotar; animales milenarios huyeron en busca de terrenos agrestes y menos manoseados. El estallido de bombas hacía vibrar las casas, durante los enfrentamientos las balas atravesaban las paredes de madera, niños y adultos se acurrucaban en el suelo, queriendo ser palomas para emigrar muy lejos. Los niños, que ni eran raspachines ni escoltas de un narco, eran reclutados para ingresar a las filas de la guerrilla de las FARC, grupo armado que dominó la zona desde finales de los setenta hasta la firma de los acuerdos de paz.
El 21 de abril de 1989 ocurrió la primera masacre en Yurayaco, cuando hombres del frente 13 del bloque Sur de las FARC asesinaron a cuatro personas, acusadas de ser informantes del Ejército. Los muertos fueron encontrados en las afueras del corregimiento. Diez años más tarde, otra masacre enlutó a los habitantes. La noche del 6 de marzo de 1999, durante la batalla por el poderío del narcotráfico en esta región del país, los paramilitares del frente Caquetá entraron al caserío, y con lista en mano sacaron a veinte durmientes moradores. El grupo armado se los llevó. Al siguiente día, nueve cadáveres fueron hallados en una vereda del municipio aledaño, Belén de los Andaquíes. Los demás continúan desaparecidos.
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El mensaje de los espíritus
Tras varias jornadas nocturnas de reflexión, Natividad Mutumbajoy y el taita Laureano Becerra recibieron con claridad el mensaje del amú del yagé, tenían que crear una escuela. Comprendieron que el germen del mal de su etnia estaba en el desarraigo. Las mentes vacías se extravían con facilidad. Si el pensamiento no tiene ruta, ¿cómo sabe hacia dónde seguir? Termina perdido en el limbo de la inconsciencia, el abandono corporal y espiritual.
A la idea de los dos viejos sabios se unió Waira, también su hermano Mario y la líder Flora Macas. Sin dinero establecieron la primera estrategia, formar veintidós aprendices de la cultura, transcurría el año 1994. Contentos, manifestaron el proyecto, pero los mismos indígenas se quejaban al considerarlo un atraso. Los jóvenes rehusaban participar porque debían trabajar, producir dinero para gastarlo en lujos de blancos. En 1999, convencieron a veinticinco estudiantes de la Institución Educativa las Lajas, ubicada en el corregimiento, para que mezclaran sus clases con las enseñanzas de la naciente escuela Yachaikury, que significa ‘aprendizaje’.
Para que una vela mantenga la llama encendida durante los vientos necesita de otras alrededor. Los vientos eran la guerra y el desarraigo, y la vela, Yachaikury. Para protegerla, ejecutaron otras iniciativas: la Unión de Médicos Indígenas Yageceros de la Amazonía Colombiana (Uniyaco) y la asociación Tandachiridu Ingakuna, como mecanismo político de representatividad a nivel interno y externo para desarrollar los propósitos de la comunidad.
Para el plan escolar establecieron cuatro ejes educativos: organización social interna y exploración de las herramientas legales y jurídicas para el sostenimiento y la defensa de la población inga. Medicina y espiritualidad, es decir, la cosmogonía del pueblo y conocimiento de las plantas y sus usos. La territorialidad, conocer el suelo que pisan y sentirse dueños del lugar que habitan. En este eje recorren las zonas, hacen cartografía, mediciones y linderos. Y el último es el lingüístico, la apropiación de la lengua, la etimología de las palabras y el contexto filosófico de ellas.
Como parte del proceso, y para arrebatarle jóvenes a la guerra, se aliaron con Aldeas Infantiles SOS Colombia para llevar adolescente a una granja agroecológica en Guayabal, Tolima, en el centro del país, y sacudirlos del ambiente del dinero fácil y los vicios importados por los colonos. La aventura de permanecer en una región lejana al territorio fue atractiva para una docena de jóvenes, no solo de Yurayaco, también de otros resguardos del Putumayo y Vaupés. La finalidad: formar a esos jóvenes como tarpungapas, es decir, promotores de la agricultura ancestral. «Waira estuvo en todo el proceso, convenció a los beneficiados y estuvo como formadora. Ella ha incidido en el fortalecimiento de su pueblo. Es una alegría ver que algunos de esos muchachos son tarpungapas de Yachaikury», afirma Patricia Navarrete, coordinadora del Proceso Fragua Churumbelos de Amazon Conservation Team (ACT).
En veinticinco años, Waira ya puede hacer un resumen de los logros: hoy en día cuenta con 178 alumnos. Dice que el 60 % de los graduados regresan a la región y asumen responsabilidades de liderazgo como autoridades o docentes; el 15 % continuó la formación profesional, y varios estudiantes, que quisieron imitar los vicios de los blancos, retornaron a sus raíces, ese es el caso del docente Evirley Mutumbajoy, quien en su juventud, antes de ingresar a Yachaikury, se dejó tentar por el boom cocalero y trabajó como raspachín.
El modelo educativo llamó la atención de organizaciones nacionales e internacionales; se involucraron el Instituto Nacional de Etnobiología, Aldeas Infantiles SOS Colombia, la Organización Zonal Indígena del Putumayo (OZIP), la Fundación Herencia Verde y Amazon Conservation Team.
Carolina Gil, abogada y directora regional de ACT, ha impulsado varias de las iniciativas de la comunidad desde 1998. Apoyó la creación de la Mesa Departamental Indígena que beneficia a más de diez mil pobladores nativos. En 2002 intervino en la declaración del Parque Nacional Natural Alto Fragua Indi Wasi como área protegida. Ha trabajado en la protección del conocimiento ancestral, el rescate de las semillas y la recuperación de los procesos de conocimiento propio. «Con Waira hay una relación profunda de amistad, de hermandad y de búsquedas. La vida nos encontró para impulsarnos y fortalecernos», dice la abogada.
En 2003, en la peor época de violencia para los indígenas en el país con más de 300 muertes al año, los ingas obtuvieron la primera victoria legal: Yurayaco fue declarado, por el Gobierno nacional, como resguardo con una extensión de 157 hectáreas. No era mucho, pero les permitía tener independencia en la gobernanza. Insistieron en que la historia les debía más terreno, fueron despojados sin misericordia y vilipendiados por profesar una filosofía distinta. Waira viajó a Estados Unidos, amparada por ACT, y consiguió donantes para comprar más predios. Adquirió 20 hectáreas, luego 154, y hasta la fecha se han logrado casi 1.000, ocupadas por 29 familias. Negociaron con cultivadores de coca y con colonos.
Una voz que incomoda a los grupos armados
Waira y los demás taitas recibieron amenazas, pues una tierra valía de acuerdo a la droga que podía producir, y una tierra sin coca ya no valía nada. Motocicletas de alto cilindraje se estacionaban en los predios de la escuela, y los conductores, hombres que no se quitaban los cascos sin importar el calor húmedo del mediodía que sobrepasa los 35 ºC, preguntaban por la líder. Los indígenas negaban haberla visto o decían que se encontraba en Florencia, en Bogotá o en algún país remoto.

En 2003, la líder viajó a Bilbao, España, como becaria del programa de derechos de la población indígena de América Latina y el Caribe. De ahí se desplazó a la sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Ginebra, Suiza, donde expuso sus conocimientos a un público diverso de abogados, economistas y ambientalistas. En ese viaje conoció a Émilie Monnet, artista y dramaturga canadiense, quien invitó a Waira a realizar una performance en conjunto. Durante veinte años compartieron saberes y por fin presentaron la obra Nigamon/Tunai, dos palabras que unen a dos pueblos, los anishinaabe, de Norteamérica, y los ingas. Ambas palabras significan ‘el swing del canto’. Nigamon/Tunai se estrenó en el marco del Festival TransAmériques 2024 en Montreal.
En entrevista para RCI, Émilie Monnet manifiesta que hay un punto conector que las llevó a unirse. «Hoy en día, empresas canadienses van a América Latina a sacar el oro, el petróleo, el cobre. Viendo eso ambas nos preguntamos, ¿cómo podemos ser mejores aliados en esas problemáticas?». En el mismo artículo de RCI dice: «A medida que avanza, la obra parece convertirse en un ritual donde naturaleza y tecnología coexisten incorporando aros de cobre, tambores tradicionales, proyecciones de video y cánticos indígenas para construir un microcosmos que refleja tanto la belleza como la destrucción de los territorios».
Los ingas aparecieron en los medios de comunicación del centro del país, de América del Norte y del Sur, y su voz cruzó el océano. Waira hablaba sin miedo del daño cometido por los grupos armados legales e ilegales, del negocio de la coca, de la ganadería extensiva, del daño ambiental. Su voz incomodaba a los enemigos. Las intimidaciones se agudizaron, le llegaban mensajes al celular para que se callara. Los hombres motorizados la buscaron con mayor insistencia, debía dormir en distintas casas, quedarse en pueblos. Todos sabían que la muerte se arrastraba como serpiente venenosa, siguiéndole los pasos, lista para morderla. Ella confiesa que no sabe cómo sigue viva. En 2018 las amenazas eran diarias y la Unidad Nacional de Protección (UNP) le brindó seguridad.
Dos escoltas armados la perseguían como sombras. Waira, un alma de la selva, se sentía presa por sus propios custodios que tendían con su presencia un muro entre ella y sus coterráneos. Aguantó cinco años, les dio las gracias y los dejó marchar.
Aunque el eco de su voz ha recorrido fronteras, dentro del resguardo los indígenas ingas procuran hablar casi en susurros. Están rodeados de plantaciones ilegales, de colonos que la siembran, de narcos que la compran, de grupos armados que la cuidan. A pesar de la disminución del precio de la hoja de coca, se estima que se redujo a la mitad, los cultivos se siguen incrementando. Según el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), entre 2022 y 2023 el área sembrada aumentó en un 10 %, llegando a las 253.000 hectáreas. Norte de Santander, Putumayo, Nariño y Cauca son los cuatro departamentos con más de 30.000 hectáreas. El terreno de mayor concentración abarca la Bota Caucana, lugar donde se halla Yurayaco.
La presencia de los ilegales se percibe en las miradas de sospecha y en las normas que establecen para los habitantes. Hoy en día está prohibido salir del caserío o del resguardo después de las seis de la tarde. Es la orden del grupo Sinaloa, de los Comandos de la Frontera. No se han vuelto a presentar enfrentamientos, pero todos saben que es una calma aparente.
En ese panorama, las autoridades del pueblo Inga se resisten y siguen comunicándose con el espíritu de Yagé para pedir consejo a los amús sobre nuevas estrategias.
El siguiente paso es involucrar a los jóvenes en la extracción de las esencias de las plantas para hacer fragancias, pomadas y remedios. Y el más ambicioso: la creación de una universidad que tenga la misma filosofía de Yachaikury. Waira explica por qué es un objetivo vital: «La academia nos ha enseñado que las plantas, los animales, el agua y la tierra, son distintos mundos a la merced del hombre, pero, en realidad, todo está conectado y tiene la misma importancia. Si logramos cambiar tan solo ese punto, veríamos la naturaleza con ojos distintos».

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