«Nos damos cuenta de que la gente nos mira. Y no nos gusta cuando la gente nos mira…».

Martin Amis, Time’s Arrow

A mediados de mayo de 1948, una carta proveniente de Aruba y firmada con el seudónimo «Amigo, Amigo, Amigo» llegó a las oficinas de El Tiempo. «HITLER SE ENCUENTRA EN BOGOTÁ», proclamaba el final del primer párrafo. Adolf Hitler vive en Colombia desde 1945, afirmaba el autor del escrito. El Führer escapó de los aliados en un submarino y desembarcó en Bahía Honda, La Guajira. De allí viajó a la capital del país, donde se prepara para resurgir una vez estalle la inevitable guerra entre la Unión Soviética y las potencias occidentales. Hitler frecuenta los cines bogotanos, lleva barba y anteojos, y se hace pasar por un extranjero de salud precaria. El corresponsal concluía prometiendo dar a conocer el paradero y el alias del jefe nazi a cambio de 50.000 dólares.

Una semana después, una nueva carta, esta vez firmada y fechada en Bogotá por un tal Eudoro Llama Seltz, causó otro revuelo en la sede del mismo periódico. Llama Seltz reafirmaba lo dicho por  «Amigo, Amigo, Amigo» y añadía más detalles a la historia. Hitler arribó a Colombia en un submarino junto a su amante Eva Braun, quien murió durante el viaje, y junto al secretario del Partido Nazi, Martin Bormann, el siniestro hombre de confianza del Führer en los últimos años del Tercer Reich. De acuerdo con Llama Seltz, ambos hombres viajaron disfrazados de campesinos hasta la Sabana de Bogotá. Eso no era todo: Llama Seltz aseguraba que Hitler orquestó el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán aquel 9 de abril. La muerte del líder liberal formaba parte de un maquiavélico plan cuyo fin era fomentar la guerra contra el comunismo en Colombia y el resto del mundo. Tras el Bogotazo, el hombre responsable del Holocausto desapareció de su hacienda en la Sabana y, lamentablemente, Llama Seltz ahora ignoraba su paradero. 

En Nueva York, un colombiano entregó una copia de las cartas al FBI. Al igual que hacía con todas las demás notas sobre la resurrección de Hitler, J. Edgar Hoover, el director de esa oficina de investigación, informó sobre los rumores al Departamento de Estado y la CIA. Por supuesto, no se hizo nada al respecto. La información no era más que un cuento fantástico. (En 1968, el escritor bogotano Luis Zalamea Borda admitió haber escrito la carta firmada con el alias de Eudoro Llama Seltz como parte de una apuesta nacida durante una noche etílica). 

Si la historia resultaba creíble para algunos, esto fue debido a una teoría de conspiración que aún hoy mueve la prensa: Hitler no se suicidó en su búnker tal y como dijeron sus subalternos. El Führer no murió junto a su esposa mientras los rusos atacaban la capital alemana. Su cadáver nunca apareció, no porque sus esbirros lo calcinaran, sino porque nunca hubo un cadáver. Hitler huyó a Suramérica siguiendo el mismo camino que más adelante tomaron nazis como Eichmann y Mengele. Hitler está en Argentina, en Bolivia, en Paraguay, en Brasil. Hitler está en Colombia. Hitler está en Bogotá. Hitler está, vaya a uno adivinarlo, en Tunja, como afirmó recientemente el periodista argentino Abel Basti, a partir de una foto que supuestamente muestra el Führer en la capital de Boyacá en 1955. 

Durante décadas, quimeras como la anterior alimentaron el hambre por historias sobre nazis en Colombia. Hitler perdía su bigote y se refugiaba en los fríos cines bogotanos. Espías nazis fraguaban golpes de Estado y planeaban actos de sabotaje a lo largo y ancho del país. En realidad, no había más que rumores y sospechas que permitían al país sentirse más cerca de la Segunda Guerra. 

Las primeras confirmaciones llegaron en 1986 con el libro Colombia nazi, de Alberto Donadío y Silvia Galvis. Revisando los archivos públicos de los Gobiernos estadounidense, alemán y colombiano, Donadío y Galvis encontraron que, efectivamente, los nazis sí llegaron a tener espías activos en Colombia. En la práctica, no obstante, el Tercer Reich nunca prestó mayor atención a nuestro país o al resto de Suramérica. En 1938, para celebrar los cuatrocientos años de la fundación de Bogotá, los alemanes se contentaron con enviar alrededor de dos mil libros, incluyendo —cómo no— una edición tardía del Mein Kampf. Los espías que vivieron aquí eran agentes de poca monta, más cercanos a Maxwell Smart, el famoso espía de la serie Superagente 86, que a James Bond. Lo cierto es que Hitler vivía demasiado preocupado con Rusia y Europa del Este como para dedicar tiempo o recursos al continente americano, al que intentó mantener al margen del conflicto hasta el fatídico ataque japonés contra Pearl Harbor. Solo después de ese hecho, la red de espías alemana cobró algo de importancia.

En Colombia, el fantasma del nazismo fue un reflejo de la preocupación estadounidense por el canal de Panamá. Washington temía un posible ataque contra el antiguo territorio colombiano, así que presionó al presidente Eduardo Santos para que combatiera la supuesta «amenaza nazi». En qué consistía esa conminación o quiénes estaban encargados del inminente complot eran preguntas con respuestas más bien difusas. Esto poco preocupaba al presidente Santos. «Yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay», le dijo al embajador norteamericano Sprulle Braden en 1940, ratificando su apoyo a Estados Unidos. Fue así como Colombia creó campos de confinamiento para alemanes, italianos y japoneses; se declaró en «estado de beligerancia» con Alemania en 1943, e inició una cacería, en su mayoría infructuosa, de supuestos espías alemanes. El régimen nazi ciertamente tenía seguidores entre los conservadores colombianos —en Barranquilla, por ejemplo, se realizaron numerosas reuniones plagadas de estandartes y banderas con esvásticas y águilas doradas; y en Cali, el Colegio Alemán, izaba la bandera nazi en sus ceremonias—, pero nunca hubo una organización lo suficientemente fuerte como para representar un peligro real. Tan poca trascendencia tuvo la actividad alemana que no transcurrió mucho tiempo antes de que las preocupaciones colombianas (y estadounidenses) se trasladaran hacia la esfera soviética. 

Después del final de la guerra, la cacería de comunistas reemplazó la de nazis y el tema pasó a ser el sustento de las bromas de literatos borrachos. En 1960, el juicio de Eichmann, publicaciones periódicas sobre nazis en el resto del continente y contados escándalos sobre criminales nazis en el país reavivaron la preocupación por el Tercer Reich. Desde entonces, de vez en cuando, el fantasma nazi reaparece en el país en forma de libros, noticias o fotografías como la publicitada por Abel Basti. Pero lo cierto es que, contrario a Chile, Argentina, Paraguay y Brasil, Colombia nunca pareció servir como un refugio importante para quienes buscaban escapar de su pasado. O por lo menos esa era una de las versiones de esta historia. 

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El 25 de julio de 2001, Efraim Zuroff, un historiador de origen judío conocido como el último cazador de nazis, envió un fax con una lista de once nombres al embajador de Colombia en Israel, David de la Rosa. La comunicación, marcada con el sello del Centro Simón Wiesenthal, una oenegé dedicada a combatir el antisemitismo y perseguir a fugitivos nazis, incluía las fechas de emigración a Colombia de once lituanos acusados de participar en crímenes de guerra durante la ocupación alemana de Europa del Este. 

Como director del Centro Wiesenthal, Zuroff, un neoyorquino de ojos claros, hombros anchos y estatura de basquetbolista, se preparaba para lanzar una operación internacional cuyo objetivo era llevar ante la justicia a los nazis que, cerca de cinco décadas después, continuaban viviendo plácidamente sin responder por sus delitos. De acuerdo con el Centro Wiesenthal, tal vez solo el 20 % de los criminales de guerra habían sido juzgados y castigados. Miles de ellos habían muerto en el anonimato consolados por las palabras de cariño de familiares y amigos. Zuroff no pensaba dejar descansar en paz a los restantes. 

Durante años, había escarbado los archivos de la Unión Soviética y los países bálticos buscando testimonios de sobrevivientes que hablaran de sus verdugos. Cruzó los nombres de estos últimos con los registros del International Tracing Service, un sistema de rastreo creado por los Aliados al final de la Segunda Guerra Mundial para facilitar la búsqueda de personas desaparecidas. Extrañamente, pocos de los responsables de atrocidades contra el pueblo judío creyeron necesario cambiar sus nombres. Gracias a ello, Zuroff halló el destino inicial adonde huyeron centenares de nazis y sus colaboradores.

Zuroff había dedicado casi toda su vida a cazar nazis. No obstante, sentía que el tiempo era demasiado corto. En las últimas décadas, lo habían llamado fanático más veces de las que podía recordar, lo amenazaron de muerte y lo acusaron de no tener corazón. Era un hombre vengativo incapaz de dejar el pasado atrás, le dijeron. ¿Para qué perseguir a viejos seniles que de igual modo estaban a punto de morir? ¿Por qué causarle ese dolor a familias que, a menudo, ignoraban el pasado oscuro de sus parientes? ¿Por qué no perdonar y seguir como si nada? 

Aquellas preguntas lo fastidiaban. ¿Quién dijo que el paso del tiempo disminuye la culpa de los asesinos? ¿Acaso los criminales de guerra merecían una medalla por llegar a la tercera edad? Todas y cada una de las víctimas de los nazis merecían que se realizara un esfuerzo por esclarecer sus crímenes, pensaba Zuroff. «Les deseo buena salud», solía decir cuando le preguntaban por sus perseguidos. Ninguno merecía escapar. Ni Adolf Eichmann, el notorio arquitecto del Holocausto que creyó estar a salvo en Argentina, ni Aribert Heim, el célebre «Doctor Muerte» del campo de Mauthausen, por años el nazi más perseguido del mundo, ni los once lituanos que creyeron encontrar el olvido en Colombia. 

Un mes después de enviar la comunicación al embajador colombiano, Zuroff viajó a Vilnius, la capital de Lituania, para reunirse con Rimvydas Valentukevicius, el fiscal general de ese país. Discutieron los casos de Colombia y seis listas similares. El 11 de septiembre de 2001, mientras dos aviones se dirigían hacia las Torres Gemelas en Nueva York, Reuters afirmó que Lituania había pedido ayuda al Gobierno colombiano para investigar los casos. 

En abril de 2002, luego de no haber recibido ninguna respuesta significativa, Zuroff criticó públicamente a Colombia por su silencio. En el primer reporte anual del Centro Wiesenthal sobre la disposición de cada país en la búsqueda de los criminales de guerra, la oenegé otorgó a Colombia la peor calificación posible. En diciembre, el Gobierno lituano anunció la apertura de una investigación oficial contra dos de los sospechosos en la lista. Según la información que tenía la fiscalía del país báltico, Stepas Kuprys, nacido el 15 de abril de 1911, y Zenonas Garšva, nacido el 26 de abril de 1912, sirvieron en el Décimo Segundo Batallón Auxiliar de la Policía, una unidad móvil que participó en el genocidio de los judíos de Lituania y Bielorrusia. 

Hasta septiembre de 2004 no hubo reacción por parte del Gobierno colombiano. A mediados de ese mes, El Tiempo publicó un artículo sobre el Centro Wiesenthal y la lista de Zuroff. El diario llamó al hoy disuelto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), que finalmente intentó dar con el paradero de los lituanos. Poco después, el representante israelí de la Interpol le informó a Zuroff que el organismo de seguridad colombiano había encontrado a cinco de los supuestos criminales de guerra. Tenían las huellas de cuatro de ellos y estaban seguros de que por lo menos uno estaba vivo. De inmediato, el Centro Wiesenthal envió a Colombia la información que había recopilado sobre esos casos. En la práctica, no sucedió nada. 

A principios de enero de 2015, aprovechando que pronto se conmemorarían setenta años del fin del Tercer Reich, me comuniqué con Zuroff y le pedí una copia de la lista. Pocos días después logré encontrar los contactos de los amigos o parientes de tres de los sospechosos. (No encontré rastro de Stepas Kuprys ni de las demás personas mencionadas). Le escribí varios correos al nieto de Zenonas Garšva, pero nunca recibí respuesta. Con los otros dos tuve mejor suerte. Ambos reconstruyeron sus vidas cuando llegaron a Colombia, de acuerdo con los testimonios de sus familiares y amigos. Uno de ellos había muerto hacía casi veinte años. El otro seguía con vida. 

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Juozas Zaranka arribó al puerto de Buenaventura el 3 de octubre de 1950 a bordo del Amerigo Vespucci, un navío italiano de 9.800 toneladas con cupo para 700 pasajeros. Su aspecto delataba su origen: con su piel clara, cabello rubio y ojos claros no era difícil adivinar que venía de algún lugar de Europa del Este. Nacido en Leliūnai, un pequeño pueblo de menos de quinientos habitantes en el condado de Utena, Lituania, Zaranka era el hijo de un profesor de escuela con inclinaciones nacionalistas y de una mujer que empastaba libros en casa para complementar los ingresos familiares. 

En septiembre, mientras el Amerigo Vespucci cumplía su ruta habitual por el océano Atlántico, Zaranka celebró su cumpleaños número treinta y uno con un grupo de diez lituanos que incluía al supuesto criminal de guerra Stepas Kuprys, a la escultora Nijole Šivickas y a su esposo Alfonsas Mockus. De humor veloz y conversación afable, Zaranka no tardó en hacerse amigo de la pareja. Cenaban juntos todas las noches y seguramente tocaron el tema de la guerra durante sus charlas. 

El padre de Nijole fue prisionero de los soviéticos en Kaunas, la segunda ciudad en tamaño e importancia de Lituania, y más tarde fue deportado a Siberia. Nijole, tras ayudar a escapar a su hermana y su cuñado, un soldado del ejército lituano, fue detenida por los alemanes y obligada a trabajar en una fábrica de municiones del ejército hasta el final de la guerra. Una vez Alemania se rindió, aplicó a la Academia de Bellas Artes de Stuttgart con dibujos de las máquinas que operó durante su tiempo en el campo de trabajo. En Stuttgart, mientras estudiaba artes plásticas, solía dormir en las estaciones de tren para conocer y entender cómo vivían quienes no tenían hogar o quienes tal vez no deseaban regresar a él. Visitaba a menudo un sanatorio para tuberculosos. Allí conoció a Alfonsas, quien se recuperaba de esta enfermedad. Se enamoraron y decidieron emigrar. Su destino final era Bogotá, pues, según los doctores, la altura y el clima podrían resultar beneficiosos para su marido. 

Zaranka también tenía historias de guerra para contar, aunque, a decir verdad, tal vez no eran tan llamativas como las de ella. Terminó su bachillerato en Utena, la capital del condado, y posteriormente estudió humanidades en Kaunas y Vilnius. La guerra lo sorprendió inmerso en escritos griegos y latinos, y así logró mantenerse al margen. Sí recordaba que en cierto momento se llevaron a los judíos de su pueblo, nada más. Compartía el odio de muchos de sus conocidos por los bolcheviques, pero eso no era raro, ¿o sí? 

La única vez que se sintió en peligro fue una noche en 1944 cuando deambulaba por las calles de Vilnius con su hermano menor. Una patrulla alemana los detuvo. Su hermano entró en pánico y le dijo en lituano que salieran corriendo. No seas imbécil, le respondió, si hacemos eso nos van a disparar. Alzaron sus manos y se rindieron. De ese modo, entró al ejército alemán. Los nazis solo lo pusieron a hacer varios trabajos como subirse a los postes de la luz para recuperar el cobre, contaba cuando le preguntaban sobre el tema. Le dieron un uniforme, pero nunca un arma. Los alemanes no confiaban en los lituanos, decía. 

En 1945, los aliados lo capturaron y lo internaron en un campo de trabajo en Bélgica. Estuvo allí dieciocho meses, empastando libros como lo hacía su madre y leyendo a escondidas a Nietzsche en su tiempo libre. Pensaban que mentía cuando en los interrogatorios decía que no era un soldado, que ni siquiera sabía disparar un revólver. Él, un hombre cuya vida transcurría analizando los versos de Safo y los poemas de Horacio. Finalmente lo dejaron ir. Se matriculó en la Universidad de Lovaina y se graduó como filólogo con una tesis en latín acerca de Plinio el Joven. Un sacerdote en Bruselas le habló de una comunidad lituana en Colombia y le ayudó a conseguir una visa. Él también se dirigía a la capital. No sabía mucho español, pero estaba leyendo las Novelas ejemplares de Cervantes para aprender el idioma. 

Nijole, Alfonsas y Juozas desembarcaron juntos en Buenaventura el 3 de octubre, sin percatarse de una niña de diez años que gritaba a todo pulmón en italiano que iba a bajarse del barco. Tomaron un tren hasta Cali y de ahí un avión hasta la capital. En algún punto del trayecto, decidieron compartir un apartamento. Zaranka consiguió trabajo como profesor de lenguas clásicas en el colegio público de Soacha. Más tarde enseñó en la Universidad Pedagógica, en los Andes y finalmente en la Nacional, donde se convirtió en profesor de cátedra permanente. 

A principios de los años cincuenta, el hogar que compartía con los Mockus creció con el nacimiento de Antanas y su hermana Ismena. Zaranka los consentía como si fueran sus propios hijos. Los llevaba al colegio cuando no se arreglaban a tiempo y en vacaciones los acompañaba al parque Nacional y a la piscina de Fusagasugá. En casa, los tres se reunían en el vestier para comer chocolates a escondidas.

En los años sesenta, tiempo después de abandonar la casa de los Mockus, Zaranka conoció a María Jankauskas, una lituana mayor que él que pronto se convirtió en su primera esposa. Vivieron en una casa en el barrio El Recuerdo que alojaba miles y miles de libros que el filólogo encargaba de Europa a través de un anticuario en Hamburgo. Tomos en griego, lituano, latín, francés y alemán amenazaban con tomarse los espacios vacíos de cuartos, armarios y corredores. Allí, rodeado por decenas de ediciones de Baudelaire y Virgilio, Zaranka organizaba festines donde el vodka corría libremente. Invitaba a sus amigos de la Universidad Nacional, en su mayoría exalumnos que ahora eran profesores de literatura, filosofía y lenguas extranjeras, y discutían sobre su traducción del Cratilo, de Platón, o temas algo más banales. 

En la Universidad Nacional, Zaranka era reconocido por su rigor académico y su hablar descuidado. A menudo, decía lo primero que se le venía a la cabeza frente a sus colegas, por lo que despertaba rencores y odios sin mayor dificultad. No obstante, se sentía a gusto en el mundo académico. Nunca quiso cambiar de apartamento en parte por la cercanía del claustro. En clase, en lugar de rajar a sus alumnos, los obligaba a presentar las pruebas una y otra vez hasta que pasaran. Todos los días caminaba frente a los edificios de Ciencias Humanas como un animal patrullando su territorio. 

En la universidad se reencontró con quien sería su segunda esposa. María Teresa Cristina había sido su alumna en los Andes en primer semestre de griego. La hija de un chef italiano que llegó a la capital una semana antes del Bogotazo, María Teresa era una literata que adoraba a Dante y que se había convertido en la directora del departamento de literatura de la Nacional. Sus recuerdos de Zaranka iban mucho más atrás de las clases de griego. Lo había visto por primera vez caminando por la cubierta del Amerigo Vespucci con la nariz perdida entre las páginas de un libro. Empezaron a almorzar con frecuencia tras la muerte de María Jankauskas, y la niña italiana que, en 1950, gritaba a todo pulmón porque no quería bajarse del barco en Buenaventura se enamoró del filólogo lituano. Si no vivieron juntos fue porque las bibliotecas de ambos no cabían en un solo apartamento. 

Se casaron en 1987, casi un año después de que a Zaranka le descubrieran un agresivo cáncer de riñón. Murió pocos meses más tarde. Mientras aún estaba consciente, le pidió a María Teresa que llevara sus cenizas a Lituania. Siempre anheló regresar a su país, pero había jurado que no lo haría hasta el día en que los soviéticos se retiraran. La última vez que Antanas Mockus lo visitó en el hospital, Zaranka se despidió con una palabra. Pabaiga. Fin. 

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Pocos días después de hablar con Efraim Zuiroff, le envié un correo electrónico al hijo de Jonas Vyšniauskas, otro de los sospechosos de la lista del Centro Wiesenthal. El caso Vyšniauskas era problemático, pues había por lo menos una persona más que compartía su nombre. Eso quería decir que no era seguro que el hombre que emigró a Colombia el 26 de noviembre de 1950 fuera el criminal de guerra que buscaba Zuroff. En parte por ello, la primera vez que contacté a su hijo, también llamado Jonas, no le hablé sobre las acusaciones que quizás debía enfrentar su padre. Le dije que estaba escribiendo un artículo sobre la Segunda Guerra Mundial y que me interesaba hablar con algunos de los supervivientes lituanos que se instalaron en el país. Me respondió al día siguiente. Su padre estaba próximo a cumplir noventa y dos años en abril y aunque su salud física estaba en buenas condiciones, su estado mental se había deteriorado. En los últimos dos años se había vuelto mitómano, me advirtió. Sin embargo, iba a hablar con él, pues la vida de su padre era digna de una película de Hollywood. 

Un par de semanas después conversamos por teléfono de nuevo. Le había comentado a su padre sobre la posibilidad del artículo, pero desafortunadamente había respondido que no deseaba hablar sobre la guerra. No obstante, quizás había otra manera. ¿Y si él me contaba la historia de su padre? Jonas Vyšniauskas Skrebys nació en Kaunas el primero de abril de 1923. Tenía 18 años cuando los alemanes lo reclutaron para el ejército. Durante la guerra viajó a lo largo y ancho de Europa y eventualmente fue capturado por los soviéticos. Camino a Siberia, escapó del tren de prisioneros en una parada. Se mantuvo oculto un día entero a temperaturas bajo cero mientras patrullas rusas deambulaban a su alrededor. Atravesó terrenos desolados y luego de muchas vueltas terminó en Génova, donde se embarcó en el Amerigo Vespucci con rumbo a Buenaventura. ¿Qué tal le parece? Pues bueno, eso es solo un abrebocas, me dijo Jonas. Sonaba genuinamente entusiasmado por el prospecto de contar la historia de su padre, así que acordamos que lo visitaría en Barranquilla. 

Una semana antes de viajar me llamó para cancelar el encuentro. Había hablado con sus hermanos y ellos tenían motivos para respetar la privacidad de su padre. Se sentía apenado pues sabía que ya había organizado el viaje, pero la verdad es que no deseaba tener problemas. En vano le pedí que por favor precisara esos motivos. «No insistamos más sobre el tema», me escribió. 

Un par de días después, le respondí que no podía dejar de insistir. Un hombre llamado Jonas Vyšniauskas, que bien podía ser o no ser su padre, estaba acusado por el Centro Wiesenthal de pertenecer a un batallón auxiliar de la policía lituana que participó en el asesinato de judíos en los condados de Ukmergė y Jonava, ubicados a menos de ochenta kilómetros de Kaunas. Podía ser un homónimo de su padre. ¿Por qué no contar la historia para despejar las dudas? Acordamos una nueva cita en Barranquilla, pero una vez más se echó para atrás, esta vez horas antes de nuestro encuentro. El día anterior había conversado con un abogado y ya no veía razón para hablar conmigo. Si había algo que aclarar, lo haría ante las autoridades competentes. No obstante, quería dejarme claro que todo el asunto no era más que un error, producto de una confusión del Centro Wiesenthal. Me envió un artículo sobre el Holocausto en las provincias lituanas que mencionaba a un hombre llamado Juozas Vyšniauskas, un líder de un escuadrón de lituanos en el distrito de Utena que arrestó, torturó y asesinó a cerca de mil quinientos judíos en 1941. El error era comprensible, así que podía dar el caso como cerrado. 

Lamentablemente, no era tan sencillo. Para evitar una equivocación de ese estilo, había contactado a varias de las organizaciones de estudios del Holocausto más importantes del mundo. Yad Vashem en Israel, el Archivo Central lituano y el Museo del Holocausto en Estados Unidos no tenían información sobre su padre o su homónimo. Pero el Centro de Resistencia y Genocidio de Lituania, una organización gubernamental dedicada a investigar la historia del Holocausto y la era soviética en Lituania, sí había hallado un archivo sobre un hombre llamado Jonas Vyšniauskas. 

Arūnas Bubnys, el director del Centro, era, además, el autor del artículo que mencionaba a Juozas Vyšniauskas y que me había enviado Jonas hijo para zanjar la cuestión. Bubnys tenía acceso a numerosos documentos que solo se encontraban en Lituania, y, de acuerdo con sus investigaciones, hubo un hombre llamado Jonas Vyšniauskas, registrado con fecha de nacimiento en 1924, que fue parte de un batallón activo en las masacres de judíos en Kaunas. La fecha de nacimiento de ese hombre no coincidía con la de su padre, así que valía la pena contar la historia de Jonas padre para eliminar cualquier sospecha. Al final, su familia, comprensiblemente, prefirió no remover sus recuerdos.

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El Archivo Central del Estado de Lituania, un moderno edificio de concreto y hormigón localizado a las afueras de Vilnius, guarda cinco grupos de documentos sobre Juozas Zaranka. Dos de ellos hablan sobre la vida del filólogo en su época universitaria. En ese tiempo perteneció a la organización estudiantil Ateitininkai, un movimiento católico juvenil. Otro documento contiene datos sobre su carrera como profesor entre 1940 y 1943. Luego está la carpeta n.º R-1444, que incluye una citación para unirse a la cuarta compañía de un batallón auxiliar de la policía lituana. Zaranka se vinculó al escuadrón en 1941. De acuerdo con el Centro Wiesenthal, este grupo participó en el asesinato de judíos en Kaunas. «Que los alemanes no confiaran lo suficiente en los lituanos como para darles un arma es una afirmación ridícula», me respondió Zuroff cuando le pregunté sobre lo dicho por Zaranka a sus familiares y amigos. 

Contrario a lo sucedido en países como Polonia, donde el exterminio se llevó a cabo en su mayoría en campos de concentración como Auschwitz Birkenau, Chelmno y Treblinka, en Lituania el genocidio fue perpetrado por escuadrones móviles alemanes, llamados Einsatzgruppen —mejor conocidos como escuadrones de la muerte— y por batallones auxiliares de civiles lituanos. Unidades como el Einsatzgruppen A, comandado por el oficial de la SS Franz Walter Stahlecker, masacraron a más del 96 % de la población judía del país, alineándolos y disparándoles frente a interminables fosas cavadas en los bosques de abedules y pinos que rodean las ciudades lituanas. Aprovechando el antisemitismo que ya existía en la región, los alemanes formaron los batallones auxiliares de la policía lituana y los encargaron de parte del exterminio. El reclutamiento fue tan eficiente que, en 1942, Franz Walter Stahlecker afirmó que en su comando había ocho lituanos por cada alemán. Identificados por una banda blanca en su uniforme, los lituanos que colaboraron con los nazis se hicieron célebres por ser igual o más sanguinarios que sus jefes. Por sus méritos, los alemanes los enviaron a otros países del Báltico para continuar su labor. Se creó una palabra en lituano, žydšaudžiai, para designar a quienes disparaban y asesinaban judíos. 

La historia de Lituania durante la Segunda Guerra Mundial es particular no solo por su rol en el Holocausto, sino también por los cambios geopolíticos que experimentó el país. En menos de cuatro años, ciertos territorios pasaron del control nazi al control soviético y viceversa en más de dos ocasiones. El 21 de marzo de 1939, el Tercer Reich envió un ultimátum al Gobierno lituano instándole a que le entregara parte de su territorio. Luego de dos días de deliberaciones y presiones por parte de Hitler y del Ministro de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop, Lituania capituló. De ese modo, Alemania consiguió la que sería su última conquista sin el uso de las armas. 

Un año más tarde, como resultado de las provisiones secretas del Pacto Molotov-Ribbentrop, el tratado de no agresión firmado por Alemania y la Unión Soviética antes del inicio de hostilidades contra Polonia, Lituania quedó bajo control de los soviéticos. En pocos meses, Stalin asesinó a centenares de opositores políticos y encarceló a millares más. Alrededor de diecisiete mil fueron deportados a Siberia a mediados de junio de 1941, poco más de una semana antes de que los alemanes invadieran el país. El 22 de junio, las tropas del Tercer Reich, con el apoyo aéreo de la Luftwaffe, cruzaron la frontera e iniciaron su avanzada. Dos días después, los alemanes entraron a Kaunas y a Vilnius, donde algunos lituanos los recibieron con júbilo, celebrando el fin de la persecución rusa. 

Hasta la llegada del Ejército Rojo, en 1944, los nazis mantuvieron un férreo control sobre Lituania. Durante la ocupación alemana, al igual que sucedió en algunas naciones de Europa del Este, los judíos fueron agrupados en guetos, masacrados a las afueras de ciudades y pueblos y finalmente deportados a campos de concentración en Polonia y Alemania ante el inminente triunfo aliado. 

Para el Tercer Reich, la asistencia de las autoridades locales en la implementación de la llamada solución final, el plan ideado por la cúpula nazi para exterminar sistemáticamente a los judíos de Europa, fue invaluable. En Lituania, previo a la llegada de las tropas alemanas, Joseph Goebbels, el ministro de la Propaganda del Tercer Reich, se aseguró de exacerbar de cualquier manera posible el prevalente resentimiento contra los judíos en el país. A través de panfletos y difusiones radiales, los nazis culparon a los judíos de los abusos soviéticos y de buscar la ruina del pueblo lituano. A pesar de la larga tradición judía en la región —Vilnius era conocida como la Jerusalén del Norte por el gran número de eruditos y rabinos que vivían en ella—, la propaganda ayudó a promover el asesinato de más de doscientos mil judíos en todo el país. 

En el Noveno Fuerte, en Kaunas, apodado Vernichtungsstelle Nr. 2 —el lugar de exterminación número 2—, los alemanes y sus colaboradores locales obligaban a grupos de cien judíos a desvestirse y caminar hasta los búnkeres de la fortaleza. Les disparaban con ametralladoras una vez estaban dentro y luego los cubrían de tierra. «Durante tres días las tumbas se movían hacia arriba y hacia abajo», contó años después Abraham Malnik, un sobreviviente del gueto de Kaunas. «Usaron tractores para aplanar las fosas y exprimirles el último aliento». Cerca del 80 % de los judíos lituanos murieron en 1941, en su mayoría abaleados por los batallones auxiliares en los que militaron hombres como Stepas Kuprys, Zenonas Garšva y Juozas Zaranka. 

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Una mañana soleada, a finales de febrero de 2015, me reuní con Antanas Mockus en su oficina en Bogotá para hablar sobre la comunidad lituana en la posguerra. Caricaturas de sí mismo decoraban una de las paredes. Libros sobre la historia de los agentes de tránsito y temas similares descansaban sobre una mesa de madera al lado del escritorio principal. Dos ventanas iluminaban una mesa redonda, en la que esperaba inclinado el exalcalde de Bogotá y excandidato presidencial. 

Alrededor de seiscientos lituanos llegaron a Colombia en los años después de la guerra, me dijo. La mitad de ellos luego emigró a Estados Unidos. Muchos de los que se quedaron solían reunirse casi todos los domingos en una misa lituana. En Navidad o en otras festividades sus padres solían invitar a cenar a su casa a los sacerdotes lituanos que la oficiaban y a varios de los solteros de la comunidad. Mockus recuerda una noche cuando aún era niño en que el padre Mateo Mankeliunas, el primer director de la Revista de Psicología, de la Universidad Nacional, se enfrascó en un debate sobre Jacqueline Kennedy con otros de los presentes. Los observaba escondido detrás de unos tanques de gas, conteniendo las lágrimas, pues en ese momento no entendía por qué un sacerdote hablaba acerca de esos temas. Desde el mismo escondite, solía llorar cuando espiaba a sus padres bebiendo y discutiendo durante aquellas cenas. «Yo no quiero ser adulto, si serlo significa tratarse así», se decía a sí mismo en la oscuridad. 

Mockus creció con la presencia constante del filólogo Juozas Zaranka, quien vivía con sus padres en una casa en Teusaquillo. De él, recuerda su rigor académico y su pasión por la cultura. Cuando podía, Zaranka lo llevaba a él y a su hermana a ver el ballet chino y las obras de teatro que se presentaban en el Colón. En la casa, no era extraño toparse con algunas de las numerosas publicaciones lituanas a las que Zaranka estaba suscrito. 

En cierta ocasión descubrió en una revista llamada Ėglute (árbol de Navidad o ciprés) una viñeta en la que una mamá le entregaba a un niño una tableta, puntillas y un martillo. Cada vez que hagas algo malo, debes clavar una puntilla, le decía la madre a su hijo en uno de los dibujos. Con cierto ritmo, digamos que un clavito cada día, el niño llenó la tablita de puntillas. Al ver esto, la madre le dijo que ahora cada vez que hiciera una buena obra podía quitar una. El niño, entonces, se dedicó a hacer buenas acciones. Cuando finalmente limpió por completo la tabla, se la enseñó feliz a su mamá. Pero quedan los huecos, queda la huella, le dijo el niño a su madre. Fue una sucinta lección sobre la culpa, recordó Mockus. 

¿Y qué hay del perdón?, le pregunté. ¿Deben las víctimas de la Segunda Guerra Mundial en países como Polonia o Lituania perdonar a los victimarios? «Quien pide perdón debe estar dispuesto a no ser perdonado —me respondió con firmeza tras una pausa—. Hay que ser libre para poder perdonar». Durante varios minutos me habló sobre las condiciones que regulaban el acto de perdonar y sobre algunas de sus vivencias relacionadas con este acto. Hablaba en un tono plano, pero de vez en cuando sonreía de manera fugaz, como un niño a punto de cometer una travesura. 

Continué con cierta crueldad por el camino que venía: ¿Conocía al Centro Wiesenthal?, le pregunté. ¿Sabía de los crímenes de los que se acusaba a Juozas Zaranka?

Durante cerca de treinta segundos observó las calles más allá de la ventana. «Juozas era bastante católico —dijo con sequedad—. Me cuesta trabajo imaginármelo en esa clase de acciones tan prosaicas». 

Recordaba, no obstante, que Zaranka guardó durante toda su vida una foto vistiendo el uniforme del ejército alemán. En general, la mayoría de lituanos matricularon a sus hijos en el Colegio Andino como una suerte de apoyo a Alemania. Su madre se rebeló contra esa práctica y lo matriculó a él y a su hermana en el Liceo Francés. No sería extraño que algunos de los mandos medios o de los soldados rasos vivieran siempre con el miedo de que algún día la justicia llamara a sus puertas, tal y como sucedió en Núremberg con sus jefes, añadió. 

Antes de partir, quise saber su opinión sobre hombres como Zuroff y Simón Wiesenthal, el cazador de nazis por excelencia. Wiesenthal, un arquitecto judío de Galicia que sobrevivió a varios campos de concentración y que perdió a decenas de familiares en el Holocausto, consagró su vida a buscar y capturar a los miles de nazis que huyeron a Suramérica, Europa del Este y Medio Oriente para evitar los tribunales. ¿Qué pensaba sobre el hecho de que existiera una profesión semejante? ¿De que una persona olvidara el trabajo para el cual estudió para perseguir sin tregua a los criminales que los Gobiernos por una u otra razón dejaron en paz? 

Mockus meditó en silencio casi un minuto. «Pienso que a veces se perdona con demasiada facilidad —dijo con la voz algo quebrada—. A mi mejor amigo de la adolescencia, Francisco Slotkus, lo mataron dos días después de ir a poner una denuncia en Puerto López. Llegaron dos hombres en una moto y lo llevaron hasta la orilla de un río para luego pegarle dos tiros. Durante el entierro, su padre pidió a los lituanos que lo acompañamos en el cementerio que por favor nos quedáramos un momento después del sepelio. Rezó el padre nuestro y se detuvo para hacer un énfasis especial en la frase “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, como dando a entender que no iba a buscar venganza».

Se detuvo nuevamente y luego de otra pausa continuó con una voz cada vez más débil: «Recuerdo también el caso de una niña, no hace mucho. Pusieron una bicicleta bomba en un restaurante que era frecuentado por policías. La explosión solo mató a la niña que iba pasando frente al restaurante justo en ese momento. La mató a ella y a nadie más. Organizamos una marcha cívica en el parque Nacional para protestar por el hecho. Pero no lo organizamos bien. Yo le pasé el micrófono al padre de la niña sin saber qué iba a decir. Lo primero que dijo fue: “Los perdono”. Ahí pensé que la gente a veces perdona porque no puede hacer nada más. Agachan la cabeza y perdonan porque no tienen otra opción. Ese perdón de la impotencia, ese no es el perdón…».

Permanecimos en silencio. Tenía decenas de preguntas más, pero no me sentía capaz de continuar. «Pasarán mil años y la culpa de Alemania no se habrá borrado», dijo Hans Frank, gobernador general de Polonia durante la ocupación nazi. ¿Era posible perdonar a los asesinos de esa niña en Colombia? ¿A quienes participaron en el Holocausto en Lituania? ¿En Europa? ¿Tenía derecho a seguir indagando sobre sospechosos seniles que bien podían no tener nada que ver con los crímenes de los que se les acusaba? 

A mi lado, Mockus observaba la ventana con ojos perdidos. Cerré suavemente mi cuaderno de notas. Me levanté, en voz baja le di las gracias y hui. 

Afuera, el sol tercamente calentaba las calles de Bogotá. Tenía frío y no quería pensar. Por un momento, intenté imaginar lo que pudo haber sentido el padre de la niña muerta, lo que vivieron los millones de familiares de quienes perecieron en el Holocausto, los minutos, las horas, los días de remordimiento o de desidia que vivió Juozas Zaranka en el hospital. Incómodo, me volteé a mirar la ventana de la oficina de Mockus y me estremecí. Pensé en botar el cuaderno de notas en una caneca, pero de inmediato me arrepentí y tomé un taxi a mi casa para pasarlas al computador. 

Pabaiga. Fin.

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