El único habitante del apartamento era Clemente, un piano vertical marca Montano. El Zarco fue quien le dio ese nombre, acobardado, intentando amistarse con él. Subjetivamos los objetos para hacerlos más nuestros, pero terminamos siendo más suyos. Recuerdo que, hace años, me presentaron una silla mecedora que deambulaba de casa en casa con el nombre de la abuela, su primera dueña. La llamaban Mercedes y estaba revestida de una capa abrillantada de laca e importancia que impedía que cualquiera se sentara en ella. El Zarco llegó a dormir allí unos días, en el enorme espacio de aquel apartamento vacío de muebles y de su antigua aristocracia. Medía doscientos y tantos metros cuadrados y olía a flores muertas. Él encendió una astilla de palo santo para espantar ese olor a difunto y no se atrevió a levantar la tapa que cubría las teclas del piano, temeroso de tocarlas de modo involuntario. Su pavor era que la voz de Clemente desatara un conjuro e invocara el espíritu de sus moradores fallecidos. Esos edificios del centro de Medellín, entre el Teatro Pablo Tobón Uribe y la avenida Oriental, fueron propiedad de gente rica, la más poderosa de la ciudad. Algunos de los próceres cuyos bustos están sembrados a lo largo de La Playa son parientes de los primeros propietarios. Pero nada sorprendió tanto al Zarco en el espacio vacío de aquel apartamento como el bidé de los baños, ese aparato sanitario sobre el que la gente pudiente se sentaba para que un chorro beatífico de agua los aseara. Una tarde en que llovía con truenos y relámpagos, el Zarco abrió la tapa del piano y arreció los dedos contra las teclas que, pese al ímpetu de su gesto, no dijeron nada. ¡Es mudo!, gritó él. La suerte de Clemente estuvo echada. Curado de espantos, el Zarco decidió enemistarse con el piano y arrancarle sus teclas de marfil, del mismo modo en que un bandido le arranca los dientes de oro a un cadáver. Con lo que le pagaron por ellas vivió unos días a sus anchas, contemplando el corazón de Medellín desde arriba, por entre la copa de las ceibas y las palmeras de La Playa. Lo último que vendió del armatoste fue el encordado de su arpa apolillada. Tampoco supone un gran hallazgo, es más bien una obviedad: el silencio es la música del olvido.

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