Yo nunca anhelé vivir en Estados Unidos, ni siquiera deseaba visitarlo. Sentía oprobiosas esas filas de gentes mordidas por el temor y el frío en las afueras de la embajada norteamericana en Bogotá, repasando las respuestas que disimulaban sus defectos. Siempre me pareció un triunfo viajar por Latinoamérica buscando historias, sin necesidad de una visa estadounidense que me acreditara como ciudadano del mundo. Mis viajes a pie suman una veintena de países, unos pocos en Europa y Asia, y la mayoría desde el norte de México hasta el sur de Chile. En algunos he vivido pequeñas temporadas, en Argentina, Panamá y Costa Rica, y en Perú cinco años, uno de ellos en el desierto de Piura. Pero vengo de más cerca. Yo nací en uno de los barrios de las periferias de Medellín donde se libró la guerra contra el narcotráfico en los años ochenta. Allí, leyendo, discutiendo, masticando como las vacas —que a fuerza de rumiar convierten el pasto en leche—, descubrimos que los gringos combatían la producción y el tráfico de cocaína porque les convenía, para controlar sus ganancias y asegurarse la mayor parte. Nadie nos lo dijo, nosotros lo supimos: que los capos más poderosos de Colombia eran trabajadores a sueldo, proveedores de los verdaderos jefes del narcotráfico, ciudadanos de Estados Unidos de los que —ni antes ni ahora— sabemos nada, como si no existieran. Un día, contrario a mis recelos, me descubrí haciendo aquella fila ominosa, afuera de la embajada norteamericana en Bogotá, repasando las respuestas que disimulaban mis defectos. ¿Y si saben lo que pienso de ellos, del desprecio que siento por los gobiernos colombianos que los han apoyado, pusilánimes, corruptos, fratricidas? Yo había estado dos veces en Cuba, invitado por Casa de las Américas, primero como ganador de su premio de literatura testimonial, luego como jurado. ¿Eso me convertía en comunista? Hace tres años vivo en Davis, una ciudad universitaria al este de San Francisco, donde, entre otros, fotografío cuervos, halcones, lechuzas, y hace meses lobos y elefantes marinos. Soy afortunado y me reconozco feliz. Aquí estoy rodeado de gente entrañable, estudiantes latinoamericanos de doctorado e investigadores en sus pasantías de posdoctorado en una de las universidades más prestigiosas del mundo. Hay psicólogos, geógrafos, neurólogos, veterinarios, botánicos, físicos, estadísticos, matemáticos… Muchos son latinoamericanos venidos de esos países al sur que, en términos de su riqueza biológica, son el norte. A estos jóvenes científicos les preocupa la pérdida de nuestros bosques, ríos, montañas y mares. Ellos saben, porque lo han rumiado en sus labores de estudio, que el actual modelo de una prosperidad sin bordes, a expensas del extractivismo, es una rotunda imbecilidad. La otra noche, al unísono, lamentaron el triunfo de Donald Trump, un delincuente convicto, transfigurado por segunda vez en presidente electo del país más rico y poderoso; él, un ignaro, un nesciente, promotor de una economía carnicera, basada en el hartazgo y el consumo sin límites. En riesgo, más que nunca, están los bosques andinos y las selvas amazónicas, la pequeñez que los habita, y los ríos, las nubes, las gentes que viven en ellos, y entonces también nosotros, todos, sin excepción. La historia se repite. La devastación de nuestra biodiversidad, bajo el mandato de salvar la economía, es la guerra que ahora libramos en nombre de los norteamericanos, de su mayor beneficio. Un hoyo no se tapa cavando más hondo. Trump y sus seguidores predican que sí, ceporros, berzotas.
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