Desde hace años, durante el verano, el cielo nocturno de Davis, al noroeste de la bahía de San Francisco, llega a tornarse rojizo. Puede ser espectacular y atemorizante para los recién llegados. Pero ocurre hace tanto tiempo, y cada vez con más frecuencia, que ya no es novedad. Ah, nos dijo alguien en tono desinteresado la primera vez, es por los incendios forestales. Entonces recién caímos en cuenta del intenso olor a humo que se metía a nuestra casa de madrugada, mezclado con el siseo metálico de los búhos y las lechuzas. A mi esposa y a mí nos conmovió saber que en algún lugar ardía un bosque y esperábamos que esa desgracia fuera ostensible a plena luz del día. Pero bajo el cielo azul, en un entorno de jardines provistos de aspersores automáticos de agua, fachadas impolutas y pájaros trinando vivaces, nada sugería la proximidad de una devastación. Los bosques y los pastizales achicharrados de la costa oeste apenas son noticia, a pesar de que solo en 2021 se registraron 7.396 incendios, que calcinaron un millón de hectáreas, un área similar a la isla de Jamaica, de poco más de diez mil kilómetros cuadrados. La quemazón aumenta año tras año, pero hay quienes pretenden negar la evidencia científica: que hay un vínculo irrefutable entre el aumento de los incendios y el cambio climático, del mismo modo que lo hay entre el gas licuado de los mecheros y el mecanismo de pedernal que enciende la llama. Donald Trump, el presidente mundial de los pirómanos, niega ese vínculo. Más aún: niega que el aumento de la temperatura sea culpa de la quema de hidrocarburos. La idiotez es combustible. Su plan de gobierno se sustenta en una mayor voracidad petrolera, y el séquito de refractarios que lo secundan reitera sus ambiciones más distópicas, días antes de la ceremonia de posesión. El decorado parece de efectos especiales, con las laderas de Hollywood aún humeantes y las mansiones de algunos de los protagonistas más ricos, insulsos y famosos del cine norteamericano incineradas, reducidas a cascajo. Por increíble que parezca, pese al horror de los incendios y a la cifra de muertos y de desaparecidos, los dueños de la poderosa industria cinematográfica en California pretenden realizar la ceremonia de los Premios Óscar, prevista para comienzos de marzo, como si nada hubiera ocurrido. Se tienen merecida su suerte. En el infierno que ayudaron a desatar y alimentaron, Los Ángeles endemoniados seguirán ardiendo.
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