Estimado lector, te pido que, por un fragmento de tiempo, percibas el mundo sin visión y sin sonidos. Después de leer los dos párrafos siguientes intenta navegar en esa oscuridad. Allí encontrarás a la protagonista de esta historia.   

Cierra los ojos y cúbrete los oídos durante diez minutos. Mira la negritud, escucha ese silencio extraño que parece sumergirte en la soledad. Te sientes lejos, quizás en el infinito sin tiempo y sin espacio. Te da miedo que la luz no vuelva, dejes de escuchar, y que tu naufragio se perpetúe. 

Ahora, levántate de la silla o de la cama. Tantea la textura del cubrelecho o del asiento. ¿Cómo se siente? ¿Liso? ¿Cálido? ¿Acolchado? ¿O es de una aspereza que no habías palpado antes? Sigue con los ojos cerrados. Toca una pared. ¿Está fría? Recorre ese muro con las manos y dirígete a una puerta. Quizá la distancia se te hace más extensa, quizá te tropieces y quieras ver. Procura no hacerlo. Aspira el aire y percibe el olor. Encontrarás una mezcla indeterminada. Vuelve a aspirar e intenta hallar aromas ocultos, tal vez encuentres el de una comida, un cigarrillo fumado hace poco, algún perfume que navega en el aire o el dulzor de la humedad.  

El mundo de Pilar

El primer piso de la casa de Pilar huele a la fría humedad del cemento fresco. La cal lijada de los muros de la fachada se cuela por la nariz y produce estornudos. Adentro, los muebles arrumados parecen un ser gigante cubierto con una tela ligera. Se siente el abullonado de los sofás, la dureza de la madera de las sillas, las aristas filosas de unos bafles. Jesús es el único ser que se desplaza en ese aire ausente de humanidad. Un Jesús que pela cal, revuelve cemento y camina de puntas con sus zapatos de goma para no levantar la polvareda de la construcción. Ante la visita, se marcha. 

Pilar, que percibe el despelote, se excusa por la obra. En el saludo me extiende su mano, palma la mía durante un tiempo más extenso que el de una presentación común, y le hace un gesto confundido a Enrique King, su marido, quien le escribe en la mano libre: E S – L A – P E R I O D I S T A.

El segundo piso huele a la calidez de un tinto recién hecho. Ella, alertada por el olor, se dirige a la cocina. Con el tino de la experiencia, sirve el café en dos pocillos. Por el tiempo que tarda en caer el chorro en cada uno, se da cuenta de que contienen la misma cantidad.

El suelo de cerámica parece virgen de pasos. Un bebé podría lamerlo sin enfermarse. Cada mañana Pilar barre y, entre escobazo y escobazo, palpa el suelo para detectar las partículas de polvo escapadas del recogedor. Cuando percibe las baldosas lisas abandona esa labor. Luego trapea varias veces y lava el trapero hasta que sus dedos no distingan residuos, y el olor sea tan cristalino como el agua. En la mesa del corredor no hay ni una borona de pan, y el vidrio del bifé parece un espejo en el que todos pueden ver su reflejo, menos Pilar. 

La ceguera le concedió la juventud eterna. En su mente quedó impreso el reflejo de su imagen antes de perder la visión. Aunque las manos palpen su piel de medio siglo de vida, la imaginación se le quedó atrapada en la adultez temprana de los veintidós años, cuando perdió los dos sentidos. En su mente no ha envejecido, y tampoco sus padres. Sus ojos se quedaron estancados en un tiempo lejano y, por más esfuerzo que haga, no logra añadir canas ni arrugas en sus progenitores ni en ella misma. Solo envejecen los seres conocidos ya en la penumbra de las imágenes y sonidos. 

Los sentidos los perdió sin amenazas ni avisos previos. La enfermedad de Vogt Koyanagi Harada (VKH), un síndrome autoinmune, ya venía en su ADN y se mantuvo oculto durante dos décadas como una fiera microscópica a la espera de destruir el lugar que habita. Cuando tenía siete meses de embarazo, y trabajaba como secretaria, sufrió un dolor en su cabeza tan intenso que su cerebro parecía querer escapar por las cuencas oculares. Esa fue la última vez que vio el cuerpo regordete y moreno del jefe, y a su compañera de oficina, una mujer que usaba vestidos ceñidos de colores vivos y maquillaje extravagante, como el lienzo de un niño creativo. Cuánto diera por volver a escuchar la voz aguda de aquella mujer, los murmullos estresados del jefe, el tecleo del computador y ver, a la hora de salida, las interminables luces amarillas y rojas de los carros y los buses durante los trancones.

La atmósfera de tonalidades nítidas se fue desvaneciendo. Las formas se tornaron cada vez más difusas. Sus ojos comenzaron a lagrimear, primero por la enfermedad, y después por la tristeza de ver cómo su mundo se oscurecía mientras se preparaba para dar a luz a su primer hijo. Un día se levantó y no pudo ver el amanecer. La inflamación de los tejidos oculares le había causado el desprendimiento de la retina. Pensando que se trataba de un capricho hormonal, guardaba la esperanza de volver a la claridad en cada pestañeo. Los médicos le aseguraron que se trataba de un trastorno hormonal atípico o una retención de líquidos que le afectó la visión. Le aseguraron que tan pronto culminara el embarazo, volvería la visión con claridad. 

A principios de diciembre de 1996, fue trasladada al hospital para tener a su hijo. Creía que sería el principio de una vida y el final de su ceguera. David nació sin el quejido de ser expulsado de su cálido y angosto mundo. Pilar dice que ojalá él lo hubiera hecho para memorizar ese primer berrido, que sería el último audible para ella. 

Luego de dormir un par de horas por el agotamiento del parto, la despertó un sonido similar al de una avalancha de piedras y lodo. ¿Qué catástrofe natural podría ocurrir en Bogotá?, pensó. La madre de Pilar, al ver cómo la alteraba un imaginado fin de los tiempos, intentó apaciguarla con palabras mimosas que la asustada nunca escuchó: sus oídos habían dejado de funcionar. El ruido no provenía del exterior, sino de su cabeza. Marcaba el declive de su ser. Gritó, y sintió dentro de sí la vibración de la angustia. Solo una inyección de tranquilizante le noqueó los pensamientos y la sumió en un sueño profundo.

La paciente recién parida que había llegado ciega, ahora estaba sorda. Los médicos quedaron desconcertados. Nunca habían visto semejante deterioro en una madre, y sus conocimientos, en ese punto, eran páginas en blanco. En aquella época de los noventa, como en esta, no era fácil llegar al diagnóstico. El síndrome de VKH, estudiado desde principios del siglo pasado, es una lotería genética tan escasa que afecta a uno de cada cuatrocientos mil habitantes, según la plataforma Orphadata Science, especializada en enfermedades huérfanas y raras. Si padecerlo es bastante improbable, lo es aún más con la gravedad de Pilar. Se estima que solo el 30 % presenta un cuadro clínico tan severo. 

La conciencia de los sentidos vivos 

Pilar comenzó a trazar los recuerdos a través de la yema de sus dedos. Con la suavidad propia de una madre primeriza, demarcó las curvas diminutas de su hijo y tocó su pelo fino, casi imperceptible; al rozar la naricita se dio cuenta de que no era mayor que una falange de ella; en los pequeños labios encontró la forma de los suyos, y los dedos de los pies eran cojincitos del tamaño de granos de maíz. Tenía pliegues en las piernas y en los brazos, faltaba el relleno de la leche materna. ¿De qué color eran los ojos, la piel, y el pelo? La madre de Pilar le tomó la mano, y le escribió con el dedo índice, letra por letra, esos vacíos impalpables: ojos marrones y la piel trigueña de los padres. Aunque la desesperaba ese diálogo, que se asemejaba a la conversación con un tartamudo crítico, se resignó a que la comunicación se reconstruyera con los palos y curvaturas del abecedario sobre sus palmas. 

Sobre ellas pasaron letras cursivas, gordas, estilizadas, afanosas, y otras en negrilla al ser marcadas con fuerza. Algunas acariciaban y otras rasguñaban y causaban dolor, obligándola a cerrar por un tiempo ese cuaderno que le describía el mundo. Si ya estaba sumida en una condena perpetua, el mundo no tenía por qué ser aún más hostil, y por eso les enseñó a sus familiares y amigos a escribirle con suavidad, en letras mayúsculas sin adornos y con una raya entre las palabras. 

Otra mala noticia se presentó luego de un sueño. Palpó en la almohada un manojo de pelos inertes, y al pasar los dedos sobre su cabeza, más hebras se desprendieron. A los dos días se dio cuenta de la gravedad cuando empezó a sentir frío en algunos tramos de su cráneo. La fiera alojada en su ADN estaba desatada. Ya había hecho estragos en la visión, en los órganos auditivos, en el pelo. Como si eso no fuera suficiente, le salieron parches blanquecinos en la piel que ella palpaba distintos, no sabe cómo explicarlos. 

El peor de los enemigos estaba muy adentro de sus entrañas y pretendía matarla. Pilar buscaba en la oscuridad al Dios inculcado en su infancia, y él parecía sordo a las incesantes súplicas. Se cansó de orar, no por la pérdida de la fe sino porque se halló sin fuerzas. Quedó como una pesada muñeca que no podía ni sostener la cabeza ni abrir los labios. Su mente quedó aletargada, como una máquina averiada a punto de fundirse. 

En una reunión de emergencia en el hospital, especialistas en oftalmología, otorrinolaringología y neurología determinaron que los síntomas de la paciente tenían una raíz incierta. Un conteo de glóbulos blancos presentes en el líquido cefalorraquídeo confirmó el mal de la enfermedad. Más por ética médica que por la esperanza de recuperar a la mujer que ya habían condenado a la muerte —así se lo manifestaron a los familiares—, aplicaron corticoides e inmunodepresores y, tras un mes y medio, le dieron de alta con la advertencia de que el deterioro continuaría hasta que Pilar se apagara del todo. 

Sea por milagro o por la efectividad clínica, la mujer volvió a caminar, a tomar a su bebé en brazos y a comer; sobre todo, a comer. El sentido del gusto, que ya venía flaqueando como sus dos hermanos dañados, resucitó exacerbado. Pilar quería saborearlo todo y sentir las texturas de todo lo que tocaba su paladar. Encontró placer en los matices de una hamburguesa, en lo abullonado de un pan, en el aroma casi sólido y salado de unos fríjoles, en la esponjosidad de una sandía que exprime su jugo azucarado en cada mordida…

Dos años después dio a luz un par de gemelos. El infortunio reapareció arrebatándole a uno de los recién nacidos. Sus creencias le concedieron la calma de pensar que había añadido un ángel al cielo. Y dos permanecían con ella, pequeños y frágiles, con una madre incapacitada para verlos y escucharlos. Cuando aún no podía suministrarles las dos páginas de sus manos para que le escribieran allí, encontró un código efectivo en el tacto. Cuando los hijos tenían sueño acudían a Pilar con las manecitas juntas y las ponían sobre las mejillas de ella. Si tenían hambre, le tocaban los labios. Si querían jugar, le entregaban el juguete. Luego, con el tiempo, los niños aprendieron a escribir en sus cuadernos y en las palmas de su madre. Con sus dedos, hicieron planas de las vocales sobre las líneas de la vida, el amor y el dinero. 

Durante los primeros años de maternidad, esforzó la memoria para identificar cuál prenda era de cada uno, y más aún con los uniformes escolares. Cada vez que les compraba uno nuevo, palpaba la tela en busca de algún detalle particular en el cuello, en la bota del pantalón, en la marquilla. Todo lo planchaba guiada por el calor, la rugosidad de la tela y el olor a detergente caliente. 

En su mente, la imagen de sus hijos es clara. Conoce sus sonrisas porque les ha acariciado la comisura de los labios cuando están felices; sabe la estatura al medirlos con ella como referente, y ha encontrado enfermedades por la temperatura de sus cuerpos, el latido de sus corazones o erupciones en sus pieles. A través del lenguaje manual, se ha enterado de los malos momentos y los despechos. En la letra de ellos ha descubierto sentimientos ocultos por la variación de las figuras, la lentitud con la que escriben, la presión que ejercen sobre sus manos. Una habilidad desconocida para los videntes.

***

Divorciada de su primer esposo después de quince años de matrimonio, se reencontró con Enrique en 2012. Él confiesa que dos años antes, durante el primer encuentro que tuvieron, sintió ese impulso inconsciente y ciego de invitarla a salir, le pareció un ser curioso y feliz que siempre estaba en búsqueda de caminos propios para habitar el mundo. Pero, ante el estado civil que ella aún conservaba, se contuvo. Alguien ya se la había ganado, el marido tenía mucha suerte. 

Al verla de nuevo sin la argolla matrimonial, no dudó en pedirle la mano. Con las manos juntas, él como pluma, y ella como cuaderno, dialogaron. Ella recuerda la sensación de la letra clara y suave sobre sus palmas. Un ser experimentado en la conversación con los dedos gracias a su trabajo como intérprete de personas sordociegas. Enrique, que oye y ve, y hace alarde de su excelente visión al fijarse en la mejor mujer sobre la tierra, y de carcajada contagiosa, ha trabajado desde la adolescencia con el grupo poblacional al que pertenece Pilar; primero como voluntario, y más adelante como profesional en psicología en varias instituciones: Instituto Nacional para Ciegos (Inci), Instituto Nacional para Sordos (Insor), la Asociación Colombiana de Sordociegos y el Centro de Apoyo a la Sordoceguera.

«¿Cómo es Enrique?», les preguntó Pilar a sus hermanas. «¿Es guapo?», «¿se ve viejo?», «¿la gente no va a pensar que parece mi papá?». Aunque no podía detallar a su novio, le preocupaba cómo la gente lo veía, sobre todo por la diferencia de dieciséis años de edad que había entre ellos. Recuerda que las hermanas, entre risas, le dijeron que era flaco sin ser desgarbado, con una calva en la corona que cubre con boinas, ojos castaños, piel blanca, labios delgados, y algo veterano sin parecer abuelo. En 2014, Pilar se casó de nuevo y recibió la bendición de sus hijos.

Comenzaron a trabajar juntos, él en el Centro de Apoyo a la Sordoceguera como intérprete, y ella en el Colectivo de Sordociegos de Colombia como coordinadora del área cultural y recreativa. En su labor se encarga de organizar caminatas, experiencias gastronómicas, bailes, recorrido por museos. Enrique, mientras tanto, colabora con la logística para que cada persona sordociega tenga un intérprete capacitado para contarle el mundo a través de la palma de la mano, y que la guíe por los diferentes espacios. 

Además de esa labor, Pilar aprendió a bailar tango y es una actriz natural que tradujo su experiencia en una obra de teatro titulada Vital, y que se presentó, como espectáculo central, en el Festival de Literatura de Bogotá, en 2024. 

El renacer de los sonidos

En 2008, tras doce años de ausencia sonora se enteró de la tecnología de recuperación auditiva: el implante coclear. No era nuevo en Colombia ni en el mundo, y al parecer era efectivo. Sin tener más oídos que perder, le entregó su cabeza a un cirujano para que implantara el izquierdo. Le abrieron un hueco de unos tres centímetros en el cráneo y le introdujeron un electrodo conectado a un aparato adherido al cuero cabelludo. Esta parte del dispositivo recibe el sonido, lo convierte en una señal eléctrica y lo envía al electrodo interno. Ya despierta de la cirugía, sus dos hijos entraron a empellones y gritaron «¡Mamá!». 

Las dos sílabas penetraron derretidas y estruendosas. Después de una sordera de doce años, el ruido sorpresivo le estremeció el cerebro y no logró captar esa palabra añorada. Las pulsaciones eléctricas entraban ininteligibles. Había olvidado la resonancia de la palabra hablada. Confiesa que el implante tuvo buenas intenciones y poco efecto. Volvió a la escritura en la mano. 

En 2022, después de años en que los médicos le auguraron que de nada servía practicarse un procedimiento en el lado derecho, regresó al quirófano confiada en que la ciencia médica algo habría avanzado. Y avanzó bastante: recuperó el setenta por ciento de las facultades. Como en la cirugía anterior, la vibración de las sílabas llegaba desparramada, sin forma y sin sentido, y debió reaprender a escuchar. 

***

En el silencio eclesiástico de su sala, en ese segundo piso de suelo inmaculado, nuestras voces son lo único que resuena; ella con un volumen normal, y yo con el de un parlante. Cada diálogo lo escribe con la pluma invisible de sus yemas, en esa agenda que contiene las líneas de su destino.

Afuera, el megáfono de un vendedor de mazamorra paisa se cuela hasta llegar a nosotras. Ella pregunta qué es, se rasca la cabeza e intenta encontrar la procedencia de ese ruido. Mi voz, de frases tranquilizadoras, entra en su cerebro mezclada con la del vendedor de mazamorra. El implante le permite escuchar a una sola persona; con dos o más, las vibraciones se convierten en un mazacote aturdidor. 

Ya calmada, continúa traduciendo en letras la conversación. 

Las manos, las mismas con las que ausculta las baldosas para detectar rastros de polvo, son las de una veinteañera vanidosa: suaves, sin manchas ni cicatrices. Las uñas están pulidas y esmaltadas, y en los dedos brilla la fantasía fina regalada por su esposo Enrique y sus hijos. Le halago las manos, contesta que son su carta de presentación y la manera de conocer a la gente. En ellas se refleja la ansiedad, la delicadeza o la torpeza, las callosidades del trabajo del campo, el aseo y la vanidad. Escondo las mías, aunque ella no las vea: son dos lienzos ásperos escritos a las malas con cicatrices perpetuas. Pilar se sincera.

—Cuando llegaste y me extendiste la mano, la sentí rara, no pensé que fueras tú.

Me avergüenzo y también me sincero


—Lo sé, son ásperas y arrugadas. Las tuyas parecen de veinte, las mías de setenta.

Ella suelta una carcajada. 


—No, de setenta no, creí que eras Jesús que venía a pedirme algo para seguir con los arreglos de la casa.  

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