Ese día nos cogió una tormenta de nieve. Habíamos subido al páramo del Verjón para caminar y buscar pájaros. K me había hablado del colibrí chivita, de su barbita morada, y por eso llevamos los binóculos. Durante la primer hora, con el cielo despejado, recorrimos el camino real que va hacia la laguna donde nace el río Teusacá. En ese tramo no hicimos ningún avistamiento, pero hablamos. Siempre me ha parecido que caminar en el páramo suelta la lengua. El cuerpo se concentra en el camino y la mente divaga. Hablamos sobre todo de nuestras familias. K me contó de sus ancestros libaneses y de los meses que pasó en la embajada colombiana en El Cairo. De esa ciudad se acordaba de los paseos que hacía a pie por las mañanas y de los rituales que acompañan la observancia del ramadán. Yo le hablé de mi abuelo inglés que había peleado en la Segunda Guerra Mundial.
En la laguna tomamos un descanso. Nos sentamos en la orilla y comimos unas nueces de macadamia y un paquete de frutos secos. En el agua daban vueltas unos patos paramunos. Yo los había identificado en una visita anterior y me emocionó poder mostrárselos. K me había introducido al mundo de las aves unos meses atrás, una mañana en la que llegó a mi apartamento para salir a otro paseo. Ese día, mientras nos tomábamos un café y esperábamos al resto de la comitiva, me mostró su guía de McMullan Birding, llena de papelitos anotados. Ahora los patos paramunos se deslizaban a unos metros de nosotros sobre la superficie del agua. Cada vez que cogían vuelo, saltaba a nuestra vista el brochazo de color verde que esconden en las alas. En el cielo circulaban otros pájaros, quizás zopilotes, pero ni siquiera con los binóculos los pudimos identificar. Estaban lejos.
Cruzamos el nacedero del río Teusacá hacia las montañas más altas del páramo. En esa época K estaba embelesado con las novelas de Tomás González. Me habló de lo mucho que le había gustado La historia de Horacio y de algún periodista argentino que había escrito una especie de crónica falsa sobre la luna. Yo venía de leer los dos libros de ficción de Harold Muñoz, ese hermano suyo, y le compartí mi entusiasmo. En el camino nos cruzamos con una pareja que tenía un perro y recuerdo que K se arrodilló para acariciar su lomo. Unos pasos más adelante empezamos a subir la empinada pendiente que marca el comienzo del sendero de los Tunjos. La tierra seguía ensancochada por culpa de la lluvia de esos meses. Yo no dejaba de lamentar la ausencia de nubes en el cielo. El páramo se sentía desabrigado sin la neblina.
En la mitad de la subida K me preguntó si faltaba mucho. Que el pulmón no le daba. Que llevaba un tiempo sin hacer ejercicio. Con los brazos en jarras, repetía: «No, men…». Todavía nos quedaba un buen trecho y por eso le propuse que fuéramos despacio. Le dije que era mejor no parar en seco para que el viento no nos enfriara los huesos. En esas estábamos cuando un pajarito azul apareció en el sendero. Era un pájaro forrajero, brincón. A día de hoy aún no sé si era un gorrión paramuno o una diglosa de antifaz. Quizás era otro. Pero parecía empeñado en escoltarnos. Cada tanto se escabullía entre el chamizo para luego volver al sendero. Ahora se me ocurre que ese pájaro jalonó a K con una cuerda invisible. Porque nos acompañó durante el resto de la subida. Con sus brinquitos ridículos. Y en la cima desapareció. En ese momento el paseo ya empezaba a parecer un largo sueño.
Llegamos al pequeño descampado donde todavía sobreviven unos tablones y los cimientos de un antiguo mirador. Yo había recorrido los últimos metros en un arrebato de emoción porque sabía que, con el cielo descubierto, algo inusual a 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar, alcanzaríamos a ver un pedazo de Bogotá. Miramos la ciudad en silencio. Nos separaba de ella una hilera de cerros en la que sobresalen las siluetas de Monserrate y del santuario de la Virgen de Guadalupe. K me pidió que le tomara una foto con el páramo a sus espaldas. Enseguida insistió en tomarme una diciendo cariñosamente que dejara la timidez para otro día. Desde esa altura la laguna por donde habíamos pasado se veía minúscula. Las personas agrupadas en su orilla parecían alfileres de colores. Descubrimos que existía otra laguna a unos metros, monte adentro, una réplica de la primera.
Entonces el sueño se espesó. Nos dimos la vuelta para despedirnos de Bogotá antes de continuar el camino por la cuchilla, y vimos que de las montañas cercanas se desenrollaba un tapete de niebla en nuestra dirección. Viajaba impulsado por un viento endemoniado. Primero desapareció la ciudad. Luego Monserrate y Guadalupe. Luego nosotros. La neblina materializó un halcón que dibujó una parábola en el cielo, voló sobre nosotros, y se internó en el páramo. ¿Quizás estaba aprovechando la nueva opacidad del ambiente para cazar? ¿Tal vez huía de la bruma? Seguimos su vuelo con asombro. Su tamaño decreció hasta perderse en la distancia. Para ese entonces, la niebla había arropado casi la totalidad del páramo. Estábamos dentro de la nube. Nos miramos y reímos.
Unos meses más tarde, después de una sesión de Catán en mi casa, K quiso saber mi opinión sobre la misteriosa pulsión que lleva a alguna gente a salir de la ciudad en busca de pájaros. Él acababa de regresar del Amazonas, adonde había viajado por encargo de la revista Strangers Guide para escribir una crónica sobre aves. Yo le dije que para mí el enigma tenía que ver con el silencio. Le recomendé la novela Kes, de Barry Hines, sobre un adolescente que cría un cernícalo, y la adaptación al cine que hizo Ken Loach. En particular, le hablé de un diálogo entre Billy, el protagonista, y uno de sus profesores. Un diálogo que, me parece, resume a la perfección la sensación de asombro que sentimos cuando el halcón nos sobrevoló en el páramo.
—No me refiero a la belleza de su vuelo, eso es maravilloso… Me refiero…, bueno, a que hay algo cuando vuela que te hace sentir raro.
—Creo que entiendo lo que quiere decir, señor. Se refiere a que todo parece volverse silencioso.
—¡Eso es!
Descendimos del otro lado del mirador envueltos en la niebla. Después de atravesar una loma atestada de frailejones, llegamos al trecho más engañoso de la caminata, donde el sendero se bifurca y hace bucles. Nuestro campo de visión se había reducido y era difícil identificar el camino. Además, los jirones de bruma alteraban el terreno. El paisaje no solo cambiaba con nuestros pasos; la misma geografía parecía desplazarse en secreto, como el bosque de Birnam. Le conté a K que la primera vez que pasé por ahí con unos amigos nos perdimos durante tres horas. No recuerdo su respuesta, pero me mencionó que le parecía un buen lugar para que yo llevara a una amiga. Dimos unas vueltas hasta encontrar la escueta cruz de madera que señala el final de esa parte de la ruta. En su travesaño horizontal se lee: LA VIDA ES AGUA.
La neblina empezaba a disiparse. Caminamos de bajada en paralelo a un río que estaba oculto por la tupida vegetación que crecía a sus costados. Desde el dosel nos llegaban secuencias de trinos. K me había enseñado a avistar pájaros con la mirada. Había que permanecer de pie, a veces por minutos enteros, con los ojos atentos a cualquier movimiento. El temblor de una rama a menudo bastaba para dar con el blanco. Buscamos en vano alguna señal de vida aviar a lo largo del río. Pero en el páramo los pájaros, además de ser escasos, se camuflan con facilidad. Las tonalidades de verde de ese ecosistema también cansan la mirada. Son tonalidades pálidas, extrañamente áridas. Tampoco nos ayudaba la luz áspera que emanaba del domo de nubes que ahora encubría el cielo. Nos entretuvimos un rato tomándole fotos al tronco muerto de un frailejón antes de seguir adelante.
K se preocupó porque no teníamos señal y era el cumpleaños de Ana, su novia. Me contó que se habían conocido en un congreso de fotografía y que ella vivía en Filandia, en Quindío. Cuando la visitaba, algún miembro de la familia de ella sacaba una guitarra y cantaban. Eso le gustaba. Creo que también cocinaban muy bien y, bueno, eso era importante para un comelón como K. En uno de esos viajes al Quindío se llevó por primera vez un par de binóculos a los ojos para avistar aves. Le pregunté si estaba enamorado de Ana y me contestó que sí. Recuerdo que me dijo: «Lo que más me gusta de ella es que ve las cosas de manera distinta. Si estuviera acá, por ejemplo, vería una cantidad de cosas que a mí nunca se me ocurrirían».
La lluvia nos encontró mientras atravesábamos un tramo plano del sendero. Llegó precedida por un soplo de viento. Una laguna a nuestra izquierda me hizo pensar que el sonido era el siseo de una cascada, pero K se la pilló. Alcanzó a decir: «Eso es lluvia». Y entonces se vino el agua. Era tanta que, de repente, no podíamos oír la voz del otro o el sonido de nuestros pasos. Mucho menos el trino de los pájaros. Solo el repiqueteo del agua. Insistente, excesivo. Subimos las cremalleras de nuestras chompas. Nos encapuchamos. Yo sabía que el único refugio era el restaurante al lado del parqueadero. Nos quedaba por lo menos una hora de caminata.
El granizo empezó a caer a los cinco minutos. Las primeras pepitas brincaban en desorden a nuestro alrededor. Rebotaban contra el suelo y terminaban, solitarias, al pie de un frailejón o de un arbusto de uvas camaronas. Y, de pronto, donde antes había una, ahora había dos. Y cuatro. Y ocho. Las bolitas de hielo se acumulaban una al lado de la otra. Escondimos las manos dentro de las mangas para que no nos impactaran la piel. Las cachuchas nos protegían la cabeza. En la cima de una loma pudimos mirar el paisaje que nos rodeaba. El páramo, nuevamente, había mudado de piel. Estaba enterrado bajo una capa de nieve blanca.
Llegamos ensopados al camino real. El agua había encontrado la forma de filtrarse dentro de nuestras botas y el frío nos entumecía los pies. Sobre el camino corría un río que parecía venir de un glaciar en deshielo. El agua fluía limpia y rauda y el granizo se arremolinaba entre las grietas de las piedras. Teníamos que caminar saltando sobre las partes más altas de la ruta para no caer en los charcos. La lluvia aún no amainaba. Los dientes tiritaban. Con dificultad logramos sacar los celulares para tomarnos unas fotos. Ahora que las miro veo en ellas el placer que nos produjo sentir tan de cerca la fuerza de la naturaleza.
Cuando finalmente escampó, se hizo un profundo silencio. En el cielo aparecieron pájaros. Hacían carambolas en el aire antes de volver a percharse sobre las ramas de los arbustos. Casi no dijimos nada durante el resto de la caminata. No hacía falta. El día nos había vaciado. Hacia el final del sendero, vimos al lado del camino uno de esos montículos de piedras que apila la gente. Nos sorprendió que la granizada no lo hubiera derrumbado. Busqué a mi alrededor alguna piedra y la situé en la parte más alta. K me miró y se limitó a sonreír.
—Para conmemorar este día —le dije, un poco apenado por la cursilería del gesto.
K soltó una risa suave, contenida. Un poco más adelante, subimos la última pendiente antes de llegar al parqueadero. Del borde alto de una pared de piedra se desprendían unas delgadas cascadas formadas por la lluvia. K hizo un cuenco con las manos para recibir uno de los hilos del agua.
Ay, Karim. En ese momento me pediste que te grabara. El agua caía gorjeando. El agua rebosaba de tus manos.
Una primera edición de este texto apareció en la revista El Malpensante, n.º 249, en abril de 2023.
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