Quiero ser honesto. Hace un año yo no sabía qué era un derecho de petición. Tampoco, la verdad, una tutela. Las dos palabras flotaban en un pozo viejo de mi memoria, sus definiciones ensopadas por el paso del tiempo. En mi carrera como periodista me había centrado en escribir sobre cultura. No se me había ocurrido ponerle una tutela al director de una mala película ni solicitarle a una cantante, mediante un derecho de petición, que me enviara sus canciones de adolescencia.

Tampoco había pensado en esas dos palabras cuando entré en los sótanos del periodismo investigativo. Las linternas que usaba para iluminar el camino eran las fuentes que me buscaban para que contara sus historias. Gracias a ellas escribí sobre la censura que oscurecía el legado del escritor Andrés Caicedo y sobre la corrupción que desordenaba las oficinas bogotanas del Fondo de Cultura Económica. Pero mi forma de hacer las cosas cambió en mayo de 2023. Ese mes me invitaron a ser socio de un medio llamado CasaMacondo.

Para no quedar mal frente a mis nuevos colegas, antes de mi primer consejo de redacción llamé a viejas fuentes del mundo de la cultura. ¿Qué se estaba diciendo en los corredores del Ministerio? ¿Qué olía bien? ¿Qué olía mal? Un amigo me sugirió que le parara bolas a la hoja de vida del viceministro de Creatividad, el gestor Esteban Zabala, y en especial a los renglones sobre su educación. En el documento oficial que me arrojó Google aparecían dos títulos. El primero era un pregrado en Comunicación Audiovisual. El segundo, una maestría en Gerencia para el Desarrollo. No aparecían las universidades. Según Zabala, en ambos casos se había graduado.

Por esas fechas, una crisis respiratoria me llevó a la sala de urgencias de la Fundación Santa Fe, en el norte de Bogotá. Tenía los pulmones desabastecidos de aire. Durante la semana siguiente, los médicos me aletargaron a punta de xanax. En medio de las horas blancas que pasé en la sala de espera del área de neumología, aferrado a mi vape, logré enviar desde mi celular un correo a la Universidad del Externado, la única del país que ofrecía un posgrado en Gerencia para el Desarrollo. Fue un correo corto, franco, ingenuo. El destinatario era la oficina de prensa de la institución. Nadie lo contestó.

Entonces apareció Juan Pablo Barrientos, el director de CasaMacondo y el jardinero mayor de los laberintos del acceso a la información en Colombia. En cuestión de minutos me podó el camino. Me explicó que había dado un paso en falso, que la ruta a tomar era el derecho de petición. Apunté los detalles de Zabala en el documento modelo que me envió Juan Pablo y se lo mandé al rector del Externado. «Ahora tienen dos semanas para contestarte», me dijo mi colega. Los mecanismos de la justicia, empecé a entender, tienen el poder de endurecer la realidad.

El derecho de petición contenía una breve introducción en negrita y tres preguntas.

El ciudadano Clímaco Esteban Zabala Ramírez, con cédula de ciudadanía 79.911.301, es un alto funcionario del Estado que funge como Viceministro de Creatividad del Ministerio de Cultura y dice haber estudiado en la Universidad Externado. Dicho esto:

1. ¿Este ciudadano se ha graduado de la Universidad Externado?

2. Si la respuesta es afirmativa, ¿en qué fecha y cuál título obtuvo?

3. Si no se ha graduado del Externado, ¿ha sido estudiante? ¿Por cuánto tiempo? ¿Qué le faltó para graduarse?

La respuesta llegó a mi bandeja de entrada dieciocho días después. Consistía de dos párrafos, ambos escuetos y formales, firmados por el director jurídico de la universidad. La nuez del asunto estaba en la segunda oración: «Atendiendo su solicitud, se indica que el ciudadano al que alude no es egresado de esta Casa de Estudios, toda vez que no ha optado al grado».

A las dos horas de recibir el correo ya estaba cruzando mensajes de WhatsApp con el viceministro. Tenía que darle la oportunidad de que se explicara. No fue un intercambio fluido. Zabala solo quería saber quién me había dado su número y yo solo le pedía que me confirmara la universidad de la cual se había «graduado». Nos empezamos a tutear. Yo sentía una mezcla de nervios, emoción y vergüenza. Acordamos hablar por teléfono. Cuando entró su llamada, abrí mi computador, hice clic en el botón de grabar, contesté y puse el celular en altavoz. En la breve conversación, tan tensa como triste, Zabala me preguntó si lo quería conocer en persona, susurró el nombre de la Universidad del Externado y me prometió que me pasaría una foto del diploma en unos días, pues el documento se encontraba «en un compu en Bogotá» y él andaba en el extranjero.

El artículo que escribí se tituló «El viceministro de Creatividad mintió en su hoja de vida» y provocó algunas olas de indignación en X antes de hundirse en el encrespado mar de los tuits políticos. En ese momento no pensé que, dos días después, la noticia resurgiría con la fuerza de un tsunami. Antes de publicar la nota le había mandado un derecho de petición al Ministerio de las Culturas solicitándole los soportes que había entregado Zabala para justificar los títulos que aparecían en su hoja de vida. No pensé que me fueran a contestar. Era, como dicen los gringos, «un tiro en la oscuridad». Pero di en el blanco. El día después de que salió mi artículo, a lo mejor con el celo de querer desmentirlo, el Ministerio me hizo llegar una copia del diploma del Externado de Zabala y un acta de grado. Ay. El viceministro los había falsificado.

El segundo artículo se tituló «El viceministro de Creatividad falsificó diploma del Externado» y esta vez sí se embraveció el mar de X. Como relámpagos aparecieron textos de otros medios replicando la historia. La gente, indignada, no dejó que la tormenta amainara. La nota creció y creció y finalmente inundó las oficinas del Ministerio. En menos de cuarenta y ocho horas, el entonces ministro encargado, Jorge Zorro, anunció la renuncia de Zabala.

Yo estaba contento. Había dejado de fumar, mis pulmones estaban mejor y acababa de destapar un pequeño acto de corrupción. En medio del festejo por la chiva, Juan Pablo sacó sus tijeras de podar y me llamó: «Bueno, hermano, ¿y qué tal si ahora revisas las hojas de vida de todos los altos funcionarios del Gobierno?».

***

Tenía los dedos entumecidos. Eran las once de la noche y acababa de pasar la tarde redactando derechos de petición. En los cuarenta y dos que había escrito pedía lo mismo: que las universidades me confirmaran los títulos de los ministros, viceministros y otros líderes gubernamentales que decían haber pasado por sus aulas. No había sido fácil encontrar el correo de cada uno de los rectores, pero lo había logrado. Ahora los mensajes reposaban juntos en la bandeja de «correos programados» de mi Gmail, un pequeño alud que se deslizaría sobre el mundo de la educación superior colombiana a las 8 a. m. del día siguiente, el 25 de agosto de 2023.

Las respuestas empezaron a llegar a los pocos días. Por alguna razón, me sorprendió que cada una fuera tan particular. Algunas universidades adjuntaban la respuesta, otras la escribían en el cuerpo del correo. Unas enviaban mensajes escuetos y amables. Otras, en cursiva, se explayaban en consideraciones jurídicas. A mí me gustaba ver cómo cada institución resolvía mi petición a su manera y cómo el concepto jurídico del derecho de petición, nítido en el papel, se ensuciaba al entrar en contacto con los humanos.   

La mayoría de las universidades colaboraron con la investigación. Treinta y una de ellas me confirmaron los títulos de los funcionarios. La predicción había sido de Juan Pablo: «Vas a ver que varios han mentido». Y sí. Más de uno lo hizo. El excanciller Álvaro Leyva decía que tenía un pregrado en Economía de la Javeriana y, minutos después de que yo lo contactara, borró ese dato del portal del Ministerio de Relaciones Exteriores. El viceministro de Turismo, Arturo Bravo, se disculpó por haber asegurado en LinkedIn que tenía una maestría en Dirección del Rosario. Mientras tanto, Adriana Mejía Aguado, la directora de Artesanías de Colombia, se inventó un diplomado en la Universidad La Gran Colombia que aún publicita en su hoja de vida oficial.

No todas las universidades me abrieron sus puertas. El 28 de agosto, un rector me mandó a decir que no. Sería el primero de once. En el correo, el director de admisiones de la Universidad de Manizales me informó que no era «procedente acceder a [mi] petición». Para entregarme la información, me hizo saber, necesitaba que adjuntara la orden de un juez o la autorización del titular de los datos (mejor dicho, del presunto estudiante). Al leer su respuesta, así como las otras negativas que llegaron en esos días, entendí que en el cielo jurídico empezaba a formarse un choque entre dos corrientes: la del acceso a la información, que soplaba de mi lado, y la de la privacidad (habeas data), que soplaba del lado de las universidades opuestas a mis peticiones.

Por fortuna, yo tenía el avión adecuado para sortear el vendaval: uno ligero y veloz, modelo 91, de largo alcance y casi tan viejo como yo: la acción de tutela. Juan Pablo, por su lado, mudó de piel y se transformó en mi instructor de vuelo. En largas reuniones de Meet, me explicó la estructura del recurso legal. Me enseñó que los hechos que se narran deben ser puntuales y que la parte más hermosa se llama Consideraciones Jurídicas. En ella, uno debe rastrear antecedentes y recoger conceptos para decirle al juez: «mire, hay jurisprudencia, deme la razón». Es, si se quiere, el combustible de la tutela, lo que le da vuelo. Nosotros argumentamos que estábamos preguntando por personajes públicos y que buscábamos hacer control social a la política; que nuestra solicitud no rozaba la esfera de la privacidad y que los diplomas eran, a fin de cuentas, documentos públicos.

Para mi sorpresa (no para la de Juan Pablo, que siempre supo que íbamos a ganar), las tutelas surtieron efecto. Después de interponerlas en un sitio web llamado Tutela en línea, las once entraron en la matriz del sistema judicial y de allí salieron despachadas por las tuberías de la justicia a juzgados particulares en Bogotá, Santander, Meta, Caldas y Atlántico. En menos de un mes contamos ocho victorias. Entre ellas incluyo tres en las que los jueces fallaron en mi contra, pero por «hecho superado»; en otras palabras, porque en esos casos las universidades reaccionaron a la tutela enviándome la información solicitada antes de que la justicia se pronunciara.

Pero la pelea continuaba. Tres jueces desenfundaron sus espadas y trazaron su posición en la arena del coliseo. Cada uno denegó mi tutela y se puso del lado de las instituciones educativas: de la Universidad Nacional de Colombia, de la Universidad Simón Bolívar y de la Universidad INCCA. Los argumentos que presentaron no eran los más convincentes. El juez a cargo del caso con la Bolívar, por ejemplo, falló en mi contra en parte porque no me había acreditado como periodista,una exigencia sin peso pues, como aprendí, el periodismo es un oficio, no una profesión, y por eso no es necesario acreditarse. De hecho, la Corte Constitucional declaró inexequible la exigencia de la tarjeta profesional de periodista.

El paso siguiente fue impugnar; mejor dicho, pedirle a un juez de un tribunal más alto que corrigiera el fallo original. Así lo hice, guiado por la mano maestra de Juan Pablo, y redacté tres cartas salpicadas de indignación. Gané una impugnación y perdí dos. En segunda instancia solo me dio la razón el juez que tenía en su despacho mi caso contra la Universidad Incca. La celebración de esa victoria fue discreta, a la sombra de las dos derrotas. Yo pensé que hasta allí llegaba el asunto. 

—¿Qué hacemos, Juan? 

—Nos vamos a la Corte Constitucional, hermano. Vas a ver que allá ganamos.

***

Eran los primeros días de enero de 2024 y no había nubes en el cielo. Durante mi caminata diaria de mi casa al Juan Valdez de mi barrio, veía cómo ardían los cerros orientales de Bogotá. Los helicópteros sobrevolaban la ciudad cargando baldes de agua y las cenizas de los árboles venteaban en las calles. El nuevo alcalde se estrenaba con el reto de contener los incendios. Yo, mientras tanto, miraba el monte y miraba mi computador. Tenía que terminar un documento de cincuenta páginas para enviárselo a los magistrados de la Corte: la solicitud ciudadana de revisión de tutela. 

En Colombia, todas las tutelas, las cientos de miles que se interponen al año, ascienden hasta la Corte Constitucional. Allá arriba unas pocas son elegidas para revisión. El proceso funciona así: cada mes, dos de los nueve magistrados presiden una Sala de Selección de Tutelas, ojean las más recientes y escogen entre veinte y treinta, en razón de los derechos fundamentales que reclaman. La solicitud ciudadana es una forma de levantar la mano y pedir atención.

La solicitud es, también, un documento que exige tiempo y concentración, sobre todo porque pide que uno amarre las particularidades del caso a una serie de criterios jurídicos. Por eso, en el Juan Valdez, yo avanzaba a paso de tortuga. Además, tenía que redactar dos: la de la Universidad Nacional y la de la Universidad Simón Bolívar.

La pelea más interesante era con la Nacional, que en el comienzo se comportó con extravagancia. En lugar de responder de forma unificada mi derecho de petición del 25 de agosto, tomó la decisión federalista de pedirle a cada una de las facultades aludidas que respondiera por separado. Esa parcelación agrietó la postura de la institución: tres de las facultades (Medicina, Derecho y Ciencias Económicas) me entregaron la información y dos de ellas (Ingeniería y Ciencias) rehusaron hacerlo citando razones de privacidad. La incoherencia de la Nacional me pareció un buen augurio, pero los dos jueces que revisaron el caso en primera y en segunda instancia me borraron la sonrisa. 

Ahora tenía de frente a la Corte Constitucional. Un amigo abogado me había atemperado las expectativas. La magnitud de la tragedia que se vive en Colombia, me dio a entender, se puede leer en los expedientes que escogen los nueve magistrados. No le faltó la razón. En el canal de YouTube de la Corte, donde se transmiten en vivo las salas de selección, vi cuando los magistrados pasaron por alto los números de expediente de mis dos tutelas. Hasta entonces cada decepción había sido amortiguada por el optimismo de Juan Pablo. Por eso me asusté cuando hablamos y noté la duda en su voz.

Me explicó que solo nos quedaba un último recurso: «la insistencia». Consiste en hacerles llegar a los siete magistrados que no hicieron parte de las Sala de Selección la solicitud ciudadana de revisión de tutela. Después había que esperar a que alguno de ellos «insistiera» en el caso. El recurso era el equivalente a pedirle al arquero del equipo de uno que suba a cabecear un tiro de esquina en el último  minuto del tiempo suplementario. Pasé una mañana redactando esos documentos, sin mucha convicción. Pero, milagrosamente, al mes de enviar las insistencias, la pelota cayó en los pies de la magistrada Diana Fajardo. Su disparo, además de hermoso, resultó imparable: el balón infló la red. Ella insistió.

«… la selección de este caso permitirá a la Corte profundizar en la garantía del ejercicio periodístico que desempeña una función esencial en la supervisión del poder público y en la promoción de una sociedad informada. Limitar el acceso a información relevante sobre los funcionarios públicos no solo obstaculiza este papel vital sino que también pone en riesgo la capacidad de la sociedad para tomar decisiones informadas y ejercer control sobre sus gobernantes».  

El respaldo de la expresidenta de la Corte resultó determinante. La Sala de Selección N.º 3 y la N.º 4 de 2024, respectivamente, eligieron la tutela contra la Nacional y la tutela contra la Simón Bolívar. La voz de Juan Pablo vibraba de emoción. Yo sonreía, pasmado. ¿Cómo había llegado hasta acá? Solo se me ocurría pensar que el trabajo es mejor cuando permite que uno entre en la órbita de gente que tiene la disponibilidad de acelerar (y modificar) la trayectoria trazada.

El primer regalo llegó el día de mi cumpleaños. El 2 de agosto, la Sala Octava de Revisión de tutelas, presidida por Cristina Pardo Schlesinger, falló en contra de la Universidad Nacional y a mi favor. Habíamos ganado. El documento de ciento veinticuatro párrafos revocaba los fallos de primera y segunda instancia y obligaba a las facultades de Ingeniería y Ciencia a entregarme la información solicitada. 

Las facultades me la enviaron a los pocos días. Había pasado casi un año desde el derecho de petición original y muchos de los funcionarios por los que había preguntado ya ni siquiera trabajaban en el Gobierno. Igual de poco importó. Todos se habían graduado. Lo significativo, sin embargo, era el fallo, que sentó un precedente jurídico en favor del periodismo y del acceso a la información, pues concluyó que tener o no un título universitario sí hace parte de la esfera pública, y no de la privada. 

Esa fue la victoria: la Sentencia T-324 de 2024. O, bueno, la primera, porque Juan Pablo y yo aún estamos a la espera del fallo en el caso de la Universidad Simón Bolívar. Todo parece indicar que llegará pronto. Mientras tanto, estamos escribiendo listas con los nombres de los magistrados de las altas cortes. Ojalá ninguno haya mentido en su hoja de vida. Pronto lo sabremos.

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