En las primeras páginas de La vegetariana, el esposo de Yeong-hye describe a su mujer como un ser anodino. No tiene, nos dice, mayores atributos, tampoco defectos significativos. A diario cumple las labores que él espera de ella: prepara el desayuno, plancha la ropa, le entrega el maletín antes de que él salga a trabajar. Su única peculiaridad, confiesa con algo de vergüenza, es que rehúsa usar un brasier. 

La cotidianidad de la pareja se altera cuando Yeong-hye tiene un sueño sangriento. Ese día ella decide no volver a comer carne. Abre la nevera de la casa y mete en bolsas de basura los filetes de anguila, los trozos de carne, la panceta, la corvina deshidratada, los dumplings congelados. Ese cambio detona otros. Poco a poco, Yeong-hye empieza a adelgazar y deja de dormir; pasa horas en silencio, los ojos abiertos, el cuerpo inmóvil. 

La vegetariana es la cuarta novela de Han Kang (Gwangju, 1970). Se publicó en Corea del Sur en 2007. Casi una década después, en 2016, su traducción al inglés ganó el Man Booker Internacional. En la obra, publicada en español por la editorial Rata y luego por Penguin Random House, presenciamos la misteriosa metamorfosis de Yeong-hye desde el punto de vista de tres personas cercanas a ella: su esposo, su cuñado y su hermana. De su interioridad, mientras tanto, solo tenemos destellos, frases parcas o fragmentos de sus sueños, poblados de sangre y amasijos de carne. Esa decisión es poderosa: la transformación de Yeong-hye es inescrutable; es un evento privado y soberano. Ella se encuentra fuera del alcance de sus conocidos, que desesperadamente buscan una respuesta, y también, de alguna manera, de nosotros, los lectores de la obra. Quizás por eso los sueños juegan un papel tan importante en el libro: es en ellos, sobre todo, donde entrevemos su interioridad. 

Un bosque oscuro. Sin gente. Las hojas de los árboles con bordes afilados, mis pies rasgados. El lugar, casi lo recuerdo, pero me pierdo. Tengo miedo. Hace frío. Cruzo una quebrada congelada, veo un edificio rojo, como un granero. La puerta es una estera de paja que se agita lánguidamente. La enrollo y entro; veo lo que está adentro. Del tallo de un bambú cuelgan enormes y rojos bultos de carne, la sangre aún gotea. Intento abrirme paso entre la carne, pero la carne no se acaba, no hay salida. Siento la sangre en la boca, como mi piel succiona la ropa empapada de sangre. 

Yeong-hye pronto se desentiende de las etiquetas sociales. Su libido desaparece. Su carácter se esfuma. Se convierte en un ser pasivo, indefenso ante la violencia de los demás. En una escena, su indiferencia avergüenza a su esposo frente a sus compañeros de trabajo. En otra, su resolución de no comer carne despierta la rabia de su familia. A medida que se vacía de sí misma, los demás intentan llenar ese vacío con sus propias interpretaciones de lo que está sucediendo. En el mejor estilo de Rashomon, el esposo, el cuñado y la hermana regresan a los momentos cruciales en la vida de Yeong-hye y los acomodan, cada uno a su manera, a su versión de los hechos.

Ellos tres son importantes. Porque La vegetariana no solo se trata de la transformación de la protagonista, sino de cómo esa transformación precipita una serie de crisis en la gente que la rodea. El cuerpo de Yeong-hye no se demora en convertirse en un territorio en disputa que desencadena en sus allegados preguntas difíciles sobre los roles de género, los límites del arte y el peso de los legados familiares. Su apatía los reta. Su indolencia los incomoda. Como apunta su hermana, al romper con todas las convenciones, Yeong-hye también las visibiliza.

¿Se puede vivir sin hacer daño? En más de una ocasión, Kang ha dicho que ella encontró el germen de la novela en una frase del poeta coreano Yi Sang, al que leyó en la universidad: «Creo que los humanos deberían ser plantas». Hacia el final del libro, comprendemos que los cambios que atraviesa Yeong-hye tienen una finalidad. El rechazo a la carne es, en un sentido más profundo, un rechazo a todo lo que la hace humana; a los deseos, prejuicios, temores, mentiras, esperanzas. Su camino, por lo menos en parte, es el de la deshumanización. Y lo desgarrador es cómo ese proceso hace visible, casi palpable, la humanidad de los demás: la nuestra, mejor dicho. 

* Una primera versión de este texto apareció en Diario Criterio en 2022. El autor de la nota, Christopher Tibble, tradujo el fragmento del sueño de una edición en inglés.

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