Hace años, en una entrevista, el escritor Hisham Matar contó la historia de su primera clase en la universidad. Había entrado a estudiar arquitectura y el profesor, en vez de hablarles a los estudiantes en el salón de clase, les entregó unos lápices y unos papeles y los llevó a un jardín. Allí los sentó alrededor de un árbol y les pidió que, durante las próximas tres horas, se dedicaran a dibujarlo. La experiencia fue reveladora para Matar: «Cuando uno pasa tres horas mirando lo mismo, sobre todo un objeto tan cotidiano como un árbol, cuando uno mira cada detalle, intenta pintar cada parte, uno entiende que mirar es un asunto muy interesante y también muy complejo».

Esta historia rondó en mi cabeza mientras leía Erial, el libro de cuentos de la escritora bogotana Diana Obando, que en noviembre del año pasado ganó la tercera edición del Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica, y que en abril de este año llegó a librerías de la mano de Laguna Libros. El libro reúne un total de dieciocho relatos, casi todos de cuatro o cinco páginas. Como los bocetos del árbol de Matar, son pequeños y meticulosos ejercicios de contemplación donde lo profundo, o lo íntimo, se revela frente a nuestros ojos.

La mayoría de los relatos de Erial tienen en su centro a un personaje infantil; a niños y niñas que se enfrentan a situaciones nuevas y que, como resultado, se ven obligados a acomodarse a una realidad que desconocen. Obando nos presenta a Ana y a Salomé, dos hermanas que esperan el regreso de sus padres en un carro averiado en medio del páramo. A Simón, que empuña un cuchillo y se prepara para degollar por primera vez una res en la finca de su familia. A John Jairo, que un día se escapa de su pueblo para acampar a solas en el monte. A un pequeño sin nombre que, en camino a conocer a su padre en Alemania, mira con temor el tamaño del mar desde la ventana del avión. Los niños que pueblan las ciento veintiuna páginas de Erial se encuentran en proceso de descubrir el mundo; con agudeza, Obando nos señala las grietas que se forman en ese descubrimiento.

Erial es una obra sutil. La trama de los cuentos, a veces cotidiana, a veces tensa de entrada, conduce a desenlaces inesperados. A menudo, el corazón de la historia aparece donde menos se sospecha. En «Domingo», por ejemplo, dos hermanastros, Juana e Ignacio, juegan en un pasamanos bajo la supervisión de Salomón, el padre de Juana. En el transcurso de la tarde, un accidente menor altera el orden de las cosas y nos damos cuenta de que es Salomón, más que los dos niños, el que necesita de cuidado. En «Salto», otro de los cuentos, la narradora recuerda la finca de su infancia antes de centrarse, de repente, en el día cuando una de las perras de la zona se comió delante de ella a dos cachorros que habían nacido muertos.

Muchos cuentos de Erial transcurren en el campo, otros se desenvuelven en apartamentos bogotanos. En casi todos, Obando examina los nudos emocionales que se forman dentro de las familias. La figura de la abuela, en particular, aparece una y otra vez a lo largo del libro. Ellas cuentan historias, ofrecen consejos y, a veces, enfrían la candidez de sus nietos. De esa relación surgen algunos de los mejores pasajes, como en el cuento «Erial», que relata la visita de una nieta y una abuela a una finca medio abandonada en el páramo:

«No, mija. Todo esto se ve muy lindo hasta que uno se lo echa encima. Se pone de pie, tira las cáscaras a un lado del camino y vuelven a la marcha. Lucía difiere: cree que el paisaje es bellísimo, que las cosas proliferan modestamente no por su carácter miserable sino porque a esta altura la montaña se rinde y aspira a lo más sencillo».

Obando, sin embargo, no solo se queda dentro de los confines de la familia o de la infancia. En la segunda mitad de Erial, que por momentos se siente menos afinada que la primera mitad, también explora la amistad adulta en «Padre», «Naranjas» y «Números», tres relatos donde lo cotidiano se enrarece y que se leen como perfiles de personas cercanas a la autora.

No es sencillo señalar lo que tienen en común los dieciocho cuentos de Erial. Quizás la respuesta no se encuentre en las tramas, sino en la mirada cuidadosa de Obando; en su capacidad, mejor dicho, de mirar con atención. Su literatura no parece guiada por el deseo de ofrecernos historias convencionales; parece impulsada, más bien, por el deseo de capturar, y así iluminar, aquello que se esconde en el interior de sus personajes.

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