Lo habían acordado: tendrían un hijo. Lo intentaron muchas veces. ¿Cuántas? Quizás todas. Sin embargo, no lo lograron. Quisieron saber qué pasaba y tras varios exámenes descubrieron que ella padecía de una obstrucción tubárica bilateral, es decir que no podía quedar embarazada de forma natural. A pesar de ello, lo siguieron intentando durante dos años más. Tal vez rogándole el favor con oraciones a la Virgen de la Dulce Espera, o con velas a San Ramón Nonato, el patrono de las embarazadas.
En septiembre de 2020, ella y él acudieron a la ciencia. Por la edad de ella, cuarenta y seis años en ese momento, debían iniciar cuanto antes un proceso de reproducción asistida. El mejor camino, les dijeron, era la fertilización in vitro: acudir a un laboratorio para unir un óvulo de ella y un espermatozoide de él, con el fin de crear un embrión que luego se implantaría en el útero de ella y así lograr el embarazo.
No se habían casado, aunque el protocolo que siguió fue como celebrar aquel rito. El 23 de septiembre de ese año, ella y él se presentaron ante un representante legal de la clínica de fertilización y firmaron un «consentimiento informado para la fecundación in vitro» y un «consentimiento informado para la vitrificación de embriones». Un mes después, les dijeron que, de seis óvulos, solo uno pudo convertirse en embrión, así que este pasaría a la criopreservación y después sería implantado en el útero de ella.
Pero, al finalizar octubre, la relación terminó porque él había conocido a otra mujer. El médico tratante se enteró por un correo electrónico y dos mensajes de WhatsApp en los que él retiraba su consentimiento de implantar el embrión, advirtiendo además que se iba a casar. Él no sabía, sin embargo, que el documento que había firmado al principio del tratamiento advertía que «en caso de separación o divorcio de la pareja, el destino de los embriones criopreservados sería determinado por la madre».
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Ante el lío, la clínica decidió detener el tratamiento y le pidió a la pareja llegar a un acuerdo. No lo hubo. Él no quería que sus genes estuvieran en un hijo no deseado, su posición era tajante. Ella, por su parte, le rogaba que continuaran con el proceso, como consta en el expediente judicial: «Dame la única oportunidad que tengo de ser mamá desde mi vientre, yo desde siempre te absuelvo de todas las responsabilidades que te corresponden, te puedo firmar un documento donde me comprometo a nunca reclamarte nada».
Lo personal trascendió a lo jurídico. La clínica le informó a la paciente que no continuaría con la fecundación porque el consentimiento era revocable según el artículo 6 de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la Unesco. La paciente contraargumentó recurriendo de nuevo a la letra pequeña del consentimiento firmado por los dos en donde se advertía que el destino del embrión en caso de separación o divorcio estaría en manos de ella.
Ante el silencio de los médicos, ella interpuso una tutela indicando que la clínica estaba vulnerando sus derechos a «la salud sexual y reproductiva, y al derecho constitucional a la vida de su hijo». En ese momento, aún no se podía hablar de gestación, pues el embrión seguía en criopreservación.
En mayo de 2021, el juzgado de primera instancia negó el amparo solicitado por ella. El juez concluyó que ella podía adoptar y así conformar la familia que deseaba. También aseguró que acceder a las pretensiones de ella supondría violar el derecho de él a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos, según lo prescrito en el artículo 42 de la Constitución.
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Ella impugnó la decisión indicando que se estaban anulando «los derechos de dos sujetos especialmente protegidos por su situación de indefensión: la madre y el que está por nacer». Un mes después, el juez de segunda instancia les volvió a dar la razón a la clínica y a él. Entre otras cosas, argumentó que la sentencia de primera instancia no era discriminatoria porque el embrión era resultado del material genético de ellos dos. Incluso, el juez advirtió que la clínica había aportado documentos en los que se «desprende» que cabía la posibilidad de suspender en cualquier momento el tratamiento.
En julio de 2021, la tutela llegó a la Corte Constitucional y fue seleccionada para revisión. En el expediente se lee: «Ella insistía en que se debía defender la vida del niño que estaba por nacer». Por su parte, él advertía que no podía ser obligado a ser padre. Además, no quería que sus genes estuvieran en un hijo no deseado por él.
Después de un año de trabajo, la Corte Constitucional constató que se había violado el derecho a la autodeterminación sexual y reproductiva de ella. La sala octava de revisión de la Corte centró su estudio en el derecho a la autodeterminación reproductiva, los derechos reproductivos como derechos fundamentales y el derecho a la salud reproductiva.
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La Corte concluyó que la decisión de ella de solicitar la implantación del embrión estaba apoyada en el contenido del acuerdo celebrado en la clínica. También que el derecho de él a decidir no ser padre carecía del peso suficiente para oponerse a la pretensión de ella, teniendo en cuenta que él expresó su consentimiento para el desarrollo del tratamiento y lo convalidó con su firma.
Una fuente cercana a la Corte le aseguró a CasaMacondo que uno de los hallazgos que más pesó en esta decisión es que se trataba de «la última oportunidad de la accionante para ser madre biológica». En el momento en que la tutela llegó a la Corte, ella ya tenía cuarenta y ocho años de edad. La Corte también advirtió que él tenía la posibilidad de asumir o no el vínculo parental en caso de que la implantación y el embarazo dieran lugar al nacimiento de una persona.
*Por respeto a la intimidad se protegen los nombres de los implicados en este caso.
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