Sobre la mesa reposan más de mil papeles donados por las hermanas de Andrés Caicedo: cartas, telegramas, postales, correos, fotos, faxes. Al lado, en una mesa anexa, se encuentran las dos cajas de bordes duros y cartón desacidificado donde suelen conservarse para evitar cualquier tipo de deterioro. Y a su alrededor, en todas las direcciones, están sus nuevos vecinos: las obras que colman las estanterías de la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. En esta pequeña bóveda climatizada conviven muchos de los tesoros editoriales del país, como algunos textos originales de Fernando Molano Vargas, los libros personales de Nicolás Gómez Dávila y, desde el 19 de mayo, estos papeles del autor de ¡Que viva la música!

«El archivo llegó con un orden particular —dice Diana Restrepo, la directora técnica de la Red de Bibliotecas del Banco de la República, mientras repasa los folios con guantes de látex azul—. Y nosotros quisimos respetarlo». La primera mitad del material es correspondencia: incluye cartas escritas por Caicedo, pero, sobre todo, cartas escritas a él, de parte de su familia, de sus amigos y de sus conocidos. La segunda mitad del archivo, en cambio, contiene principalmente documentos fechados después de su muerte, el 4 de marzo de 1977. Allí aparecen recibos, cuentas de cobro y toda una miscelánea de papeles firmados, en muchos de los casos, por Carlos Alberto Caicedo, el padre del escritor y el albacea de la obra hasta su fallecimiento, en 2010.

A primera vista, la entrega del archivo es una buena noticia. Los papeles ya pasaron por la unidad de conservación, donde fueron procesados técnicamente, y pronto podrán ser consultados por el público. En unas semanas, explica Restrepo, se sumarán al primer archivo que la familia Caicedo donó a la Luis Ángel Arango en 2007. La llegada de los nuevos documentos, además, coincide con el ambicioso proyecto de la editorial Planeta, que desde 2019 viene publicando, por primera vez en la historia, el fondo entero del escritor caleño. En el cronograma de la editorial, de hecho, aún quedan tres libros por llegar a librerías: Guiones, que saldrá en septiembre, y Ojo al cine y La estatua del soldadito de plomo, que circularán el próximo año.

«Si uno mira a los otros autores de su generación, a Caballero, Burgos, Espinosa, ¿alguno ha crecido tanto como Andrés en los últimos años? —se pregunta el escritor y dramaturgo Sandro Romero Rey, acaso el mayor experto en la obra de Caicedo y la persona que, junto al cineasta fallecido Luis Ospina, sacó adelante algunos de los primeros libros del caleño en los años ochenta—. El hecho es que los lectores de Andrés siguen creciendo y multiplicándose. Él ha permanecido vivo cuarenta y siete años después de su muerte por su indiscutible calidad literaria». Este año, un documental que trata sobre las obsesiones góticas de Caicedo, Balada para niños muertos (2020), de Jorge Navas, tuvo un reestreno en salas de cine y estuvo de gira por espacios culturales de todo el país.

Pero esta segunda vida de Caicedo esconde otra historia. Una que tiene que ver con su imagen pública y con su esfera personal. Una que, a su vez, está relacionada con los papeles que llegaron este año a la Luis Ángel Arango, y que se puede resumir con un hecho puntual: el día de la entrega, el 19 de mayo, aparecieron diferencias entre el archivo físico y el inventario que entregó la familia. «Lo sostengo —dice Restrepo, ya sin los guantes de látex azul puestos—: a mí no me gusta recibir este tipo de material con una lista [de catalogación]. Porque siempre hay una hoja que hace falta». Pero en el archivo de Caicedo no solo hacía falta una hoja, sino, según el cotejo de la misma biblioteca, más de cincuenta. Y ese número, de por sí grande, no toma en cuenta otros documentos que, de acuerdo con distintas versiones del inventario, se traspapelaron con el correr de los años. Entre ellos, la versión original de una carta de suicidio que el caleño le escribió a su madre en 1975.

La desaparición de los documentos ha provocado un cisma en la familia Caicedo. De hecho, es el más reciente episodio de una larga disputa entre las tres hermanas que, tras la muerte del padre en 2010, custodian la obra del autor de Angelitos empantanados. La pelea ha enfrentado a María Victoria y a Pilar, que estaban en posesión del archivo, con Rosario, la menor y la más cercana en edad —y sensibilidad— al escritor. En el remolino del conflicto se han disuelto sociedades, se han redactado cláusulas de confidencialidad y hasta apareció un correo a finales de mayo en el que un familiar anunció, de forma tajante, haber destruido personalmente los papeles desaparecidos. 

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En 2014, el historiador y profesor universitario caleño Ramiro Arbeláez recibió una llamada de Rosario Caicedo. Por teléfono, ella le explicó que había aparecido un legajador metálico en el apartamento de su hermana María Victoria, en Cali, con una cantidad de folios desconocidos que tenían que ver con su hermano. La familia necesitaba que alguien les ayudara a ordenar el material. Ramiro, que había estudiado con Andrés en el colegio San Luis Gonzaga, donde se hicieron amigos montando obras de teatro, le respondió que él no podía ayudarle en ese momento, pero que le tenía a la persona indicada: la literata Astrid Muñoz. Rosario, que vive en Estados Unidos desde hace más de cincuenta años, anotó el número de ella y les pasó el dato a María Victoria y Pilar.

Ese año, la relación entre las dos hermanas mayores y la menor atravesaba un momento difícil por culpa de una película. La cinta en cuestión era la adaptación de ¡Que viva la música!, del director caleño Carlos Moreno, que por esas fechas estaba en pleno rodaje. Rosario se había sumado al coro de voces que decía que la novela de su hermano era inadaptable, y eso había causado cierta fricción con sus hermanas y con Alejandro Rodríguez, el hijo de Pilar, que estaba muy involucrado en el proyecto. Esa fricción sacó chispas en la familia después del estreno de la película en el festival de Sundance. En Las Dos Orillas, Rosario se despachó en público contra la adaptación, asegurando que, al verla, había recibido «400 golpes de mal cine».

Pero los problemas entre las hermanas venían de antes. En 2007, ante la salud disminuida de Carlos Alberto Caicedo, las tres se involucraron más en el manejo de la obra del hermano. En un artículo de la revista Arcadia, Rosario reveló cómo ese año aparecieron las primeras diferencias entre ellas. Fue durante la elaboración de El cuento de mi vida, una suerte de diario póstumo de Caicedo que publicó la editorial Norma: «Yo no diría que hubo censura, pero sí que se empezó a notar una tensión, pues […] nosotros como familia poco hablábamos sobre la muerte de Andrés. Hubo apartes que se quitaron porque mis hermanas, que no conocían a fondo su obra, no querían que salieran los nombres de sus amigas, algo que yo entiendo. Pero digamos que ahí se abrió la caja de Pandora». 

De esa caja no tardó en salir otro episodio que dividió a las hermanas. En ese caso, el responsable fue el libro Mi cuerpo es una celda (2008), un montaje biográfico de Caicedo que armó el escritor chileno Alberto Fuguet a punta de cartas, diarios, cuentos y guiones. Como él mismo ha contado en el pasado, durante la edición del libro tuvo que eliminar, por petición de Pilar, los comentarios en tono de burla que Caicedo hacía de una familia de la alta sociedad caleña. Aún más importante, una presión similar lo llevó a suprimir una carta en la que el caleño hablaba de las caricias que había cruzado con el escritor barranquillero Jaime Manrique. (CasaMacondo buscó a Pilar y a María Victoria para conocer su versión de los hechos, pero ninguna contestó).

La tensa calma que existía entre las hermanas pasó a la esfera pública tres años después, cuando el académico Felipe Gómez Gutiérrez propuso una lectura queer de Caicedo en Arcadia. Si Rosario celebró la iniciativa, e incluso escribió un artículo complementario en la misma edición de la revista, las mayores se espantaron. «¿Hay necesidad de mirar la obra de Andrés Caicedo buscando si era homosexual? —escribió María Victoria en una carta que la revista publicó en su siguiente número—. La obra y su persona merecen respeto y nada aporta el hecho de que fuese o no homosexual. La sexualidad es un tema privado que a nadie le compete averiguar».

Para 2014, cuando apareció el archivo, la memoria del hermano, así como su imagen pública, había generado un tire y afloje en la familia. ¿Qué debía divulgarse? ¿Qué debía guardarse debajo del tapete? La pregunta de cómo manejar el legado del pariente escritor ha visitado a muchas familias a lo largo de los años. El hispanista Ian Gibson ha relatado cómo los hermanos de Federico García Lorca, por ejemplo, se negaban a mostrarle su archivo a quienes tuvieran la intención de escribir sobre su homosexualidad; incluso amenazaron con denunciar a Salvador Dalí, en 1986, por hablar en una entrevista de su relación con el andaluz. Por otro lado, existe el ejemplo del estadounidense John Cheever. En el prólogo de Diarios, su hijo Benjamín recuerda cómo, al final de su vida, el escritor quiso que se publicaran sus textos más personales. A pesar de que en ellos relataba sus infidelidades, así como su bisexualidad, la familia entera apoyó la decisión. Benjamín escribe: «No hemos querido inmiscuirnos. No hemos hecho nada para proteger a nuestro padre […]. Nuestro trabajo exigió tiempo; el suyo, valentía».

En el caso de Caicedo, la situación no es tan clara, puesto que él nunca dejó por escrito, de manera explícita, si deseaba o no que se publicara el conjunto de sus escritos. Sí dejó, sin embargo, pistas de que quería ser leído en toda su complejidad. No por nada hizo copias en carbón de sus cartas. No por nada organizó, antes de morir, el grueso de sus escritos en carpetas. Tampoco se puede pasar por alto la carta que le mandó al crítico de cine español Miguel Marías, en donde escribió: «Estimulado por tu ejemplo, es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito».

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Las hermanas de Cali se demoraron en contactar a Astrid Muñoz, pero, en 2016, ante la insistencia de la menor, finalmente la llamaron. Después de ojear los documentos por encima, la literata caleña les pasó una propuesta en abril de ese año: trabajaría en la catalogación de lunes a viernes, de dos a cinco de la tarde, les cobraría a veinte mil pesos la hora y necesitaría que la familia le consiguiera legajadores, carpetas y marcadores. A los pocos días, empezó a clasificar los papeles en el apartamento de María Victoria. «Todas las tardes yo iba caminando a su casa, por el Museo de la Tertulia —dice Muñoz—. Me demoraba quince, veinte minutos. Al principio ella se quedaba conmigo, porque no me conocía, pero luego se fue tranquilizando y salía a la calle».

La clasificación del material duró cuatro meses y no tuvo mayores contratiempos. El trato entre archivista y propietaria fue «cordial pero distante», recuerda Muñoz. Ella asegura que María Victoria nunca intervino en su trabajo ni hizo alusión alguna a la vida personal de su hermano. Cuando terminó la catalogación, Muñoz pasó a un computador todas las notas que había tomado en un cuaderno de colegio y les envió el resultado a las hermanas. Estaba exhausta: «Es que la cantidad de material era inmensa. Andrés era una persona hiperactiva. ¿Cómo podía mantener una correspondencia tan fluida con tantas personas?».

Para agosto de 2016, el archivo parecía ir por buen camino. Contaba con un inventario y entre las hermanas ya flotaba la idea, impulsada sobre todo por Rosario, de donarlo a la biblioteca Luis Ángel Arango. Pero la situación se volvió a tensar a finales del mes. Rosario, que se encontraba de viaje en el país, había cuadrado con sus hermanas para conocer el archivo el 22. Ese día, cuando llegó a la casa de Pilar, adonde el material había sido trasladado, descubrió que la carpeta de correspondencia personal había desaparecido. En un correo del 6 de septiembre, ella les pidió a sus hermanas que buscaran los papeles con urgencia y que procedieran, lo antes posible, a «hacer copias de cada uno de los materiales del extenso archivo». Nueve días después, Pilar respondió. Las cartas habían aparecido; se habían refundido en otra carpeta. Falsa alarma.

El día de la visita, sin embargo, sonó otra alarma; una que, para Rosario, no tuvo nada de falsa. Mientras repasaba el archivo en casa de su hermana, encontró la carta de suicidio que Andrés le había escrito a su madre en 1975. En el inventario, Muñoz la había catalogado como Carta de despedida de Andrés Caicedo a su madre, Nellie Estela de Caicedo. Con copia. Sin fecha. El interés de Rosario se despertó porque ella conocía la versión de esa carta que había aparecido en las primeras páginas de Mi cuerpo es una celda. Y la original, la que ahora tenía entre manos, era diferente: incluía un paréntesis en que su hermano confesaba su amor por otro hombre. El inciso, en otras palabras, había sido suprimido en el libro de Fuguet. «Yo pude haber armado la de Dios es Cristo —dice Rosario—, pero preferí concentrarme en ver lo que más podía del archivo».

Unos meses más tarde, otra persona también iría a casa de Pilar para conocer el material. El editor Mario Jursich entonces preparaba un libro con la correspondencia de Caicedo para la editorial del Fondo de Cultura Económica. El germen de ese proyecto había nacido en 1996, cuando Carlos Alberto le entregó una sección amplia de cartas de su hijo para que se publicaran en el primer número de El Malpensante. «Él me dijo varias veces que no pudo entenderlo en vida, y que por eso lo intentaba en ese momento —dice Jursich—. Carlos Alberto tuvo conciencia de que en los papeles inéditos de su hijo estaba una parte importante de su obra. La correspondencia no era un detalle marginal que aportaba notas de color. Él tuvo la amplitud de miras para ver eso».

Veinte años después de ese primer encuentro con Carlos Alberto, Jursich se encontraba a pocos pasos de publicar el libro de correspondencia de Caicedo. La obra iba a ser «una autobiografía involuntaria» y tendría como base el archivo que la familia había donado a la Luis Ángel Arango en 2007. El proyecto, sin embargo, colapsó a escasos metros de la meta. En junio de 2017, cuando la obra ya contaba con índice y prólogo, incluso con fecha de lanzamiento, María Victoria y Pilar vetaron su publicación. La decisión la tomaron en una asamblea de Caitela S. A. S., la sociedad por medio de la cual las tres administraban la obra del hermano. Según el acta de esa reunión, el 5 de junio, ellas se opusieron a que saliera porque muchas de las cartas eran «muy personales» y porque otras ya habían salido en el libro de Fuguet. Las hermanas mayores no necesitaron la aprobación de Rosario porque en Caitela bastaba con el voto de la mayoría (de dos de las tres) para pasar cualquier medida.

Jursich nunca volvió a ver el archivo de Cali en persona. Rosario tampoco. Ese noviembre, unos meses después de que estallara un pequeño escándalo en el mundo de la cultura por la no publicación de las cartas, las hermanas le informaron a Rosario que estaban dispuestas a enviarle una versión digital del archivo, pero solo si ella firmaba un acuerdo de confidencialidad en el que se comprometía a «no divulgar, revelar, comercializar, publicar, distribuir o enseñar» cualquier elemento de la obra de Andrés Caicedo. Según el borrador del documento, al que tuvo acceso CasaMacondo, incumplir con lo pactado era exponerse a una acción legal de parte de Caitela.

Rosario se negó a firmar el acuerdo. Y, curiosamente, un mes después, en diciembre de 2017, sin el conocimiento de ella, Caitela envió una propuesta formal a la Luis Ángel Arango para donar el archivo de Andrés Caicedo. La biblioteca enseguida empezó a mover su engranaje para recibir el material e incluso mandó un equipo a Cali para examinar los papeles en marzo de 2018. Pero una noticia inesperada truncaría la donación. «El 5 de diciembre de 2018 —le explicó la Luis Ángel Arango a CasaMacondo— las herederas informaron al Banco sobre la liquidación de la sociedad Caitela S. A. S., por lo que se suspendió el trámite de evaluación».

La responsable había sido Rosario. Durante esos meses, ella había movido cielo y tierra para disolver la sociedad, para así lograr que cualquier decisión sobre la obra de su hermano solo pudiera tomarse con el visto bueno de las tres. Y lo había logrado. Por primera vez desde 2009, cuando la sociedad se constituyó, ya no habría gobierno de las mayorías. La balanza de poder se había equilibrado.

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El historiador Yamid Galindo empezó a investigar la vida y obra de Andrés Caicedo después de leer una de sus cartas. En ese momento cursaba el pregrado y aún no había elegido el tema de su tesis, pero sentía interés por la movida cultural caleña de los años setenta y, en particular, por el combo de Caicedo, Luis Ospina y Carlos Mayolo. En una de sus pesquisas, encontró una carta que el autor de El atravesado le había escrito a la directora del Museo de la Tertulia hablándole del Cine Club de Cali. Cuando la leyó, Galindo sintió una corazonada. Ese será mi tema de investigación, se dijo. Su tesis sobre la historia del cine club, con la que se graduó de la Universidad del Valle en 2006, lo llevó a entablar una amistad con Rosario Caicedo. Por esa razón, se mostró dispuesto a ayudarle cuando ella lo llamó para pedirle un favor en octubre de 2019.

En ese momento, Rosario se encontraba en Cali. Había viajado para asistir a la feria del libro de la ciudad, en donde la editorial Planeta estaba lanzando las ediciones en tapa dura de las novelas ¡Que viva la música! y Noche sin fortuna, los dos primeros títulos de la publicitada biblioteca Andrés Caicedo. Rosario también había viajado para que su familia le entregara una USB con la versión digital del archivo de su hermano. Para que eso sucediera, ella había tenido que firmar un acuerdo de transacción que le enviaron Pilar y María Victoria. En el documento, las tres ramas de la familia renunciaban a interponer cualquier tipo de acción legal entre ellas en el futuro. El acuerdo también ponía punto final a todas las diferencias «suscitadas por la administración de los derechos patrimoniales de la obra de Andrés Caicedo» durante la existencia de Caitela.

En la llamada, Rosario le explicó a Galindo que ya tenía la USB en su poder. Ahora necesitaba que alguien cotejara el archivo digital con el inventario original que había hecho Astrid Muñoz. Él aceptó el encargo y, en menos de dos meses, envió sus hallazgos. Para empezar, dejó constancia de que la digitalización se había hecho a la carrera: muchos papeles estaban mal escaneados, mientras que otros se encontraban en las carpetas equivocadas. ¿Y algo había desaparecido? «No estaban todos los documentos del inventario —dice Galindo por teléfono—. No eran muchos los que faltaban, pero, por su importancia en la vida de Andrés, es complicado».

Según el historiador, hacían falta un total de ocho cartas: cuatro escritas por Caicedo y cuatro escritas a él. Entre ellas, una redactada por el escritor Isaías Peña y otra por Carlos Alberto. Más importante aún, no estaba la carta que Rosario había leído con lupa aquel 22 de agosto de 2016. La que Astrid había catalogado como Carta de despedida de Andrés Caicedo a su madre, Nellie Estela de Caicedo. Con copia. Sin fecha. La que había sido editada en el libro de Fuguet. La carta de suicidio del 75 había desaparecido.

Rosario se indignó. «¿Cómo es posible que desaparezca la carta más importante que escribe un ser humano en su vida? —se pregunta—. Además, ¿cómo me entregan el archivo así de desordenado? Era un insulto al legado de Andrés». En los siguientes meses, mientras el mundo entero entraba en cuarentena por la pandemia del covid-19, Rosario decidió hacer de detective. Sin poder salir de su casa, abrió el inventario de Muñoz en su iPad y lo cotejó con los más de mil quinientos folios que habían sido digitalizados. Fue una labor que le tomó más de un mes. Una vez terminó, le hizo llegar a su familia un largo correo con sus descubrimientos. Les aseguró que no solo faltaban las ocho cartas, sino muchos papeles menores, como «la carátula de un casete en inglés». Tampoco había podido encontrar un telegrama que el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien nunca ha ocultado su homosexualidad, le había enviado a su hermano. Y ahora quería que le respondieran una pregunta: ¿dónde estaban esos papeles?

En febrero, su familia le aseguró que, después de una «revisión minuciosa», algunos de los documentos habían aparecido. La carta de suicidio, sin embargo, seguía refundida. El telegrama, por su lado, había sido encontrado, pero al poco tiempo se extravió de nuevo. En marzo, ante una nueva tanda de correos que preguntaban por los documentos faltantes, José María Engel, el hijo de María Victoria, le contestó: «Las cosas a veces se extravían; nos puede ocurrir a todos, no?».

En ese punto, la relación entre las hermanas se había desmoronado. Quizás por eso, las tres ramas buscaron, una vez más, la Biblioteca Luis Ángel Arango. En mayo de 2020, María Victoria y Pilar anunciaron su deseo de donar el archivo. El mes siguiente, Rosario hizo lo mismo. La entrega ya no se haría a nombre de Caitela, como en el primer intento, sino a nombre de las tres hermanas, como personas naturales. Cada una tuvo que dar su visto bueno.

En esa misma época, al tiempo que la familia discutía a puerta cerrada la ubicación de las cartas refundidas, la editorial Planeta publicó los dos tomos de correspondencia del caleño. Finalmente llegaba a librerías la obra que unos años atrás había colapsado a pocos metros de la meta. Llegaba, además, con las cartas que habían dividido a la familia en el pasado: la del escritor Jaime Manrique y la del suicidio del 75. La segunda, de hecho, sale en la página 360 del segundo tomo con el paréntesis que había sido suprimido de Mi cuerpo es una celda. Y sale así gracias a que Rosario, aquel 22 de agosto de 2016, cuando conoció el archivo en casa de Pilar, le tomó una foto.

La versión original de esa carta, mientras tanto, nada que aparecía. Tampoco el telegrama de Álvarez Gardeazábal. Y, de alguna manera, en esas semanas el rastro de ambas se desvaneció un poco más. En agosto de 2020, la Luis Ángel Arango les confirmó a las hermanas Caicedo su voluntad de recibir el archivo y les solicitó el listado de los papeles. A los pocos días, recibió de las mayores un inventario similar al que había hecho Astrid Muñoz. Pero no era el mismo: unos pocos ítems habían sido eliminados del documento de Excel. En la pestaña «Otra correspondencia» había sido suprimido el telegrama de Álvarez Gardeazábal. Y en la pestaña «Cartas sin fecha» no estaba la pieza de la discordia. Ya no había rastro del original de la carta de despedida de Andrés Caicedo a su madre.

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«El 19 de mayo [de 2023] miramos el archivo hoja por hoja, folio por folio. Que si está, que no está. Que si está, que no está. Duramos horas», dice Diana Restrepo. Ese día, ella y algunos de sus colegas se reunieron en la biblioteca con Pilar Caicedo y el abogado Andrés Felipe Salazar, en representación de Rosario, para recibir el archivo. A lo largo de la jornada, en una documento titulado «Listado punteado», los funcionarios de la Luis Ángel Arango marcaron con un esfero rojo los papeles que no estaban. E hicieron muchas marcas.

Porque no solo se había traspapelado la carta de despedida de Caicedo y el telegrama de Álvarez Gardeazabal. El día de la entrega, según la institución, no llegaron más de cincuenta documentos que salían en el inventario, entre ellos, dibujos, afiches, remembranzas, listados, artículos y cuentos. También hacían falta veinte cartas. Cartas de Carlos Alberto Caicedo, de Nellie Estela de Caicedo, de Juan Gustavo Cobo Borda. Cartas de Sandro Romero, de María Victoria, de Hernán Guerrero. Y cartas, también, de Andrés Caicedo.  

El 26 de mayo, cuando se enteró de la noticia, Rosario le mandó un correo a su familia con una pregunta que, en contextos similares, ya había hecho muchas veces: «Cuál es la razón para que estos documentos que aparecen como existentes no existan?». Ella hizo clic en el botón de envío a las 8:05 a. m. y a las 9:51, menos de dos horas después, recibió la respuesta de Alejandro Rodríguez, el hijo de Pilar y la persona que había guardado el archivo en su casa de Bogotá antes de la donación. La respuesta decía: «rosario. los folios que no encontraron fueron destruidos personalmente por mí. puedes proceder en mi contra con tus abogados de la manera como lo consideres necesario».

«Cuando leí el mensaje —dice Rosario—, no lo podía creer. Me quedé sin palabras. No podía creer que una persona pudiera vanagloriarse de destruir los papeles de uno de los escritores más famosos de la historia de Colombia».

Pero sesenta cuadras al norte de la Luis Ángel Arango, en el café de la librería Prólogo, Alejandro Rodríguez quiere rectificar lo que dijo en el correo. Es un hombre espigado, de pelo crespo y oscuro. Viste un par de jeans y una chaqueta de plumas. «Yo no sé dónde están las cosas que ella dice que desaparecieron —asegura—. Pero claro que no las destruí. Qué me voy a poner en esas. Solo quiero que se cierre este capítulo. En mi criterio, no vale la pena ni destruir ni conservar nada de ese archivo. Hay mucha basura. Nunca lo abrí. Nunca lo leí».

Rodríguez afirma que solo le dijo a su tía que había destruido las cartas para que ella dejara de escribirles. «Fue para decirle: “no nos moleste más”. Queremos dejar esta pelea. Que ella siga, si quiere, pero que no nos meta más en este pedo. El cuento de mi tía de que sus hermanas quieren censurar a Andrés Caicedo es falso. Si hubieran querido censurarlo, no hubieran guardado durante treinta años la caja de archivo. No es concordante».

En cuanto a las veinte cartas desaparecidas, asegura que pudieron haber pasado muchas cosas. «Hay mudanzas, errores de catalogación. El archivo se movió de allá para acá, de acá para allá. Todo puede pasar. Las cajas se abren, se regalan cosas». ¿Y la carta de suicidio? «Hay muchos sospechosos —dice—. La empleada. Mario Jursich. Sandro Romero. Rosario. Una estudiante de la Universidad de Manizales que va y la vende en veinte años. O que la carta nunca estuvo ahí. Pero no fui yo. Yo tengo una política de cero papel en mi vida».

CasaMacondo quiso averiguar si la destrucción parcial de la obra de un escritor por parte de uno de sus herederos constituía algún tipo de delito, bajo el supuesto de que las cartas se puedan interpretar como parte de la obra. El abogado Juan Sebastián Raigoso, especialista en propiedad intelectual, explica que todo artista tiene derechos morales, que son intransferibles y personalísimos. Entre ellos está el derecho moral de integridad, que protege la obra de mutilaciones o de ser destruida. «La legislación penal —dice Raigoso—, dispone, entre otras medidas, una multa de veinte a doscientos salarios mínimos legales mensuales vigentes a quien sin autorización del titular mutile una obra de carácter literario». Mejor dicho, una multa de entre 23 y 232 millones de pesos.

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Los más de mil papeles donados por la familia de Andrés Caicedo aún reposan sobre la mesa de madera en la sala de Manuscritos y Libros Raros. En unos minutos, regresarán al interior de las dos cajas de cartón desacidificado y, en unas semanas, ya podrán ser ojeados por el público. Para que eso ocurra, solo hacen falta unos pocos pasos. Primero, la biblioteca debe contratar a alguien para limpiar algunos de los folios. Segundo, debe determinar la forma de integrar los documentos al archivo de 2007. Y tercero, debe añadir un papel suelto. La fotocopia de un correo, para ser exactos.

A finales de mayo, Rosario le mandó una petición a Diana Restrepo: que se incluyera en el archivo su intercambio con Alejandro Rodríguez. Quería dejar constancia de que, en su opinión, el material había sido intervenido por un familiar suyo. La biblioteca le respondió que podía crear una sección miscelánea para incluir el correo que ella le había mandado a su familia el 26 de mayo. No podía, sin embargo, adjuntar la respuesta de Rodríguez, porque no contaba con su autorización.

Así que sobre el mar de papeles colgará, como un asterisco, el correo de Rosario. De esa forma, una futura estudiante de literatura o un futuro historiador podrá navegar el archivo con el conocimiento de la lucha que ella emprendió para proteger, contra viento y marea, el legado del «muchacho sin piel», como ella misma alguna vez llamó a su hermano menor, el escritor Andrés Caicedo.

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Una foto poco conocida de Andrés Caicedo, que salió por primera vez en la revista Ojo al Cine. Crédito: Archivo Cine Club de Cali

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