Todos lo saben.
Las indígenas más grandecitas merodean las aceras del mercado, en la margen derecha del río que le da nombre a la población de más de cincuenta mil habitantes. Llevan los cabellos revueltos y algunas van descalzas. Se sabe que son indígenas porque son niñas. Solo ellas deambulan a esas horas, frente a las puertas cerradas de las tiendas de abarrotes y las pescaderías, saltando los charcos de aguas estancadas donde los perros sumergen el hocico. También se las puede reconocer porque llevan frascos de vidrio con pegante industrial que inhalan sorbiendo el aire por la boca. Un hombre de sombrero se adentra en la penumbra y llama a una con la mano. Es un martes de luna menguante y un colibrí descansa en su nido, sobre uno de los cables que cruzan la esquina de la calle 40, zona de comercio de víveres en el día y de venta de sexo y droga al menudeo en la noche. 

Casi hay que imaginarlo.
Su casa está adherida al entramado de líneas de energía y telecomunicaciones que se atirantan justo allí, a dos cuadras del parque principal, sembrado de ceibas y palmeras. Pero en esa esquina no hay árboles. Los únicos troncos por fuera de la saliente de los techos son los postes del alumbrado, sucios con los carteles de la última contienda electoral y salpicados de orines. En la penumbra, el pico curvo delata al colibrí. Debajo, recostada en el dibujo de un cerdo, sobre la fachada de una carnicería, una prostituta de piel blanca y cabellos ensortijados se pinta los labios. El hombre del sombrero sale de la penumbra, escupe al aire y se aleja fumando. Los videos y fotografías del ave, hechos a la mañana siguiente, permiten reconocerla: es una hembra Anthracothorax nigricollis, una especie que prefiere vivir en el borde de los bosques, no adentro de ellos. 

El nido es diminuto. 
Tiene forma de taza. Está hecho sobre la robustez del cable con briznas de hojas y líquenes cosidos con tela de araña. A media mañana, la temperatura supera los treinta grados Celsius y la madre vuela por comida. En el visor de la cámara se ve un ápice de las crías. En el puerto, a cien pasos de distancia, han comenzado a cargar un barco con miles de rollos de papel higiénico y cientos de cajas de cerveza. Es el surtido de mercancías para las poblaciones aguas abajo del San José del Guaviare, un río de 1.497 kilómetros de extensión que bordea las llanuras de la Orinoquía, al norte, y los bosques amazónicos, al sur. A veces, los delfines rosados resoplan cerca del casco de acero de los barcos atracados allí, detrás del vericueto de callejones donde las niñas indígenas se drogan y prostituyen. El colibrí regresa una y otra vez para alimentar a sus polluelos con salivazos de néctar. En el día, los indígenas merodean el mercado. Piden limosna, roban comida.

Es un llover sobre lodo.
Lo peor del abuso de niños indígenas en San José del Guaviare se ha dicho y repetido: que se drogan, que a los más pequeños los abusan y los violan, que a las niñas más grandes las prostituyen. Los informes de prensa se han acrecentado desde 2021 y, también desde entonces, las autoridades han anunciado medidas urgentes. El más reciente de esos anuncios ocurrió hace trece meses, en enero de 2023. Una misión de la Procuraduría General de la Nación visitó los albergues de las comunidades jiw y nukak, donde viven las familias desplazadas a las que pertenecen los niños vejados en las calles del municipio, considerado la puerta de la Amazonía colombiana, de casi quinientos mil kilómetros cuadrados, el 40 por ciento del territorio nacional.

Poco y nada ha cambiado. 
El 11 de enero de 2023, la Procuraduría General de la Nación instó a seis entidades del departamento del Guaviare a que detallaran su trabajo entre 2019 y 2022 para garantizar los derechos fundamentales de la población infantil de los jiw y nukak víctima de violencia sexual. Las entidades apremiadas fueron la Gobernación, la Alcaldía, la dirección regional del ICBF, la Comisaria de Familia, la Seccional de Fiscalías y la Defensoría del Pueblo. La Procuraduría preguntó, además, cuáles serían las medidas de un «plan de choque», anunciado por el ICBF y las secretarías locales de salud. La máxima autoridad de control público del país requirió esas informaciones de modo terminante y estableció un plazo perentorio de cinco días, después de los cuales evaluaría si procedían medidas disciplinarias. 

Ya pasaron cuatrocientos y tantos. 
La noticia más reciente es que ahora los niños indígenas ordeñan las motocicletas para robarles gasolina y drogarse con ella. Ordeñan. Es la palabra que usan quienes los ven. Hay videos que lo atestiguan. Son de Juan Carlos Crespo, reportero de la emisora local Marandua Stereo, la más antigua del municipio. El gesto de los niños indígenas exige práctica. En uno de los videos se ve a un pequeño mirando a ambos lados, en la calle Ocho, frente a la sede de Energuaviare, la empresa de energía del departamento. El pequeño se pone en cuclillas, desajusta la manguera de combustible del carburador y llena una botella de vidrio. Otros tres niños indígenas, dos niñas y un niño, llegan con más botellas.

Los videos no dejan duda.
En otro se ve a los pequeños inhalando la gasolina y yendo al parque principal, reinaugurado en noviembre de 2022, tras una inversión de más de siete mil millones de pesos. Se llama parque de la Constitución y la escultura principal es de una familia nukak de padre, madre y dos hijos. Son de bronce, a escala natural. Están de pie, vestidos con taparrabos bajo la ceiba más grande de la plaza, como si fueran muy importantes. El padre apunta al cielo con una cerbatana sobre la boca, del modo en que antes cazaban micos churucos, cuando deambulaban libres por los bosques. Los nukak emergieron de ellos en 1988 en Calamar, a orillas del río Ajajú. Estaban infectados de gripa, una enfermedad transmitida por la proximidad de los colonos y para la cual su sistema inmunológico no estaba preparado. Salieron a buscar la cura que su sabiduría de las plantas tampoco lograba proveerles. 

Fue el comienzo de una extinción cultural.
La mercancía de intercambio que les ofrecieron los colonos a cambio de monos, tigrillos y zahínos fueron machetes, después golosinas y bebidas gaseosas. Los indígenas, dueños de la selva, terminaron aceptando tareas de caza y labranza a cambio de galletas y bombones con corazón de chicle. La ferocidad de los grupos armados acabó por exiliarlos y la última comunidad nómada de la Amazonía colombiana, sabia en plantas, animales y aguas, se detuvo en el asfalto de las aceras. La madre de bronce bajo la ceiba del parque amamanta a un recién nacido y una niña la acompaña, con un monito ardilla echado en la cabeza, la cola desenroscada, los ojos vivaces. Las esculturas están abrillantadas en los extremos, de tanto que los han tocado quienes posan con ellos para tomarse fotografías. Desde la firma del acuerdo de paz, San José del Guaviare es un destino turístico.

Los viajeros llegan a diario.
En lugares como la serranía de la Lindosa, por ejemplo, donde antes acampaban las FARC, ahora merodea una tropa diaria de turistas en busca de las paredes de roca que emergen por entre los árboles con pictogramas de la prehistoria. En todas partes parecen reproducirse esos dibujos rojizos, enmarcados por el verdor del bosque que los circunda. En el centro de ese recurso publicitario suelen estar los nukak, sus rostros sonrientes, pintados con achote, los niños con monitos en la cabeza. Es la pose más común y se repite en hoteles, discotecas, cafeterías, almacenes, en las oficinas de la Alcaldía y la Gobernación, también en los folletos para turistas, en el menú de los restaurantes y en las carátulas de los suvenires más diversos: golosinas, libros, prendas de vestir, objetos de decoración. No parece que esos niños exaltados pertenezcan a la misma comunidad de los niños abusados. En San José del Guaviare, indígenas e indigentes son casi lo mismo.

La Alcaldía dice que son treinta.
Pero cualquiera que comience a contarlos pierde la cuenta. Son más, no hay duda, aunque no todos son visibles. En el día, acosados por el ardor del pavimento, algunos buscan consuelo trepando a los árboles sembrados en las aceras. En un informe del ICBF de 2018, un grupo de menores relata el accidente de un niño drogado que se cayó de una rama en la que dormía. Para ellos resulta providencial la cosecha espontánea de mangos, guayabas, pomarrosas, nísperos y carambolos de las calles, que comparten con murciélagos, zarigüeyas, ratones y los insectos que se alimentan de esa profusión, de la que a su vez se nutren los pájaros, también los colibríes, que además de néctar proveen a su crías de moscas y zancudos. 

La madre se aletarga de noche.
En la oscuridad, el promontorio de su nido apenas se adivina, tanta es su quietud. Su corazón, que en el día es una liebre, en las noches es una tortuga. Es un recurso de supervivencia de los colibríes. Sus parientes andinos, en las cumbres de los páramos, por encima de los tres mil metros de altura, se adormecen hasta un extremo próximo a la hibernación, entonces se les acumula escarcha en el pico. El relato de los niños indígenas recogidos en los informes del ICBF todos estos años confirma un gesto de supervivencia también extremo. Ellos dicen que se drogan para aliviar las mordidas del hambre. Por eso, las niñas más grandecitas les acercan sus frascos con pegante industrial a los bebés que llevan cargados como si fueran sus hijos, para que dejen de llorar. El año pasado, apremiada por el escándalo de los medios de comunicación, la Alcaldía prometió entregarles un hogar de paso a los jiw y nukak.

Fue un anuncio televisado.
El alcalde de entonces dijo que entregaría la obra en septiembre de 2023, antes del final de su mandato. Han pasado cinco meses y la obra, después de una inversión de dos mil doscientos millones de pesos, está sin terminar, todavía sin fachada ni red eléctrica. Los funcionarios del nuevo alcalde dicen que hacen falta quinientos millones de pesos. Se supone que los niños tendrán allí un lugar seguro y con comida, sin la acechanza de quienes los abusan. Ellos siguen deambulando menesterosos, ahora olfateando frascos con gasolina. Algunas autoridades han propuesto un toque de queda que restrinja su tránsito. ¿Qué resolvería eso? La Amazonía colombiana, en la que en promedio se talan cincuenta mil hectáreas de bosques al año, también se extingue en los saberes ancestrales, imposibles de traspasar a esos niños indígenas convertidos en indigentes. La noticia de estos días es que la colibrí ya no está allí, en la zona del mercado. Tampoco está su nido.

Voló quién sabe adónde.

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