Menú Cerrar

Lore, el niño no aparece

Publicado en Ficción
Compartir

JuanSe no está en su cuarto. Tampoco parece estar en la casa. Pero oyen su voz, entre las paredes. Los padres lo buscan con creciente desesperación. Pasan las horas, los días. ¿A dónde se fue el niño? Un cuento de Andrés Mauricio Muñoz.

Cuando Lore pasó al teléfono su voz era festiva. Entonces comenzó, como solía hacer, a desparramar en la llamada todo lo que tenía por decir; en un principio me puso al tanto de que había conseguido un lugar para alquilar los trajes que usaríamos en la boda de Tatiana. Tienen unos vestidos divinos, decía con entusiasmo, si vieras cómo vamos a quedar de lindos. Estaba tan aturdido que no supe cómo contener la avalancha, tal vez porque no sabía muy bien qué decir, pero también porque yo mismo no entendía lo que sucedía. Pero al cabo de unos segundos la interrumpí. Lore, le dije; Lore, repetí, el niño no aparece.

Llegó a la casa veinte minutos después. Estaba agitada y me pareció que en el camino cientos de hipótesis la habían acechado sin ningún tipo de clemencia, lo cual no era normal en ella. Cuando había tratado de explicarle por teléfono lo que estaba pasando no comprendió nada, pese a que acudí a toda la pedagogía de la que era capaz cuando discutía con ella. Cómo así que no aparece pero me habla, preguntó en el teléfono luego de haber hecho una pausa en la bocina como para organizar dentro de su cabeza lo que acababa de escuchar. No aparece, así como te lo digo, pero escucho su voz en alguna parte de la casa, le dije un poco exaltado; parece que está en el estudio, como si se hubiera metido al cielorraso o a algún resquicio oculto en medio de las paredes. Esto es absurdo, me dijo, parece que has estado tomando, Gerardo; mal que sea así, me dijo, porque prometiste que no lo volverías a hacer y llevas más de dos años en completa abstinencia. Tuve que contarle con más detalle la cronología de lo sucedido, para que comprendiera que aunque a mí también me parecía absurdo, las cosas eran tal cual como se las estaba contando.

Había terminado una reunión bastante estresante en la oficina, la cual me llevó a decidir que no quería saber más de asuntos laborales y me marché para la casa. Pero antes de salir llamé a la empleada y le pregunté si el niño ya había llegado del colegio. Me contestó que sí, que había llegado, que la ruta se había demorado más de lo normal, que tuvo que esperar casi una hora en la portería del conjunto. Está jugando arriba con sus juguetes, dijo después; entonces pensé que me oxigenaría un poco jugar pelota con él en el parque. Además, a JuanSe le encantaba. Subí trotando las escaleras haciendo rebotar la pelota, convencido de que esto lo haría salir corriendo a recibirme, cogerme de la mano y llevarme a rastras para el parque. Sin embargo, JuanSe siguió jugando con sus naves de Star Wars, hablando como el maestro Yoda, Luke Skywalker o cualquiera de estos personajes de los que siempre me contaba antes de acostarse, con una devoción esmerada y genuina. Abrí la puerta de su habitación. Estaba vacía. El Halcón Milenario y los muñecos que le habíamos comprado hacía tan solo unas semanas estaban dispuestos sobre la cama, a la espera de una cruenta batalla. JuanSe, mi amor, dije, mirando hacia las gradas que conducen al tercer piso, ven, que llegó tu papá; en ese momento escuché su voz como si saliera del medio de las paredes o del cielorraso. Hola, papá, me dijo con un tono inflexible, despreocupado, como aquellos a los que apelaba cuando estaba sentido por alguna de sus frustraciones cotidianas. Caminé hacia el estudio pero solo vi mis libros revueltos, tirados sobre el sofá sin que nadie los hubiera vuelto a organizar en las estanterías. Entré a la habitación de huéspedes y la encontré como siempre; es decir, la cama perfectamente tendida, un par de revistas sobre la mesita de noche, una caneca para la ropa sucia y el televisor apagado enfrente de la cama. Dónde estás, hijo, no te veo; aquí, dijo JuanSe, sin ningún tipo de énfasis. Aquí dónde, repetí, un poco molesto; aquí, jugando con los juguetes que me compraste. 

Cuando dijo esto último una suerte de vacío me habitó. La razón es que su voz tenía una cadencia extraña, como uno de esos tonos vagos y dispersos que sin pudor anuncian las tragedias al otro lado de una línea telefónica en alguna madrugada. Aquí dónde, corazón, le pregunté, con mi voz entrecortada por los nervios; aquí, contestó, solo que no sé dónde es aquí. De inmediato llamé a la empleada y le pedí que me ayudara a buscarlo. Mientras entrábamos y salíamos de los cuartos, nos agachábamos para mirar debajo de las camas, esculcábamos en los armarios y vaciábamos las canastas de la ropa, Rosaura me contó que hasta hacía tan solo unos minutos lo había visto cruzar por la sala con todos sus muñequitos en la mano. Le pedimos que hablara más fuerte, que tratara de ubicarse, pero JuanSe decidió guardar silencio y no volver a hablar. Por momentos traté de calmarme. Detuve la búsqueda con una mano en alto para que Rosaura, que también lucía angustiada, me ayudara a pensar. Hicimos un inventario de los lugares de la casa, repasamos cada uno de nuestros desplazamientos y tratamos de concentrarnos en la parte de donde, me parecía, había provenido la voz. Después tiré todos los libros al piso y acto seguido desempotré la biblioteca de la pared, buscando algún tipo de pasadizo que hubiéramos pasado por alto cuando compramos la casa. 

Lore me miró con los ojos muy abiertos. Recuerdo que sus pupilas se movían con bastante excitación. El peso de su expectativa parecía a punto de aplastarla. La miré por algunos segundos como quien se dispone a confirmar una desgracia, pero después moví la cabeza hacia los costados diciendo que no, que el niño no aparecía. Lore subió corriendo las escaleras; la seguí, asistido por una repentina esperanza de que ella lograra resolverlo todo, porque desde que nos casamos advertí de inmediato su habilidad para solucionar los problemas de la manera más práctica. Lore no era una mujer que bajara los brazos en señal de rendición sin haberse batido en la arena; el agobio, que a mí me visitaba con facilidad, a ella la evadía con soltura. Cuando el niño estaba pequeño, varias veces entré en pánico porque se atoraba, en cambio Lore lo sostenía en sus brazos y lo miraba fijamente; espera, decía, él mismo va tosiendo hasta que se desatore. O si algún enrojecimiento o erupción en la piel le aparecía, me abrumaba la posibilidad de que fuera una infección o una bacteria peligrosa y procuraba salir para la clínica sin importar la hora; Lore, mucho más cauta, analizaba el pedazo de piel afectada, luego lo rozaba con los dedos y decía: está reseca la piel, ahora le untamos cremita. Así era con todo, de tal manera que mi mejor opción no era otra que dejar mi angustia en sus manos. En el segundo piso comenzó a decir: JuanSe, amor mío, sal, que nos tienes preocupados, ven y vamos al centro comercial, acompáñame a comprar unas candonguitas. La respuesta de JuanSe se escuchó con nitidez: No puedo, mamá, no quiero. Caminamos hacia el estudio. Lore entró, pero levantó su mano para detenerme, al tiempo que miraba todo el caos que había generado mi búsqueda; después me hizo un gesto para que me alejara. La vi sentarse en el piso, armada de paciencia. Entonces bajé al primero y desde ahí escuché cómo le hablaba. Le preguntó cómo le había ido en el colegio. JuanSe pareció entusiasmarse porque su voz recuperó su énfasis y comenzó a contarle que Fede y Valeria no lo habían dejado jugar con ellos durante el descanso. Parece que están bravos conmigo, le dijo.

Así había sido casi siempre. Desde que JuanSe comenzó a hablar, entre ellos se instaló una complicidad de la que me sentía al margen; no quiero decir que no me hicieran partícipe, pero sí que en aquellos momentos me sentía como si fuese un fisgón que escucha lo que no le corresponde. Lo mío con él era más de jugar, atacarnos de risa por unas magias estúpidas a las que me entregaba con el rigor de un mago curtido en el ilusionismo, tranzarnos en feroces luchas en la cama o batirnos a los almohadazos hasta que alguno implorara un poco de indulgencia. Competíamos como si fuésemos niños de no más de cinco años; aunque JuanSe los tenía, yo asomaba mis narices en el cuarto piso, sorprendido de lo canalla y ruin que puede ser la vida cuando se esmera en aviejarnos. Que yo fuera su padre nunca fue un impedimento para derrotarlo varias veces hasta que a él no le quedaba más remedio que llorar. En momentos así, cuando las lágrimas escurrían por sus mejillas, JuanSe pensaba solo en Lore. La buscaba por toda la casa y al encontrarla se arrojaba a sus brazos. Cuando llegaba del colegio, si pretendía que me contara algo se volvía muy parco conmigo; a ella, en cambio, le refería todos los sucesos de su jornada con mucha aplicación en los detalles. Si se sentía triste recostaba la cabeza en sus piernas para que ella lo acariciara. Si le dolía la barriga le encantaba que Lore se la masajeara. Cuando estaba cansado se despaturraba en la cama junto a ella. Luego comenzaban a hablar de películas, programas de televisión o álbumes que llenaban juntos. Yo bajaba al estudio, cogía un libro y me ponía a leer hasta que me dormía.

Cerré mis ojos y los escuché hablar. A veces entendía lo que estaban diciendo; sin embargo, por momentos solo me llegaban susurros. Se me hizo extraño que Lore no le preguntara dónde estaba, pero aun así confié en que estaba haciendo lo correcto, porque en ese tipo de situaciones críticas ella era de lo más atinada. Varios minutos después escuché que le pidió que saliera. JuanSe se negó aunque lo hizo con dulzura; no, ma, no puedo, además que acá está chévere. Lore asumió un tono de reproche mesurado pero intimidante, de esos a los que apelaba cuando el niño rehusaba comer o acostarse por las noches. Pero JuanSe, imperturbable, le contestó con serenidad que no podía, que no quería, que lo dejaran un rato porque necesitaba estar solo. De alguna manera parecía como si su confinamiento lo blindara de la posibilidad del castigo, dotándolo de una seguridad inusitada. Al cabo de unos minutos Lore bajó. Se quedó mirándome y pasó su mano por la cara desde la frente hasta la barbilla, aplastando su nariz. Quiso saber lo que yo pensaba al respecto. Pero no supe qué decirle. Durante el tiempo que estuvieron hablando traté de construir alguna hipótesis medianamente sensata, pero no pude. Luego propuso golpear las paredes y los espejos, buscando algún sonido hueco que revelara algún pasadizo. A JuanSe desde que tenía dos años le gustaba esconderse; es decir, taparse con cojines, meterse debajo de una cama o camuflarse con la ropa dentro de un armario. Le divertía comprobar cómo lo buscábamos. En aquellas ocasiones siempre supimos dónde estaba, pero hacíamos el deber de recorrer toda la casa llamándolo con desespero fingido hasta que lo encontrábamos; entonces se moría de la risa y corría de nuevo para buscar otro escondite.

Tomé una escoba. Lore desprendió el palo de un recogedor y comenzamos por las paredes del primer piso. Dábamos golpecitos y aguardábamos unos segundos; nos mirábamos, como una forma de intuir en el otro algún tipo de sospecha. Entre los dos alternábamos los golpes. Lore tocaba el piso, yo la pared; Lore golpeaba con sus nudillos los espejos de los baños, después yo el cielorraso; Lore daba manotazos sobre los azulejos mientras yo ponía mi oreja en el suelo. En esa sucesión de golpes se fue escurriendo la tarde hasta que llegó la noche, ahora sí los dos equiparados en angustia. Comencé a gritar, aferrado a la ingenuidad de que JuanSe, intimidado, saliera de su escondite. JuanSe no contestaba. Lore me dejó hacerlo, pero unos segundos después me abrazó y me suplicó un poco de paciencia. Me tomó de la mano y me llevó hasta la sala; luego nos abrazamos y lloramos juntos hasta que Lore decidió que lo mejor era acostarse. Tal vez nuestra indiferencia, pensó, lo haría recapacitar; a lo mejor al otro día lo encontrábamos durmiendo en su cama muy bien arropadito. 

Cuando abrí los ojos Lore estaba despierta. Lo primero que vino a mi mente fue la imagen de JuanSe. Durante la noche había bajado varias veces a su cuarto, pero su cama permanecía vacía. En un par de ocasiones intenté hablarle, pero JuanSe no contestó; sin embargo, al aguzar mi oído pude escuchar que dormía, lo cual me tranquilizó un poco. Los ojos enrojecidos de Lore me develaron que seguía sin aparecer; acabo de bajar, pero no está, me dijo, algo le pasa al niño, no es normal que no quiera saber nada de nosotros. Me contó que ella también había bajado durante la noche, que estuvo un rato acostada en su cama, que lo había escuchado dormir, pero no quiso despertarlo aunque le doliera imaginar que estuviera incómodo, expuesto a ese tipo de peligros que los niños no advierten. La abracé y le propuse buscar ayuda sicológica; tal vez algo estábamos haciendo mal y solo un experto sabría orientarnos para saber cómo proceder. Lore estuvo de acuerdo. Pero aun así toda la mañana estuvimos buscándolo, replicando con rigor la misma faena de la tarde anterior. No escuchar su voz nos exacerbaba la ansiedad. Pero JuanSe, como si entreviera cuando estábamos a punto de derrumbarnos, producía sonidos con su boca, se movía o nos decía algo lindo, acudiendo a esa ternura que le conocíamos desde que era un niño de brazos. Papá, mamá, los quiero mucho, dijo en un momento en que Lore recogía los pedazos de un jarrón que destrocé. Nos miramos. Lore le suplicó, con la voz quebrada, que por favor saliera, que entre todos comprenderíamos cualquier cosa que ocurriera y le daríamos manejo. No puedo, mamá, dijo JuanSe; entonces lo sentimos caminar, moverse hacia otro lado de la casa.

La terapeuta nos escuchó con atención. Lore movía sus manos como si trazara figuras en el aire, explicando los hechos; por momentos me miraba buscando respaldo, a lo que yo respondía asintiendo, agregando algún detalle y volviéndola a mirar para que continuara. En ocasiones su voz se desvanecía hasta convertirse en un chillido, lo que la obligaba a detenerse, tomar un poco de aire e intentar de nuevo. Escucharla hablar me reveló aspectos que no había advertido, sumergido como estaba en el continuo estrés de mi oficina; ella sentía que el niño venía demandando más atención de lo normal desde antes, se le dificultaba seguir instrucciones y se había vuelto un poco insensible e irascible cuando le llevaban la contraria. Aunque esto era nuevo para mí me limité a asentir con mucha sutileza, procurando no darles la cara para evitar que me pidieran detalles. La terapeuta, aunque nos sugirió algunas tareas para hacerle frente a lo que sucedía y apaciguar la situación, consideró necesaria una visita a la casa; quería hablar con el niño, escucharlo, tratar de ver el mundo con sus ojos. Después nos explicó que había herramientas holísticas de mucha utilidad para que niños más sensoriales neutralizaran sus emociones cuando algo les producía enfado, frustración o ira contenida. Lo que sucede es que JuanSe ha buscado, por pura intuición, lo que se conoce como un tiempo fuera positivo, que no es otra cosa que un lugar dentro de la casa al que pueda acudir cuando se sienta abatido.

Aunque la cita quedó programada para el día siguiente, nos abrumó el hecho de no saber cuál era ese lugar de la casa desde donde JuanSe nos hablaba, si estaba expuesto a peligros, qué estaba comiendo, cómo acceder a su escondite. Ya comí, ma, contestó ante nuestro clamor cuando regresamos a la casa; pero qué, preguntamos, qué estás comiendo, amor, dijo Lore, de dónde diablos sacas la comida, grité yo, encolerizado. Pero JuanSe no contestó, en cambio comenzó a hacer con la boca el sonido de una nave que despegaba. Fue Lore quien advirtió que aquel era el sonido del Halcón Milenario; fue ella quien descubrió también que la nave había desaparecido de la cama. Rosaura dijo que había estado toda la mañana pendiente de la aparición del niño, y aseguró no haber tocado nada de su cuarto. Fue él, dijo Lore, aprovechó nuestra ausencia, salió de donde está y cogió sus jugueticos, porque tampoco está Darth Vader, comentó, un poco reconfortada por la constatación de que JuanSe estaba bien, aferrada a la idea de que nuestra única alternativa era tener paciencia y esperar. De tal manera que nos entregamos con convicción a ese propósito; tal vez si lo ignoramos, pensó Lore, entienda que no tiene sentido mantenerse en cautiverio. Fue por eso que aquella tarde procuramos entretenernos con cualquier cosa, fingiendo que no pasaba nada mientras algo dentro de nosotros se arruinaba poco a poco. Lore decidió organizar la casa, botar una cantidad de chécheres que no servían, como revistas y recortes de periódico que yo guardaba para cuando el vaivén de los días dispusiera un momento propicio para leerlos con detenimiento. Mirar a Lore entregada con el ímpetu de una pulsión a deshacerse de todo lo que no servía, terminó por agobiarme más; la cuestión es que me sentí como quien toma impulso para salir a flote tras haber tocado fondo, o como aquel que se desprende de las pertenencias de un muerto, abriendo clósets, cajones y carpetas para conjurar el vacío, la hondura de una pérdida. Pero la dejé hacer, atento a su ritmo; por momentos ella levantaba algo para que quedara a mi vista, concediéndome la oportunidad de decidir cuál era su destino, entonces yo movía mi cabeza en forma afirmativa o vacilaba en mi respuesta, lo que ella interpretaba como la señal inequívoca de que quería conservarlo.

El siguiente día nos encontró exhaustos, hechos un solo cuerpo entre las cobijas, enredados en el otro como una forma de hacernos más fuertes, estrechando nuestras vulnerabilidades. Lore bajó a la habitación de JuanSe mientras yo la seguía; esta vez no dijimos nada, tan solo nos limitamos a recorrer el cuarto con la vista, comprobando que otra vez estaba la navecita en su sitio y habían desaparecido unos carritos. Lore hizo un gesto impreciso con la boca, permaneció unos segundos en medio de la habitación y después bajó a la cocina. Me quedé ahí, de pie, esperando una explicación, mientras una incipiente rabia comenzaba a reverberar dentro de mí. A los dos nos asistía la esperanza de lo que pudiera ocurrir en la visita de la terapeuta. Así que tomamos nuestro desayuno sin decir una palabra; Lore removía las hojuelas de su cereal de manera compulsiva, no porque lo hiciera en forma vehemente, sino porque no se detenía. Durante un rato la vi mover su mano en círculos; después, hacer una serie de desplazamientos arbitrarios, como si quisiera dejar a un lado las hojuelas y al otro unos trocitos de fibra. Yo, agobiado con cientos de ideas que revoloteaban dentro de mi cabeza, solo atinaba a observar a Lore, esperando una señal, un gesto, un dedo señalando el camino.

Cuando sonó el citófono prácticamente saltamos de la silla. En menos de cuatro zancadas estábamos en la cocina. Contestamos. Dígale que siga, dijo Lore; después colgó, nos miramos a los ojos y nos cogimos de la mano. Unos minutos atrás habíamos hablado con JuanSe; es decir, nosotros le hablamos, pues él no se animó a decir una sola palabra. Le explicamos que iba a venir una amiga que quería conocerlo, que rico que la escuchara, que hablara con ella, que después de eso íbamos a estar todos felices de nuevo. La terapeuta entró en la casa y comenzó a mirar por todos lados, como si evaluara la arquitectura o la simetría de las cosas, caminando con pasitos cortos hacia los sofás de la sala; cuando nos descubría atentos a su escrutinio espontáneo, tan solo ensayaba una sonrisa, escueta, lánguida. Luego se sentó. Quiso saber cómo nos había ido con el niño; díganle que venga, converso un poco con él y también con ustedes. Nos miramos a la cara, sin saber qué decir. Lore la puso al tanto de la ausencia de novedades. Mientras escuchaba, la terapeuta acudió a un gesto de asombro sostenido. Me miraba, tal vez para vigilar mi reacción o a lo mejor porque quería que alguien más corroborara la dimensión del absurdo. Lo cual significa que no hay niño, dijo. Se frotó la barbilla y comenzó a mirar hacia el segundo piso. En ese momento sugerí que podíamos salir algunos minutos de la casa para que ella entrara en confianza con JuanSe. Pero no quiso. Más que no querer, leí un poco de pánico en sus ojos, como si mi propuesta fuera la de dejarla a solas con un fantasma cautivo. Evadió la respuesta, en cambio se paró y comenzó a llamar a JuanSe con un tono de voz tierno y cordial. Caminó hacia las escaleras y desde ahí nos miró. Luego subió mientras Lore y yo permanecimos sentados en la sala. Desde arriba nos llegaba la voz de la terapeuta, con una seriedad juguetona. Cerré los ojos. Traté de inferir dónde se encontraba y cuáles eran sus movimientos a través de la intensidad o el ángulo desde donde nos llegaba su voz. Lore me apretó la mano. Abrí los ojos buscando los suyos, pero los tenía cerrados. Respondí a su gesto acariciándole la mano con mi dedo. Por momentos no escuchamos nada más, pero podíamos sentir sus pasos o el sonido de puertas que se abrían. Después comenzó a cantar una ronda infantil que nunca habíamos oído. Era linda la voz de la terapeuta en medio de esos estribillos. Por mi parte seguía en una especie de arrobo, aplicado en masajear con mi dedo la piel de Lore; ella, por el contrario, parecía estar incómoda, porque se movía a cada tanto como para ajustar su posición al sillón, suspiraba o inhalaba muy hondo.

Al cabo de unos minutos dejamos de oír a la terapeuta. Había dejado de cantar y de moverse entre las habitaciones de arriba. Tratamos de aguzar un poco el oído, pero no escuchamos nada. Entonces subimos. Lo hicimos despacio, para no arruinar algún tipo de ejercicio al que estuviera entregada. Lore se detuvo en forma intempestiva en la mitad de los escalones; qué tal que esté en nuestra habitación hablando con JuanSe, dijo con un poco de inquietud. No creo, le dije, no se oye ni siquiera un susurro. Seguimos subiendo, miramos con ligereza en el estudio y en el cuarto del niño. La puerta de nuestra habitación estaba cerrada. Sentimos un poco de temor. Lore me miró cuando lo único que nos restaba era coger el pomo de la puerta y abrir; arrugué mi boca e incliné mi cabeza hacia un costado, dándole el aval que estaba esperando. Lore abrió la puerta. Lo primero que vimos fue el trasero de la terapeuta apuntando hacia nosotros. Su cabeza estaba husmeando debajo de la cama. Cuando nos sintió se incorporó, negando con discreción. Pero luego se quedó mirándonos a la cara en forma muy extraña. No supimos bien cómo interpretar esa mirada, que parecía provista de una indulgencia demasiado compasiva. El niño no está, dijo, no hay niño, repitió con más énfasis. Como nos quedamos mirándola sin saber qué decir, continuó, quiero decir que no hay niño en esta casa, pero sepan que pueden contar conmigo para las terapias. Nos invitó a bajar de nuevo al primer piso y nos siguió.

Ahora que lo recuerdo, fue ella la primera que habló de la palabra pérdida. Cuando estábamos de nuevo en la sala siguió contemplándonos con una mirada inquisidora. Recuerdo cual si fuera ayer cómo sus pupilas se movían, con unos ojos vidriosos que parecían esmerarse en contener el llanto. Abrió un cuaderno y escribió algunas anotaciones. Un rato después tomó bastante aire y comenzó a hablar: «Bueno, señores, quiero decirles que comprendo muy bien la situación, no es la primera vez que la vida profesional me enfrenta a un caso como este». Lore me apretó la mano con bastante fuerza. La terapeuta habló de una terapia en grupo. No solo de nuestra parte sino también de su lado, pues estaría acompañada de una aliada bastante asertiva y profesional; es toda una eminencia en el manejo del dolor, dijo, sabe más que nadie en este país en cuanto a terapias de duelo. Lore arrugó las cejas. Pensé que iba a mirarme, pero no lo hizo, en cambio le sostenía la mirada a la terapeuta. Por momentos parecía que iba a interrumpir la explicación, aunque algo la contenía. Lo que ustedes están viviendo es sumamente difícil, dijo, mientras se ponía la mano en el pecho; pero créanme cuando les digo que el reconocimiento de la pérdida, la aceptación de lo inaceptable, es el primer paso para ayudarles a que el tránsito hacia otras etapas sea paulatino, lo menos traumático posible. Cada duelo tiene su significado y así mismo diferentes maneras de afrontarlo, remató. Pensamos que había concluido; sin embargo, cerró su intervención con una sentencia que esa misma noche Lore calificó como lapidaria: A mí me parece de lo más hermoso que JuanSe les siga hablando desde las paredes de la casa.

Por la tarde Lore quiso saber si había sido demasiado brusca con la terapeuta cuando la acompañó a la puerta de salida; para nada, le dije enarcando mis cejas, antes creí que la sacarías a empujones. Cuando mencionó que le parecía hermoso que el niño nos hablara desde las paredes, Lore se puso de pie y caminó enérgica hacia la puerta. Creo que usted está confundida, señora, le dijo remarcando demasiado el señora; la terapeuta la miró sin decir nada, como cuando JuanSe decía una mala palabra y se arrepentía de inmediato. Permaneció sentada, mientras Lore abría la puerta y miraba hacia afuera, instándola a abandonar la casa. Después de unos segundos la terapeuta balbuceó algo confuso, pero lo hizo dirigiéndose a mí, tal vez con la esperanza de hallar un poco de sensatez. Cuando lo hizo miré a Lore a la cara; advertí que su rabia era genuina, con una expresión de odio como aquel que había sentido cuando al año de comenzar nuestra relación descubrió un engaño de mi parte. La terapeuta se puso de pie. Tomó su bolso de la mesa de centro, lo colgó sobre su hombro e hizo un último intento: no me malinterpreten, dijo, cuando digo que no hay niño en esta casa me refiero a cuerpo presente; pero claro, sé que él todavía habita aquí, que está en medio de las cosas, pero sobre todo en la mente de ustedes, que son sus padres, que lo amaron y lo seguirán amando. Cuando dijo esto sonreí con fastidio. Por primera vez sentí que parte de la ira de Lore había brincado hacia mí. Caminé hasta ella, luego pretendí dar algunos pasos hacia la puerta después de haberle puesto la mano en la cintura con mucha sutileza. Empezó a caminar, pero lo hacía despacio; me miraba en forma extraña, como si quisiera leer algo en mis ojos o buscara dentro su cabeza un argumento con un poco más de peso. Ante esa resistencia Lore optó por acercarse, la tomó de la mano y caminó con ella. La terapeuta trastabilló, pues su pie se enredó con una tableta que JuanSe había desprendido de uno de los guardaescobas. Se hubiera ido de narices de no ser porque Lore la sostuvo, mientras la seguía halando. La terapeuta se sintió ultrajada y se ofuscó. Se liberó con fuerza de la mano de Lore y salió por sus propios medios, pero cuando sobrepasó el umbral se detuvo, volvió su cabeza hacia nosotros y comenzó a preguntar: Cómo ocurrió, señores, díganme cómo ocurrió. Lore cerró la puerta con fuerza. Me acerqué a ella y la abracé. De afuera nos llegaba la pregunta insistente de la terapeuta, cómo ocurrió, decía, díganme cómo ocurrió. Sabíamos que seguía ahí, pegada al otro extremo de la puerta. Unos segundos después la golpeó con los nudillos. Si no abren esta puerta JuanSe no podrá salir, decía; déjenlo que salga, permítanle que se vaya. La voz de la terapeuta había tomado un tono que nos atemorizó. Aunque la puerta permanecía cerrada, Lore se apresuró a pasar la tranca. Sentimos cómo se marchaba. Su voz la escuchábamos cada vez más lejos. Cómo ocurrió, decía, díganme cómo ocurrió, que alguien me lo diga, repetía como si fuera un conjuro. Aquella pregunta salió de ella cada vez con más intensidad, hasta una última en que lo gritó acudiendo a toda la fuerza que le daban sus pulmones, casi a punto de desgañitarse.

Esto es todo lo que recuerdo con más claridad, aquellos primeros días de la pérdida de nuestro hijo; estos son los recuerdos que me han asaltado hoy, que se cumplen ocho años de la muerte de Lore. El resto son detalles volátiles, sucesos que no sé si los soñé o en los que la mente me engaña como un acto de rebeldía a esa imposición de comprender un absurdo. Mi única certeza es que la vida de ahí en adelante se aferró a un vaivén pasmoso, a un suceder continuo y triste de los días. Al día siguiente de la visita de la terapeuta volvió Rosaura, después de haber pasado el fin de semana con su madre. Venía con una expectativa feliz de que le contáramos en qué había terminado todo. Cuando la pusimos al tanto se llevó una mano a la boca y poco a poco se le fue escapando el llanto. Entonces reconocimos en su angustia nuestro propio miedo, una suerte de espanto que nos caía de repente. Lloramos todos, en la sala; por momentos Lore parecía a punto de ahogarse. Rosaura se ponía de pie y caminaba para todos lados. Agitaba su mano, con ese gesto con que solía reprocharle a JuanSe alguna pilatuna. Lore recostó su cabeza en mi pecho. Sentí cómo sus hombros se sacudían con mucho frenesí. Se me ocurre pensar que desde ese instante comenzó a formarse dentro de Lore eso tan feo que terminó consumiéndola. Al cabo de varios minutos nos calmamos. Una vez más fue Lore la que asumió el liderazgo de todo. Caminó hacia el baño. Entró. Escuché cómo se sonaba la nariz. Luego salió, le dio unas instrucciones a Rosaura y a mí me propuso que llamáramos a la policía o los bomberos. Tenemos que conseguir que JuanSe hable, me dijo; quiero decir que hable mientras están ellos aquí, solo así les podremos explicar que nuestro hijo se ha quedado atrapado, para que rompan las paredes o tumben la casa si fuera necesario.

Pero JuanSe no habló. Ni ese día, ni al otro, ni esa semana ni tampoco la siguiente. De cualquier manera conseguimos que acudieran los bomberos; la policía se había negado ante el convencimiento de que nos estábamos burlando, porque no supimos cómo explicar la desaparición de JuanSe sin que sonara ridículo. Los bomberos recorrieron toda la casa. Nos preguntaron cuál era la parte donde lo habíamos escuchado por última vez; después pusieron una especie de sensor por las paredes, el cual iban moviendo de a poquitos. Normalmente se usa para detectar filtraciones de agua internas, explicó el capitán; de haber algún tipo de movimiento, o un sonido por leve que sea, como la respiración del niño, por ejemplo, el sensor nos avisará por medio de una lucecita. Pero la lucecita no se prendió. Estuvieron muy aplicados durante varias horas. Creo que el capitán, no lo recuerdo bien, había estudiado con Lore en el colegio; o tal vez habían sido amigos en el barrio donde creció ella. Cuando se marcharon discutimos con Lore la posibilidad de llamar a nuestras familias, contar lo sucedido para tener un poco de apoyo. Pero Lore consideró que sería un desatino. Nadie nos va a creer, dijo, mucho menos si JuanSe no habla. Sé que está vivo, me dijo, que no ha muerto. La convicción de Lore, que era también la mía, se nutría en parte porque los juguetes de JuanSe seguían en ese continuo aparecer y desaparecer arbitrario. Pero también porque nuestro instinto de padres nos lo susurraba en el oído.

Pedimos permiso en el trabajo. Lore tenía varios días de vacaciones acumulados, así que la solicitud no representó ningún problema; por mi parte, dado que las mías me las había gastado hacía poco menos de un año viendo el campeonato mundial de fútbol, tuve que hablar con mi jefe. Alegué estar pasando por una situación estresante que ameritaba un retiro temporal por unas cuantas semanas, y convinimos una licencia no remunerada. Aunque JuanSe apareciera al otro día, necesitaba un descanso, desconectarme de líos de oficina y atender la vida misma. De tal manera que la tarea diaria consistía en recorrer la casa llamando a JuanSe, poniéndole temas que le fascinaban, contándole teorías, especulaciones halladas en la red sobre la saga de Star Wars. A esto último era Lore la que se aplicaba. Entre tanto yo la asistía con una discreción solidaria; nunca la dejé sola, porque queríamos que JuanSe nos sintiera unidos en el propósito de volver a escucharlo. Es por eso que alternábamos nuestra cena en diferentes lugares de la casa; Lore disponía cojines y nos sentábamos a comer como si se tratara de una velada romántica. Le leíamos cuentos. Mientras yo leía, haciendo inflexiones en mi acento para resaltar los giros de los pasajes, o cambiándolo para representar un nuevo personaje, Lore acudía a la parte más tierna de su voz y decía: Qué lindo, qué cuento taaan lindo. También recuerdo haber conseguido que la administración del conjunto nos dejara revisar las cámaras de seguridad. En ellas vimos cómo JuanSe entró aquella tarde a la casa. Iba de la mano de Rosaura, con su maletincito ajustado a la espalda y la camisa salida; parecía cansado, aunque de vez en cuando diera salticos para evitar pisar algunos adoquines, esmerado en los juegos que le gustaba inventar cuando caminaba. Pero luego de eso los videos no registraban que hubiera salido de la casa; ni por el frente ni por la parte trasera, que da contra el parque del conjunto donde aquella vez quise que jugáramos fútbol. Después vimos mi llegada y media hora más tarde la de Lore, que entró presurosa a la casa a darle cara a ese horror que aún nos mantenía devastados. Ese escrutinio riguroso nos nutrió la convicción de que el niño seguía dentro de la casa. Pero los días se extinguían a un ritmo endemoniado, la noche se asomaba temprano y nos íbamos a la cama, abatidos por completo. Un viernes por la tarde nos visitaron los papás de Lore. Desde que nos casamos, nuestra interacción con familiares se limitaba prácticamente a aquellos que provenían de su lado. Mis hermanas vivían en el exterior y mis padres habían comprado una casa de campo a varias horas de Bogotá, así que la relación se fue diluyendo hasta verse reducida a un intercambio de llamadas en las que nos resumíamos la vida. Lore les dijo, sin embargo, que JuanSe estaba pasando unos días con ellos, porque el colegio había decretado un par de días de receso. Que se divierta, les dijo, ese colegio le exige mucho. Cuando recién llegaron nos había alentado la posibilidad de que el niño se hiciera escuchar al notar la presencia de sus abuelos. Entonces dilatamos el saludo, evadiendo con soltura la conversación cuando nos preguntaban por él, cambiando de tema, preguntándole a la madre de Lore cómo progresaba una dolencia crónica que tenía en las rodillas y dejando que su padre nos contara alguna de sus hazañas cuando se enfrentaba a las instituciones de gobierno con las que adelantaba trámites. Pero al cabo de varios minutos en los que la sospecha de que JuanSe no hablaría se convirtió en toda una certeza, Lore se aventuró con arrojo a la mentira. Nos atemorizó que JuanSe hablara o produjera alguno de los sonidos que había dejado de hacer desde hacía varios días. Pero esto no sucedió.

Que el niño no se dejara sentir nos llenaba de angustia. Comenzamos a contemplar la posibilidad de que, en efecto, tal como lo había advertido la terapeuta, algo nefasto hubiese sucedido al punto de desquiciarnos; tal vez, pensamos, nuestra mente apeló a un particular mecanismo de defensa para no aceptarlo. Pero Rosaura nos aterrizaba de nuevo en la realidad, porque fue ella quien estaba con él la tarde en que desapareció; ella nos daba fe, mientras la mirábamos con firmeza a la cara, de que no había sucedido nada trágico, que el niño no aparecía desde hacía dos semanas. Lo único en lo que nuestras versiones divergían, era en el hecho de que ella jamás lo había escuchado ni sentido. El asunto de los juguetes que desaparecían sí lo había notado, pero nunca estaba segura de haberlos visto o no en el lugar de donde se esfumaban, o de que hubieran estado previamente en el lugar donde después los encontraba. Aunque Lore llegó a pensar incluso que Rosaura fuera una construcción de nuestras mentes perturbadas, aquella tarde en que la confrontamos decidimos rastrear con fotografías cada uno de los rincones de la casa. Los primeros días las cosas permanecieron en su sitio, fieles al rigor con que habían sido dispuestas, lo cual nos derruía el alma; sin embargo, al cabo de una semana un camioncito apareció encima de la biblioteca. A JuanSe le gustaba dejar las cosas ahí, al lado de una pila de libros de autores latinoamericanos que yo había ido comprando desde hacía varios años. Lore miró varias veces la fotografía. Rosaura juró no haber tocado nada, así que recibimos con alborozo aquel acontecimiento, y por primera vez en muchas noches descubrí un atisbo de alegría en Lore a la hora de ir a la cama. Con los días había suficientes muestras de que JuanSe recorría la casa; desaparecían libros, cambiaban de posición sus naves o aparecían trocitos de plastilina en su cuarto.

Creo que estábamos viendo la televisión cuando escuchamos la risa. Dimos un brinco, nos paramos de la cama y bajamos al cuarto de JuanSe. Abrimos la puerta. Aunque todo se mantenía intacto, de las paredes nos llegaba su sonora carcajada. Pese a que intentamos hablarle, el niño no paraba de reírse. Nos abrazamos. Ella comenzó a llorar y me di cuenta de que yo también lo hacía. Rosaura subió y nos encontró hechos un mar de lágrimas. ¿Lo escucha, Rosaura, escucha cómo se está riendo el niño? Preguntó Lore, alborozada. Rosaura lo confirmó y también lloró con nosotros, pero al cabo de unos minutos estábamos los cuatro riéndonos, mirando hacia todos los rincones del cuarto, jubilosos de que nos llegara la risa de JuanSe con tanta nitidez. Le pedimos a Rosaura que nos dejara solos, porque Lore consiguió que nuestro hijo nos contara el motivo de tanta risa. JuanSe dijo que tenía un amigo que se la pasaba haciendo payasadas, y que por andar haciendo monerías se había caído como un sapo. La alusión de como un sapo era la constatación de todas las cosas, porque JuanSe siempre decía estar alegre como un sapo, triste como un sapo, despaturrado como un sapo o que lo habían tratado como a un sapo. Nos sentamos en el piso y hablamos con él hasta bien entrada la noche. Lo pusimos al tanto de nuestra angustia. Lore le explicó lo mucho que nos hacía sufrir el no poder abrazarlo, no saber dónde estaba metido, cómo estaba ni el porqué de la renuencia a salir a convivir con nosotros; JuanSe, sin embargo, evadió las preguntas, limitándose a contestar que no sabía dónde estaba, pero que le parecía muy chévere. Entonces cambiaba de tema. Habíamos durado tanto tiempo sin oír su voz, que no pudimos hacer otra cosa que dejarlo hablar, contar sus pilatunas en su nuevo mundo y ponerlo al tanto de cómo marchaban nuestras vidas sin él, nuestro mayor tesoro.

Bajo esta nueva dinámica los días avanzaron sin sobresaltos. De vez en cuando nos hacíamos un ocho la cabeza tratando de entender lo que pasaba, contemplando la posibilidad de que algo nos hubiera desquiciado. Pero la vida había adquirido un matiz distinto al que era necesario hacerle frente; de tal forma que la ilusión cada vez que abríamos los ojos, temprano en la mañana, era esperar el momento del día en que JuanSe se hiciera notar, produjera algún sonido, desapareciera un juguete o quisiera conversar con nosotros, lo cual era cada vez más habitual. A los dos se nos terminaron las vacaciones, así que volver a la rutina de antes resultó un tránsito traumático. Cuando llegábamos no hacíamos otra cosa que empezar a llamarlo por toda la casa hasta encontrarlo. Luego nos sentábamos en el piso para que nos contara cómo había sido su día, si había comido, si estaba bien; Lore le refería anécdotas de cuando él estaba bebé o dando sus primeros pasos, y esto lo divertía muchísimo. ¿Te acuerdas? Preguntaba Lore. No, ma, no me acuerdo, pero me parece muy chistoso. Pedía más detalles, que le dijera cuál fue su primera palabra, cómo pronunciaba las cosas, si se orinaba en la cama, cuáles eran sus juguetes preferidos. Aquellas sesiones nos alivianaban el alma bajo la presunción de que el niño estaba bien, que no sufría, que nada le faltaba aunque le faltara un beso, un abrazo o una caricia de sus padres. Para nosotros esa liviandad suponía también, más allá de ese particular alborozo, un traumatismo mucho más complejo, como corrientes de agua subterránea que lo erosionan todo bajo tierra aunque tan solo una humedad se insinúe en la superficie. Creo que fui yo quien primero comenzó a contarle asuntos más trascendentales, como que me sentía hastiado en el trabajo o anhelaba conocer Barcelona. En esos momentos JuanSe guardaba silencio por algunos segundos, pero después proponía algunos planes fantasiosos para resolverlo todo, apelando a la creatividad de la que era capaz. Me sugería que montáramos un negocio de galletas con ingredientes especiales para que la gente fuera feliz; solo así tendríamos el dinero suficiente para comprar tiquetes de vuelos a Venecia, Barcelona, Londres y París. Incluso se podría, porque fue enfático en cuanto a que él no podría ir, que Lore y yo lleváramos las galletitas para crecer el negocio por el mundo. Lore, con lágrimas en los ojos, le propuso mejor usar ingredientes para hacer aparecer a los niños extraviados; entonces JuanSe soltó un grito de euforia, un sí con muchas íes que parecían no acabarse, tantas que parecían infinitas.

 Después de haber explicado sus ausencias con diferentes excusas, tuvimos que retirar a JuanSe del colegio; Lore inventó que habíamos decidido cambiarlo a uno nuevo, con métodos pedagógicos que se ajustaban más a nuestro hijo. La directora puso un poco de resistencia, encariñada como estaba con JuanSe y desafiada también en su vocación de maestra, educadora comprometida con el modelo que había instaurado en el colegio. A los paseos esporádicos con los amigos a los que habíamos renunciado, volvimos solo porque Lore consideró que era importante darle espacios al niño, no saturarlo, concederle más libertad; de tal manera que cada vez teníamos que acudir a una excusa diferente: JuanSe estaba pasando el día donde unos tíos, se había quedado en casa con Rosaura porque estaba resfriado, tenía una excursión con el colegio. Pero aquellas escapadas nuestras eran infructuosas. Recuerdo lo difícil que era mantener las conversaciones sin que nos sintieran evadidos, con la mente obstinada en eludir lo que nos rodeaba, empeñados en reír cuando algo en nuestro interior se descosía poco a poco. Cuando llegábamos a casa, antes de buscar la voz de JuanSe, consultábamos las cámaras. Las habíamos instalado tan solo para constatar su vida a través de los objetos perdidos, que se desvanecían en la imagen hasta difuminarse por completo, o bien desaparecían de improviso. Mirar los videos nos dejaba la curiosa ansiedad que produce el estar espiando a alguien. Pero era utilísimo, aunque también devastador. Varias veces se nos derrumbaba el ánimo al vernos ahí, sentados en el piso, hablando con alguien que no aparecía registrado en la cámara; porque ni siquiera su voz, que para nosotros era tan nítida, dejaba algún rastro en las cintas.

En alguna ocasión la tos de JuanSe nos despertó por la noche. Lore se paró de un brinco. Aunque permanecí en la cama, atento a cómo evolucionaba la tos, observé cómo Lore buscaba desesperada por toda la habitación el jarabe que le había recetado el alergólogo. La suya era una alergia a los ácaros, que le irritaba los ojos, le congestionaba la nariz o lo ponía a toser con insistencia. Cuando Lore lo encontró, lo agitó con mucha vehemencia y me miró con una impotencia que la sobrepasaba: ¿Y ahora? No supe qué decirle. Convinimos en dejarle el jarabe destapado en el estudio, con la jeringa medidora a un costado. Lore animó a JuanSe a que se tomara la dosis, pero como respuesta tan solo nos llegaba un sonido seco, persistente, como un rugido atenuado; una tos de perro, dijo Lore, mirándome con angustia. Nos subimos a nuestra habitación para darle a JuanSe la tranquilidad de proceder. Desde el monitor central nos dedicamos a observar con detenimiento alguna pequeña variación en la imagen. Lore hizo un acercamiento sobre el jarabe, ajustó los atributos de brillo, luz e intensidad; me miró, se mordió el labio inferior con los dientes y no dijo nada. Al cabo de unos minutos la jeringa, pese a que no percibimos ningún movimiento, se veía con el líquido adentro; unos segundos después estaba vacía de nuevo. Pero JuanSe seguía tosiendo. Me paré y di vueltas alrededor del cuarto. Por momentos miraba a Lore, procurando no detenerme demasiado en ella para no transmitirle mi ansiedad. Ella inhalaba muy hondo y entrelazaba sus manos, como si se dispusiera para un rezo. La tos fue menguando poco a poco y dejando su aspereza, esa suerte de estertor grave que nos preocupaba. Al rato Lore descubrió que la jeringa se llenaba de nuevo; entonces pegó un grito que me estremeció: No, JuanSe, con una no más es suficiente.

Duramos un poco más en resolver el tema familiar, pero finalmente lo logramos. Una tarde los reunimos a todos y les explicamos lo que sucedía. En un principio los padres de Lore se reían, esperando a que uno de los dos aclarara que aquella confesión insólita era una estúpida broma que les estábamos jugando. Mientras Lore hablaba ellos miraban hacia el segundo piso, con un gesto divertido, a la espera de que bajara JuanSe para desmentirlo todo. Pero como nada sucedía y nosotros seguimos recios en nuestras explicaciones, sin que se nos desgajara la voz aunque pareciera inminente que se convertiría en llanto, nos creyeron, con un poco de aprensión, pero creyeron. Mucho más porque JuanSe, en medio de las preguntas que iban y venían, comenzó a cantar con una voz que parecía provenir desde todos los ángulos. Era una canción que le fascinaba, aquella en que la tía Clementina se va al mercado, con un zapato verde y el otro colorado, en la pollería se compra un pollito, y sigue caminando seguida del pollito, pío pío. La madre de Lore se asustó mucho. Caminó hasta la puerta de la casa, la abrió y puso un pie afuera, presta a correr si era necesario. Su padre, en cambio, comenzó a cantar el estribillo, siguiendo el ritmo de JuanSe. Al final de la tarde habíamos hablado todos con él, muertos de risa porque, donde fuera que estuviera, seguía siendo un payaso. De ahí en adelante las visitas de la familia arreciaron. Nuestro secreto se propagó con la tenacidad de un virus entre tíos, cuñados, hermanos, abuelos, primos en segundo, tercer y cuarto grado, gente que venía de lejos con un enrevesado parentesco bajo el brazo, dispuestos a conocer a JunaSe. De tal manera que hasta nuestras finanzas se resistieron un poco, debido al convencimiento de Lore en cuanto a que teníamos que ser los mejores anfitriones. Comprábamos pasabocas, tablas de queso, gaseosas, jugos y algunas botellas de vino. JuanSe la pasaba de lo mejor con toda esa legión de primos y allegados que le cayó de repente. Para nosotros tanta compañía de alguna manera operó como una suerte de sedante que nos mantenía dopados; pero aun así la desazón se nos escurría por entre los resquicios que dejaban nuestros visitantes, como si fuera un ácido empeñado en filtrarse y corroernos por dentro. Estar rodeado de gente los fines de semana comenzó a convertirse en todo un ritual al que nos aferrábamos, una suerte de temor a estar solos, aunque varias veces nos quejábamos también de la falta de privacidad, de no poder estar más tiempo a solas con el niño. Pero la novedad pasó pronto.

En forma paulatina fuimos volviendo a la normalidad, Lore y yo solos dentro de la casa, con la voz de nuestro hijo siguiéndonos por todas partes, acucioso ahora como el que más. En algunas ocasiones tuvimos que contestar llamadas de gente extraña, periodistas, sobre todo, que preguntaban por el asunto, el cual desmentíamos con propiedad, alegando que eran rumores infundados. Por esos días, también, Lore consideró que no era prudente que volviéramos a tener sexo; no dentro de la casa, aclaró, mira que JuanSe nos puede ver desde cualquier parte. Cuando me dijo esto habló en forma de susurro, mirando hacia los costados con preocupación genuina. Entonces convinimos escaparnos a algún motel de vez en cuando, por lo menos una vez por mes; propósito que jamás cumplimos, pues a los dos nos asediaba ese afán de llegar rápido a la casa para seguir hablando con el niño. En uno de aquellos días, después de haber comido una pasta que nos preparó Rosaura, Lore manifestó que desde hacía varios días todo lo que comía le sentaba mal. Desde esa espontánea revelación su cuerpo pareció revelarse. Se la pasaba en el baño. Perdió el apetito. Padecía unos fuertes dolores abdominales antes de acostarse; son como retorcijones, decía, como si una mano me estrujara las tripas. Se tornó un tanto irascible, a tal punto que comenzó a enfadarse con JuanSe por el desorden que dejaba o por unos alaridos que había comenzado a hacer, cantando goles imaginarios. Al término de algunos días un gastroenterólogo nos enteró de lo que sucedía: Lore estaba invadida por el cáncer. Es como si dentro de ella hubiera crecido un animal sin que ninguno de los dos lo notara, preocupados como habíamos estado de no poder encontrar a JuanSe, de adaptarnos a ese nuevo estilo de vida que se nos había impuesto. Un animal que en silencio fue arruinando su sistema digestivo, empeñado en morder sus entrañas e intestinos, comiéndose a mi Lore desde adentro.

A partir de ahí todo supuso una nueva dinámica. Para mí, ahora que lo recuerdo aunque no quiero entrar en detalles, fue un continuo verla morir de a poquitos. Un mirar a JuanSe desde otra perspectiva, tal vez con resentimiento por considerarlo culpable de que su madre se hubiera derruido en forma tan vertiginosa. Lore se molestaba conmigo; no, decía; no, señor, repetía, el niño no tiene la culpa. Ella se aferraba a él como si JuanSe fuera un conjuro. Pero aun así Lore comenzó a perder el cabello, sus uñas perdieron consistencia y parecían a punto de desprenderse. Vomitaba todo el tiempo. De algún modo el descubrimiento de la enfermedad supuso la precipitación de todo, como si aquel monstruo que habitaba sus entrañas al sentirse descubierto hubiera arreciado su actitud parásita, devastadora y hostil. Pero lo que más me abatió fue comprobar que Lore no quería dar la batalla por su vida. Varias veces discutimos por eso. Ella se negaba a comenzar tratamientos de quimioterapia; estoy invadida, amor, entiende que estoy in va di da, repetía, gesticulando despacio, poniendo todo el énfasis en cada sílaba. Tampoco quiso que pusiéramos a JuanSe al tanto de todo. Le contamos que mamá estaba enferma, pero nunca fuimos claros sobre la gravedad del asunto. El médico le dio una incapacidad laboral que sería definitiva, como quien te asiste con complicidad para que no trabajes más hasta tu muerte. De tal manera que cuando llegaba de la oficina encontraba a Lore sentada en una pila de cojines, hablando con JuanSe de cualquier cosa. Él había comenzado a pedir unos muñecos de los X-Men, que era la película que estaba de moda. Hablaban de eso, de fuerzas mutantes, poderes especiales y villanos; atrás habían quedado las naves, la saga de Star Wars, los muñequitos de Shrek y el vaquerito Woody. Siempre consideré un desatino interrumpirlos; es como si el continuo aniquilamiento de Lore me hubiera excluido de aquellas escenas, o algo dentro de mí le hubiese concedido el carácter de profanación a cualquier intento de acercarme en esos momentos tan suyos.

Después, cuando Lore me buscaba, arriba en la habitación, la veía llegar con la aflicción de quien acaba de visitar a un hombre recluido en una celda. Se acostaba a mi lado y me ponía al tanto de los pormenores de la mañana y de la tarde. Aunque a veces tan solo me mencionaba cosas de JuanSe que la divertían mucho, en algunas oportunidades era bastante prolija en referirme la forma en que se había comportado su organismo a lo largo del día, o me describía algún efecto que había descubierto en su cuerpo en sus interminables sesiones de contemplación frente al espejo. También celebraba repentinas mejorías, claro; instantes en los que descubría a su verdugo acobardado, intimidado por el rigor con que ella seguía en su dieta las instrucciones del médico. Los días y los meses se fueron escurriendo sin contemplaciones. Lore decidió que no quería ver a nadie de la familia, como no fueran sus padres, que nos visitaban cada tres días y habían claudicado ya en sus intentos por convencerla de que librara una guerra que Lore juzgaba perdida de antemano. De alguna manera la enfermedad nos unía pero también nos distanciaba, porque nunca supe intuir cuándo era prudente hablar o no del tema, preocupado por no querer arruinar su estado de ánimo en momentos en que la veía calmada, abstraída de todo. Fue así como desapareció mi recelo hacia JuanSe y me acerqué de nuevo. Jugaba pelota con él; es decir, estrellaba el balón contra la pared del estudio mientras él cantaba goles desde las paredes, imitando a los grandes narradores. Cuando subía de nuevo a nuestra habitación, agotado, pues el niño solía exigirme con una obstinación tenaz que pateara la pelota de todas las formas posibles, replicando el estilo de los jugadores que admiraba, de los que había tenido noticia desde aquel fortín que lo mantenía al corriente de todo, varias veces encontré a Lore pasando la mano por su vientre. Lo hacía con una suerte de ternura, como si acabara de zanjar una agria discusión o llegar a un acuerdo implícito con la criatura que crecía en sus entrañas, aquella que no había hecho otra cosa que erguirse impetuosa o agazaparse cuando se le daba la gana.

Ninguna madre puede resistir la pérdida de un hijo. Por eso entiendo que Lore se haya dejado morir en esa forma. Se lo conté a JuanSe algunos días después de haber sucedido. Entonces dejó de hablar por varios meses. Aun así, por las noches lo escuchaba llorar desconsolado. Como a mí también la vida me había robado las ganas de todo, la mayoría de las veces me limitaba a escuchar su llanto sin siquiera pensar en acercarme para consolarlo. Pero también lloramos juntos. Él desde su extraña y absurda dimensión, mientras yo lo hacía en la cama donde hice el amor con Lore hasta sus últimos días, con esa forma tan particular y genuina que descubrimos para hacerlo, abrazándola por la espalda, acariciándole el vientre mientras conversábamos de lo bella que había sido la vida con nosotros, de lo felices que habíamos vivido los tres sin importar los reveses, entregados a la más legítima forma de amarnos que encontramos. 

Cuando JuanSe volvió a hablarme fue como si en mi corazón sanara una herida o se cerrara una grieta por donde se me escurría de a poco el espíritu. A partir de ahí nunca ha dejado de hacerlo. Han pasado ocho años desde que Lore murió. De seguro la contextura de mi hijo es diferente; tal vez es ya un adolescente lleno de bríos, mientras a mí me va apocando el paso del tiempo. Su voz es más gruesa. Siento que es un hombre el que me habla, aunque para mí siga siendo mi niño pequeño de tan solo cinco años. La vida se ha venido deslizando presa del letargo con que decidió continuar su marcha. Mi familia decidió abandonarme por completo; la de Lore, como si fuera una de esas tareas paulatinas en las que se esmera el destino, terminó por olvidarnos, como si no aceptaran que paso mis días con un hijo cautivo, esperando tan solo que me visite el animal que se llevó a su madre o que JuanSe se apiade de mí y me invite a conocer sus pasadizos. Aun así no sucumbí al alcohol. Aquella fue una promesa que le hice a Lore.

Varias veces he soñado con JuanSe. Sueño que cuando despierto él está ahí, frente a la cama, que me mira con unos ojos que claman indulgencia, que corre hacia mí, me abraza y esconde su cabeza entre mi pecho. Entonces lloramos los dos sin decir nada. Lo aprieto con fuerza para que no se despegue de mí nunca más, mientras escucho cómo sale de mí, con una persistencia tenaz, aquella pregunta de la terapeuta el día que nos visitó: Cómo sucedió, JuanSe, que alguien nos diga cómo sucedió, mi niño, mi pequeño tesorito. Me parece también, mientras lo tengo en mis brazos, que todavía es un bebé, que aún puedo acunarlo y arrullarlo, que acaba de tomar su tete y Lore me ha pedido que le saque los gases. Como si se tratara de una astucia de la mente, siento muy vívida la escena; asumo que el tiempo no ha pasado, que JuanSe sigue siendo un bebé, que en cualquier momento entrará Lore por la puerta y me preguntará qué tal me parece un mameluquito que trae entre sus manos. Me hace feliz saber que el tiempo se detuvo, que JuanSe no ha crecido, que nunca sucedió nada, que no fue real aquella fatídica tarde en que desapareció para siempre.

 Pero despierto y estoy solo, cada vez más viejo; cansado de tener que levantarme y continuar, abatido por completo. Al cabo de unos minutos escucho su voz y algo dentro de mí se renueva, feliz de saber que mi hijo está vivo. Su saludo siempre es igual; hola, pa, me dice, entonces me pongo de pie y le pido que me acompañe a preparar el desayuno. Luego me arreglo para irme al trabajo y le doy instrucciones precisas para el día, como lo hacía Lore.

Andrés Mauricio Muñoz (Popayán, 1974). Ganador de los concursos nacionales de cuento Libros y Letras, en 2006; Premio Literario Fundación Gilberto Alzate Avendaño, en 2007; TEUC, Universidad Central, en 2008. Autor de los libros de cuentos Desasosiegos menores (Premio Nacional de cuento UIS 2010) y Un lugar para que rece Adela (U. de A., 2015), recibido con entusiasmo por los lectores y la crítica en Colombia. Seix Barral publicó en 2016 su novela El último donjuán. Su libro de cuentos, Hay días en que estamos idos (Seix Barral, 2017) —en el que aparece el relato «Lore, el niño no aparece» que publicamos en CasaMacondo— fue seleccionado por el IV Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana como uno de los tres mejores libros de 2017, y fue finalista de la V edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Seix Barral publicó en 2019 su novela Las margaritas, historia de un hombre minúsculo. Su más reciente novela es Los desagradables (Seix Barral, 2023).Textos suyos han sido traducidos al árabe, alemán, francés, inglés, esloveno e italiano.

La publicación del cuento «Lore, el niño no aparece» hace parte de una alianza entre CasaMacondo y el Fondo de Cultura Económica (FCE). A lo largo de 2025, este medio publicará una docena de relatos de ficción que aparecen en las antologías de cuento colombiano que ha publicado el FCE y que tienen como antologista a la profesora y poeta Luz Mary Giraldo. Cuento perteneciente al libro Hay días en que estamos idos, Seix Barral (2017).

CasaMacondo es un medio de comunicación colombiano que narra la diversidad de territorios y personas que conforman este país. Tenemos una oferta de contenidos abierta y gratuita que incluye relatos sobre política, derechos humanos, arte, cultura y riqueza biológica. Para mantener nuestra independencia recurrimos a la generosidad de lectores como tú. Si te gusta el trabajo que hacemos y quieres apoyar un periodismo hecho con cuidado y sin afán, haz clic aquí. ¡Gracias!

Haz clic aquí para apoyarnos

Compartir

Artículos relacionados