Mi madre se fracturó el codo que acababan de operarle, después de otra caída. Fueron tropezones de madrugada. La única previsión que ninguno consideró, por amor y dignidad, fue amarrarla de la cama. Todo lo demás se hizo, en lo posible, pero resultó insuficiente. Las malaventuras no reclaman holgura, se cuelan por los resquicios, en un parpadeo. Tras esa segunda caída, Elena y yo decidimos adelantar el viaje que teníamos previsto para su cumpleaños, el primero de marzo. Era un motivo feliz luego de muchos meses de espera, tras el nacimiento de nuestra hija. De un día para otro, lo radiante resultó sombrío. Fue una peregrinación de veintiuna horas por tres aeropuertos, desde Sacramento hasta Medellín. Sin embargo, llegamos a tiempo, un día antes de la nueva operación, considerada de alto riesgo porque su corazón, raudo y jubiloso, ahora camina con pasos de caracol. El suyo, con antenas y espacio para todos nosotros, acaba de cumplir ochenta y nueve años, la edad de un elefante. Allá, en el hospital, dispusieron un lugar para que pudiera recibir a la más pequeña de sus nietas. Fue un encuentro breve. Hablaron, rieron, se reconocieron. La operación resultó providencial. Los huesos y ligamentos del codo quedaron en su sitio. Pero ella continúa hospitalizada, casi un mes después. Cuando le preguntan cómo sigue, responde que bien, que bendecida, que muy contenta. Fue así toda la vida. Mi madre cree que quejarse es ligereza, gesto de majaderos. Hasta los que reciben poco lo reciben todo, me dice mordida por un dolor de hormigas bajo la piel. Nosotros nos turnamos para acompañarla. Qué anda escribiendo, me pregunta. Yo le cuento, me detengo en los detalles. Las noches pasadas, junto a su cama a oscuras, escribí un relato sobre Betsabé Espinal, la líder obrera olvidada en esta ciudad de ebrios, controlada por las bandas criminales. Es la primera vez que vamos juntos al baño. Ella me obliga a esperar afuera. ¿Ya?, me preguntaba de niño. Yo le respondía que no. ¿Ya?, insistía. Todavía no. Limpiarse diligente, me enseñó, era la primera cosa bien hecha que todo hombre debía aprender. Y con su lucidez para coser unas cosas con otras, me explicaba que hablar bien era lo mismo que andar limpio, oler pulcro. Ahora soy yo el que le pregunta afuera del baño. ¿Ya? No, me responde, todavía no. Ella aún no sabe que Atenea murió el sábado. Amaneció echada en su lugar de lo más tranquila. Ese día, después de que se fueron los de la funeraria canina, decidimos comernos el pastel de cumpleaños de mi madre, en la nevera desde hacía una semana, una tarta de maracuyá con macadamia. Fue la vida siendo la vida, y el postre seguía dulce, pese a todo. Anoche soñé con Atenea, me dijo esta madrugada. Ella solía recoger perros de la calle. Yo paso mañana por aquí, a esta misma hora, les decía. Los perros la esperaban. Mi madre los envolvía en papel periódico y se subía a los buses rumbo al barrio, indiferente del asco de la gente. Los aseaba, los curaba, les daba un nombre. Atenea llegó así, rescatada hace diez años. Era una bulldog inglés, gorda y fea, pero para sus ojos sutil y tierna, preciosa. El amor es ciego, le decía yo, mirando burlón a la perra. No, me corregía ella, mirándome indulgente: es terco.

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