Francisco Javier Toro sabía montones de cosas. Descubría los parásitos intestinales de los perros en su mirada vidriosa, encauzaba las aguas lluvias con tubos de guadua, descifraba el sabor de las frutas observando la forma de sus tallos, presagiaba las granizadas en las deformaciones grises de las nubes, cicatrizaba las heridas de sus hijos con emplastos de hojas, hasta sabía cuidar los partos de su mujer. Su sabiduría, sin embargo, no le sirvió para advertir el peligro de martillar una granada. Cuando su hijo menor le pasó una bala de mortero para que se la abriera, el campesino la confundió con la bomba de un sanitario. A los cuarenta y tres años, Francisco Javier Toro se había graduado en cosas vivas y móviles, pero era un analfabeto de los artificios inanimados de la guerra. El machete que llevaba en la cintura, y que usó para golpear el trasto que se encontraron sus hijos mientras jugaban, solo lo había usado para desyerbar potreros y podar árboles. Veinte horas después de la explosión, la iglesia principal de San Antonio de Prado, al sur de Medellín, se llenó de curiosos durante el sepelio del padre y de sus hijos Jhon Esteban, de tres años; Juan Carlos, de seis, y Wilmar de Jesús, de once. Hace veinte años de aquella noticia, pero pudo ocurrir ayer, o suceder mañana. La guerra que desangra a Colombia —que comenzó a finales del siglo XIX y que llamaron de los Mil Días— nunca terminó, solo se extendió, como un río que se acrecienta cada tanto, en las borrascas que llueven en este país de tormentas. La guerra jamás ha escampado aquí, ni un solo día, contrario a lo que han proclamado nuestros líderes políticos, los actuales también envejecidos, millonarios y felices. El corazón de uno de los territorios más biodiversos del planeta —sembrado de una riqueza apoteósica de plantas y animales— fallece de odio y de desprecio, arruinado de maldad. Los colombianos, incapaces de superar la herencia de resentimiento que exacerban los dueños de la guerra, defecamos en el agua que a continuación bebemos sedientos, insuflados, embrutecidos. La proclama impartida por quienes se benefician de tanto encono —y que promulgan mayoritariamente los medios tradicionales de comunicación— es atragantarse de rabia y evacuar las entrañas sobre los demás con virulencia. Nuestros líderes políticos son los más indigestos. Mientras enlodan de inmundicia a diestra y siniestra y ceban los ejércitos de los unos en contra de los otros, vociferan amor a la patria, apego a la verdad y respeto a la justicia. Yo estuve allí, no tienen que contármelo. Adelante, sentados al lado de los ataúdes de Francisco Javier Toro y de sus tres hijos, estaban Gloria Inés, la esposa del hombre, y los huérfanos que sobrevivieron al estallido: Luz Dary, de dieciséis años; Orbilia, de quince; Diego de Jesús, de catorce, y Luis Alberto, de doce. Los cajones tenían este letrero encima, pegado con cinta adhesiva: «Por motivos de fuerza mayor está prohibido abrir los cofres».

Féretros sellados
La guerra es el sino de Colombia y alcanza a todos, sobre todo a quienes menos tienen o tendrían que ver con ella. José Alejandro Castaño recuerda el sepelio de un padre y sus tres hijos que, lejos de la guerra, murieron a manos de ella.