Una tarde de octubre, en el 2017, Indiana Cristóbal Ríos Malaver, un entomólogo de treinta y tres años, colgó un cebo con agua de camarón, bagre y orina humana en el fondo de un cañón del Parque Nacional Selva de Florencia, en Caldas. A orillas de una quebrada, extendió una red cilíndrica que reposaba sobre el recipiente que contenía el líquido y, cerrando sus fosas nasales, se dispuso a esperar. 

María de los Ángeles Monsalve, su novia, lo observaba atenta un poco más lejos. Cada vez, Indiana se convencía más de que era la persona con la que deseaba pasar el resto de su vida. María era diseñadora y comunicadora social, y no tenía problemas en maldormir, malcomer y aguantar el repulsivo olor de la materia orgánica en descomposición que a menudo lo acompañaba en su trabajo. 

La había conocido por una amiga en común en Manizales después de terminar Biología en la Universidad de Caldas. Siguieron hablando de manera virtual mientras él estuvo en Venezuela haciendo su maestría. En el 2014, de vuelta en Colombia, la invitó, primero, a un café y, luego, al campo a buscar mariposas. María amaba a los animales, pero era una mujer citadina. No se había adentrado en las selvas del Chocó, los bosques del Tolima o los cañones del eje cafetero persiguiendo polillas como él. 

A pesar de ello, no se quejó de las extensas caminatas, las horas a lomo de mula —nunca había montado a caballo, ni siquiera— o las aparentes excentricidades del trabajo de su pareja estudiando las mariposas y las polillas de Colombia. En su primera salida, aún no tenía un cebo profesional, así que atrajo a los insectos —unos de los más bellos que recuerda— usando sus propias heces. 

María no se quejó en aquella ocasión ni en el 2017 en Selva de Florencia, un parque de bosques prístinos que guerrillas y paramilitares habían usado como corredor durante décadas. El día anterior, habían caminado casi cinco horas después de abandonar los caminos principales, cargando comida enlatada para cuatro días, hamacas e instrumentos de medición. Llovía de manera constante. La zona en la que se hallaban era un punto medio donde el conflicto había preservado fragmentos de bosque subandino casi primario —era imposible encontrar áreas no impactadas por humanos—, un ecosistema de alta biodiversidad con una precipitación comparable a la del Chocó, el departamento más lluvioso de Colombia.  

Las mariposas no demoraron en llegar al cebo atraídas por el olor a urea y pescado podrido. Contrario a lo que suele pensar la gente, estos insectos no solo se alimentan del néctar de las flores; a menudo, prefieren la materia orgánica en descomposición. Había varias especies raras que ya conocía: Necyria duellona, una pequeña mariposa negra con trazos de azul tornasolado y rubí en las alas; Catoblepia orgetorix rothschildi, alas cafés, habanas y marrones con dos pares de ocelos como ojos de tigre; y Heliconius hecalesia hecalesia, alas anteriores más grandes que las posteriores y tonos negros, granate y blanco. Lo emocionaban como la mayoría de las mariposas y polillas, y las registró en su cuaderno de campo. 

Hacia las tres de la tarde, las nubes se abrieron y la temperatura subió. Otras mariposas se acercaron al cebo. Una, en particular, llamó su atención. Medía alrededor de dos centímetros. Sus alas eran de un color gris mustio y tenían un patrón oscuro y asimétrico de delgadas rayas negras. El tono plomizo se ensombrecía en el ápice de las alas y en la parte superior del tórax. Tenía algunos puntos blancos que iluminaban la escala de grises y destellos amarillos en sus ojos, pero, en realidad, no era muy atractiva en términos estéticos. Para María y cualquier otra persona que no estudiase los lepidópteros, bastaba un vistazo antes de dejarse llevar por los índigos metalizados, los rojos encendidos y los ojos falsos de las demás especies. 

Para Indiana —quien hacía dos años, en un arranque, había ido a una notaría para anteponer a su nombre el del célebre arqueólogo de las películas de Spielberg—, solo existía la pequeña mariposa gris. No conocía su nombre, pero estaba seguro de que era extremadamente rara. Creía haberla visto hacía poco en Butterflies of America, una página especializada en insectos. Era una de esas especies que no existía en las colecciones biológicas colombianas. 

Más allá de eso, le atraía su color cenizo. Las antenas elongadas. El contorno de las diminutas alas. Quería verla de cerca, analizarla de manera minuciosa. Necesitaba atraparla para tomarle una muestra de ADN a partir de una de sus patas, diseccionar su abdomen para estudiar su aparato reproductor —la mejor manera de diferenciar especies de lepidópteros aparte de un estudio genético—, observar la forma de sus escamas bajo un microscopio (los «polvos» que dejan las mariposas en las manos de las personas que no les huyen son diminutas escamas), compararla con otras especies de esa familia y, finalmente, montarla con alfileres en una caja hermética con tapa de vidrio para que futuros científicos pudieran analizarla en colecciones biológicas y resolver sus inquietudes.

Apurado, le tomó fotos, usó su termohigrómetro para anotar las condiciones ambientales del lugar —temperatura: 24.5 °C; humedad: 75 %; altura: 1.300 m. s. n. m.—, y preparó su red para capturarla. La mariposa libaba en una roca redonda cubierta de musgo junto a la quebrada. Indiana se acercó con cuidado para no resbalar. Veloz, hizo un pase con la red. El punto gris se perdió entre los árboles antes de que pudiera volver a intentarlo. 

Esa noche, casi no pudo dormir. Había estado tan cerca. ¿Cómo la dejó escapar? Le contó a María sus sospechas y por qué ese insecto de apariencia burda era especial. Aunque, en realidad, para él todos los lepidópteros lo eran. No recibían la misma atención que animales carismáticos como el jaguar, el oso de anteojos o las coloridas aves por las que turistas de todo el mundo viajaban a Suramérica, pero merecían ser tenidos en cuenta especialmente en Colombia, el país con mayor número de especies mariposas del mundo —más de 3.900, según la última cuenta—.  

Las mariposas y las polillas polinizan día y noche. Se alimentan de y reciclan la materia orgánica: fluidos de cadáveres, excrementos, la humedad de las plantas. Y son el alimento del que dependen miles de otras especies: lagartijas, serpientes, roedores, monos, aves, hormigas, ranas, avispas, libélulas. También de los murciélagos, sus eternos enemigos: se cree que las escamas de los lepidópteros vibran con el sonar y que algunos evolucionaron una suerte de tímpano entre el tórax y el abdomen para detectarlo, entre otros. Las mariposas y las polillas son índices de la salud de ecosistemas y, en esa medida, el decrecimiento significativo de sus poblaciones en todo el mundo no es una buena señal. 

Según varios estudios, la población de mariposas monarcas —junto con las morpho, las más carismáticas entre los lepidópteros— se ha reducido hasta un 90 %; las de mariposas de prados y pastizales en Europa hasta un 50 %, y la de polillas en países como Holanda hasta un 71 %. (En general, lo mismo ocurre con los insectos, los animales menos estudiados del planeta, a pesar de que representan alrededor del 80 % de su fauna. Análisis de diversas poblaciones han encontrado declives anuales de entre 1 % y 2 %, lo que quiere decir que especies enteras podrían desaparecer en medio siglo. No alcanzamos a dimensionar las consecuencias de ello).

Al día siguiente, Indiana regresó al mismo lugar junto a la quebrada donde había visto a la pequeña mariposa gris. Aguardó durante horas al lado del cebo, entre anturios, cedros y cominos. Hacia el mediodía, el sol volvió a salir. La temperatura poco a poco subió y la mariposa apareció entre la vegetación. 

Esa vez, no se molestó en tomar fotos o anotar las condiciones ambientales. Persiguió la mancha ceniza, red en mano, hasta que el insecto se posó entre los árboles. Allí, finalmente, la atrapó. 

De regreso en Manizales, Indiana confirmó sus sospechas. Tenía un ejemplar de Roeberella gerres (la familia cambió recientemente y hoy es Apodemia gerres), una escasísima mariposa endémica. No se sabía de otras en Colombia y, por fuera, solo existían un par en colecciones renombradas como la Rothschild, en Gran Bretaña. El ejemplar tipo —aquel con el que se describió la especie por primera vez— había sido recolectado en Muzo, Boyacá, a principios del siglo veinte. Indiana había descubierto quizás la única población sobreviviente en ese cañón del Parque Selva de Florencia. 

La existencia de la mariposa gris estaba directamente relacionada con el conflicto. Si los grupos armados no hubiesen usado el parque nacional como corredor estratégico, ese bosque primario que sostenía a la Roeberella probablemente no existiría. Pero, de no ser por el acuerdo de paz firmado con las FARC, él no habría podido visitar con María ese cañón. 

Indiana era consciente de la relación que existía entre el estudio de las mariposas y la guerra en el país. En el 2019, presentó en el Congreso de la Sociedad Colombiana de Entomología un análisis sobre las investigaciones de mariposas diurnas y su relación con el conflicto. Concluyó que, a pesar de los problemas de seguridad, los entomólogos recorrieron las diferentes regiones del país persiguiendo mariposas. No obstante, hubo lugares a los que no pudieron acceder. Muchos de ellos son reservorios de biodiversidad de mariposas donde bien pueden ocultarse descubrimientos como el de la mariposa gris. 

Deseaba con ansias poder visitar esas zonas. La Roeberella le demostró las posibilidades de esos lugares que el conflicto protegió. Lo ocurrido, de hecho, adquirió un valor simbólico para él. Se tatuó la mariposa gris en un brazo y la convirtió en la imagen de Lepidóptera Colombiana, la fundación que creó para asesorar y desarrollar proyectos científicos y turísticos relacionados con polillas y mariposas. En el 2018 publicó el libro Colombia, país de mariposas, con Villegas Editores. En uno de los primeros ejemplares, escribió una propuesta de matrimonio y se lo entregó a María. Las argollas que hoy llevan tienen forjada una Roeberella y otras dos especies de mariposas (la mariposa alas de cristal y una morpho —«pequeños pedazos de cielo que se escaparon», dice Indiana—). 

Hasta el inicio de la pandemia, en el 2020, regresó dos veces al año a Selva de Florencia. La pequeña mariposa gris siempre lo esperaba en el mismo lugar. En una ocasión, se encontró en el camino con la Brigada de Desminado Humanitario del Ejército. Le impactó tanto la labor que hacían que decidió hacerles un homenaje. Si descubría una nueva especie de mariposa, le haría un homenaje a las víctimas de las minas antipersona con su nombre científico.

En septiembre del 2016, en un bosque nublado de Selva de Florencia, vio una mariposa del género Eretris —alas morenas redondeadas, con la típica silueta que un niño dibujaría— que parecía ser diferente a todas las que conocía. En visitas posteriores, recolectó varios ejemplares. Hoy, aguarda el resultado de análisis genéticos para hacer la descripción oficial de la nueva especie y bautizarla honrando a muertos y sobrevivientes del conflicto.     

Referencias:

Monarch butterfly declared endangered amid declining numbers: https://www.pbs.org/newshour/show/monarch-butterfly-declared-endangered-amid-declining-numbers.

Populations of grassland butterflies decline almost 50 % over two decades: https://www.eea.europa.eu/highlights/populations-of-grassland-butterflies-decline.

The decline of moths globally: A review of possible causes: https://www.munisentzool.org/Issue/abstract/the-decline-of-moths-globally-a-review-of-possible-causes_13614.

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