Esta historia contó con el apoyo económico de Madhú.
1. Una lista
Miércoles. Martín frena el carro en mojado. A pesar del sacudón tiene la destreza de no hacer ruido. Apaga el Jeep. Toma su cámara profesional. Desciende de manera lenta. Rodea el 4×4. Con el tele apunta hacia un árbol y oprime varias veces el obturador. El periodista que lo acompaña solo ve hojas y ramas. Mira, no aprecia. Martín regresa al auto. Ahora toma su celular y abre eBird. Con la memoria de un cuervo escribe un nombre que la aplicación le ayuda a completar: Systellura longirostris (guardacaminos). Entonces le da enviar.
eBird es como el Instagram de los pajareros, el nombre común de los avistadores de aves. Pero allí no se presumen cuerpos, viajes, casas, carros, cenas, selfis. La aplicación se utiliza para comprender la distribución, la abundancia y las tendencias de las aves a lo largo del tiempo en una zona específica, lo que ayuda a científicos, conservacionistas y aficionados a tomar buenas decisiones sobre la protección de aquellos hábitats. Nada más bello que presumir picos.
Martín enciende el vehículo y la misma escena se repite una, dos, tres veces. Se detiene a tomar fotos en un camino ascendente y sinuoso que va entre los mil doscientos y los dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. Lo hace en un trayecto de apenas ocho kilómetros, en menos de cuarenta minutos. Más tarde, en el comedor de Casa Brisas en la Reserva Natural Madhú, sus manos de pato muestran en la cámara las especies que avistó: Systellura longirostris, Thlypopsis ornata, Ortalis columbiana, Streptoprocne zonaris.
El periodista le pide los nombres en «criollo». El pajarero los enumera: un guardacaminos, una tángara, una guacharaca, un vencejo. Algo más picotea la cabeza del periodista: al hacer el reporte, el pajarero nunca subió las fotos a eBird, solo inscribió los nombres en una lista. Le dice, entonces, que cualquiera podría mentir y decir que vio catorce especies y no cuatro. Martín lo mira con ojos de animal herido y le explica que una persona así no sería un pajarero, sino un hablador de paja. Además, podría quedar en ridículo: en aquella red anidan expertos que, a vuelo de pájaro, saben si alguien miente.
Tanta belleza abre un abanico de inquietudes en la mente del periodista: ¿qué más ofrece la reserva además de avistar aves?, ¿el turismo de naturaleza da para tanto?, ¿cuánto vale mantener un lugar como ese?, ¿por qué lo hacen?, ¿el Gobierno brinda ayudas?, ¿es rentable?, ¿durará?
2. Una reserva
La Reserva Natural Madhú se encuentra en el Valle del Cauca, concretamente en El Pomo, a treinta minutos de la Hacienda El Paraíso, la casona donde transcurre la historia de María (1867), la novela de Jorge Isaacs que se convirtió en la bandera del romanticismo colombiano. Siglo y medio después, cerca de allí llegó otro romántico, porque ¿cómo no llamar así al ingeniero Jhon Mejía, quien convenció en 2012 a sus tres hermanos de comprar 263 hectáreas de «monte» para restaurarlo y conservarlo? «Monte», eso fue lo que vieron los otros Mejía, que en un principio se resistieron. En muy poco tiempo, estar cerca los hizo valorar lo adquirido. Descubrieron una inmensa variedad de plantas, flores, árboles, bosques. Se familiarizaron con palabras como poríferos, cnidarios, platelmintos, nematodos, anélidos, moluscos, artrópodos, equinodermos, cordados.
A ese pequeño mundo, que no tenía nombre, lo llamaron Madhú, que en sánscrito significa ‘dulce’, ‘miel’. Las abejas fueron las primeras en enamorar a Martín Mejía, el hijo menor de Jhon. Después la pasión migró al estudio empírico de orquídeas, arañas, coleópteros, pájaros. Martín tiene pinta de ermitaño, pero con más responsabilidades. Y muchas. Nació en 1986 y ya regenta todo lo concerniente a la reserva. Su vida está en la montaña, no en la ciudad. Tanto, que su hijo de once años sabe que Madhú queda en la vertiente occidental de la cordillera Central, que llega hasta las estribaciones del páramo de las Hermosas y Las Dominguez, rozando los tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Es decir, que cubre bosques secos, premontanos, montanos y paramunos.
Por la cercanía con el océano Pacífico, los vientos algunas veces son fríos, helados, pero en otros momentos pasan calientes, tibios, abrasadores. La vista de Madhú es privilegiada desde Casa Brisas: arriba se ven bosques montanos y premontanos; abajo, bosques secos y el imponente valle del río Cauca; al fondo, los farallones de Cali, que ocultan la vista del mar. Cuando Jhon les habló a sus hermanos y socios sobre el proyecto, los sedujo con algo parecido a la culpa: ellos, personas tan citadinas como el cemento, expertos en call centers, cámaras de seguridad y fotomultas, ahora, en lugar de sembrar postes con ojos acusadores, debían devolverle algo al planeta, por ejemplo, plantando árboles productores de oxígeno, de vida.
3. Una panadería
♪comprapán♪ / ♪comprapán♪ / ♪comprapán♪…
Jueves. Alguien canta. El periodista cree que eso hace parte de sus sueños. Son las cinco de la mañana. Al ponerse en pie, sin embargo, sigue escuchando ese canto: ♪comprapán♪. En la cocina de Casa Brisas se encuentra con Martín y le pregunta que quién llama a comprar pan. El pajarero sonríe mientras su voz descorre la cortina de humo de café recién colado. Le cuenta que es el canto de la Grallaria ruficapilla, otro de los grandes hallazgos de la reserva, un pájaro de tamaño medio que cabe en la palma de la mano; su plumaje es marrón, lleva la garganta blanca y la cabeza rojiza. A aquella ave se le conoce con ese nombre: comprapán. Usualmente, canta en un tono alto y lo hace para seducir. Para atraer pareja. Para amar de momento, aunque ello puede ser un engaño con el que el comprapán solo busca copular.
A Martín se le hace raro que un comprapán vuele por Casa Brisas a esa hora. Lo dice inquieto pero sin alarmas. Una hora después lleva al periodista a un bosque que está a dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar para mostrarle La Panadería, el lugar donde aquella ave vive con su colonia. Así bautizaron esa zona los Mejía. ¿Habrá otro nombre más preciso, más precioso?
Allí, Martín habla de su ave preferida en la reserva: el águila crestada, Spizaetus isidori. Las razones son elocuentes: según El libro rojo de las aves de Colombia (2002), publicado por el Instituto Humboldt, su población mundial no supera los mil individuos; hay más jaguares, osos de anteojos o monos titís cabeciblancos. Además, no tiene depredador natural. Su único enemigo es el hombre.
A Martín le aletean las pestañas cuando intenta describirla. Cuenta que mide en promedio ochenta centímetros de alto, que su envergadura llega al metro con setenta centímetros y que puede pesar hasta tres kilos. Su vuelo, por lo regular alto, hipnotiza tras sus largos planeos, pero despierta a quien la divisa cuando se lanza en picada para cazar; su graznido suena dulce, no asusta, más bien emociona.
Buscarla hizo que Martín se tomara mucho más en serio el trabajo como director de la reserva, que asumió en 2018. Recuerda, entonces, que durante los primeros cuatro años solo la avistaron seis veces, pero que en estos últimos doce meses la han visto en cuatro oportunidades, y no solo a un individuo, sino a dos, uno de ellos un juvenil. Es un dato providencial, un triunfo para los ornitólogos, porque quiere decir que se están reproduciendo en la zona. No saben si vive en Madhú o en el páramo de las Dominguez, que se ve a lo lejos, aunque para la Spizaetus esté apenas a seis aleteos.
4. Un botánico, un caminante
Conservación. Esa es la palabra que los Mejía y quienes trabajan en la reserva emplean para resaltar la mayor virtud de Madhú. Este concepto lo llevó William Vargas, el botánico que trabaja con ellos desde hace seis años. Los Mejía entendieron que si querían que este proyecto perdurara, debían rodearse de los mejores. Parece que lo lograron. Wade Davis, el reconocido antropólogo y etnobotánico colombocanadisense, dice en su libro El río que William Vargas es la persona que más ha caminado las selvas y los bosques de Colombia y Suramérica. Para la muestra, un gorrión: hace poco un periodista le envió a Vargas una foto del árbol con el que una avioneta había colisionado en las selvas del Caquetá y le preguntó si era un cedro amargo. Vargas, con ojo de buen cubero, dijo que no, que la especie era un flormorado. Para Jhon Mejía, además de pajarero, Vargas es el mejor avistador de árboles del mundo.
Fue él quien les enseñó que para conservar no se debía reforestar sino restaurar. No tiene sentido tumbar un nogal para sembrar veinte eucaliptos solo porque crecen rápido. La siembra termina siendo veneno, no remedio. En Madhú, Vargas ha caracterizado 151 familias, 460 géneros y 764 especies de plantas. Martín aprovecha la luz del mediodía de aquel jueves para mostrar una planta que reconoce como trofeo: se trata de la Magnolia hernandezii, conocida en la zona como molinillo por su parecido al utensilio para batir el chocolate. Los molinillos, que han sido talados frenéticamente por su valor maderable, miden entre quince y dieciocho metros de altura y tienen entre cincuenta y setenta centímetros de diámetro. Hoy es difícil encontrar individuos con troncos de más de cinco centímetros de diámetro. Es una especie endémica de los bosques del río Cauca, categorizada en peligro crítico de extinción en el Libro rojo de las plantas en Colombia.
Emilio Constantino, experto en aves, también los asesoró. Su amor por todo lo que vuela no es moda. Hace cuarenta años, cuando apenas había cumplido la mayoría de edad, reunió una colección de mariposas disecadas que superaba los 10.000 ejemplares. Su memoria es de cetáceo. Constantino puede identificar el vuelo, el canto o el plumaje de más de 1.300 aves. Caracterizó 335 especies que anidan y vuelan por Madhú, entre ellas águilas, colibríes, halcones, gavilanes, gorriones, tucanes, turpiales. Colombia es el país con más especies de aves en el mundo. La Asociación Colombiana de Ornitología registró en 2023 un total de 1.954. En Madhú, por ejemplo, en un mal día, se pueden avistar cuarenta diferentes. En uno bueno, unas ochenta.
5. Un lío
Son las nueve de la noche en Casa Brisas. Las nubes sobre los pies. En el abismo, las luces parpadean como luciérnagas. Martín Mejía dice que mantener una reserva natural es de cernícalos, de necios. Él y su padre no hablan de dinero, no posan de víctimas ni de pedigüeños. Aunque es sencillo calcular los costos y gastos varios de la reserva. En Madhú trabajan, por prestación de servicios, gerente, botánico, biólogo, ornitólogo, veterinario, guardaparque, contador, revisor fiscal y ayudantes de campo. Por no hablar del mantenimiento de una vía de ocho kilómetros, de los servicios públicos, de los senderos, de los jardines, de la restauración de bosques, del mantenimientos de Casa Madhú, Casa Colores y Casa Brisas, de los vehículos, del combustible. En promedio, los Mejía gastan entre cuarenta y cincuenta millones de pesos al mes.
Los únicos dos beneficios tributarios que han recibido del Estado son la exención del impuesto predial y la deducción de un 20 % en el impuesto de renta, pero —siempre hay un pero—, solo en la renta líquida gravable por las inversiones realizadas en la constitución, el manejo y la administración de la reserva. Declarar una tierra como reserva natural exige un proceso burocrático engorroso. Sin embargo, es necesario el papeleo y las citas porque, si no, cualquiera podría engordar sus tierras bajo esta figura para, años después, declararlas privadas y venderlas. Esto último está prohibido, pero no es imposible en Colombia.
William Vargas dice que las visitas técnicas por parte de funcionarios del Estado deberían ser más acuciosas: no faltan las reservas naturales que siembran aguacates —especie que necesita mucha agua— o que ponen a pastar ganado —animal que emite metano, el gas que más contribuye al calentamiento global—. Metano en lugar de oxígeno. ¿Vale la pena, entonces, enfrentarse a tantos líos para que la reserva sea viable? Martín y John dicen que no solo es necesario, sino imperioso. Piensan en sus descendientes, en los que vienen. Lo de ellos es un graznido, no un canto. Tienen varios planes, pero la apuesta principal es por el turismo de naturaleza, uno respaldado por el Estado, la empresa privada, las universidades y la cooperación internacional.
Las voces de Emilio Constantino, William Vargas y los Mejía coinciden en un solo canto: el plan es difícil, aunque no imposible.
6. Unos coleópteros, unas arañas, unas estrellas
Viernes. A la reserva han llegado los biólogos Anderson Arenas, Daniela Corredor y Sebastián Forero. Anderson, de treinta y tres años, es el más experimentado. De niño creía ver ciudades en los hormigueros y solía meter en frascos de vidrio a los cucarrones que emergían de debajo de la tierra. Nada fue casualidad. Su doctorado en biología lo ha llevado a estudiar el mundo de los escarabajos, la familia de insectos más grande del planeta con casi cuatrocientas mil especies. Pero los coleópteros que inocularon el amor en su corazón fueron los de la familia de los carábidos (Carabidae). Se enamoró de sus tamaños, formas, colores, movimientos, sobre todo del rol que cumplen en el ecosistema, que es mantener el equilibrio natural de las poblaciones de insectos y proteger a los cultivos. Arenas asegura que por ser en su mayoría escarabajos estercoleros, fácilmente podrían dedicarse a erradicar y controlar las plagas del planeta. En Madhú, la búsqueda de carábidos será de noche.
Daniela, de veintisiete años, llegó a la reserva porque anda investigando la evolución de una de las especies de arácnidos más raros de la naturaleza, los amblipígidos, una suerte de arañas nocturnas que, al igual que los coleópteros, ayudan al equilibrio biológico de la tierra tras descomponer y consumir la materia orgánica de animales y restos vegetales, liberando nutrientes esenciales para el suelo. Aunque estas arañas no tejen redes, a Daniela la atraparon aquellas antenas largas que parecen látigos.
Sebastián Forero, de treinta años, por su parte, se ha especializado en los opiliones, un grupo de arácnidos que se caracteriza por eliminar gran parte de la materia en descomposición de los bosques. Los tres científicos están en la reserva por una razón extraordinaria: ellos, que han caminado la mayoría de bosques de la cordillera Central y Occidental, aseguran que no hay otro lugar con el gradiente altitudinal que tiene Madhú; esto es, en ningún otro sitio se puede pasar a pie y en dos horas de los dos mil cuatrocientos a los tres mil metros de altura.
A las cinco de la tarde los tres comienzan a alistar los equipos para su primera jornada nocturna. Se aperan de botas, pantalones de ocho bolsillos y ajadas chaquetas de senderismo; se ajustan las linternas frontales, cuelgan machetes en sus cinturas, empacan en los morrales lámparas de luz negra y frascos de captura que dejarán instalados en sitios estratégicos para regresar la noche siguiente. Muy pocas personas tienen la valentía de internarse de noche en un sendero ascendente de un bosque premontano con solo un guía que conoce el camino. El objetivo, sin embargo, les da coraje: van a estudiar el comportamiento de arañas y cucarrones cuyos cuerpos se vuelven fluorescentes cuando los iluminan con luz ultravioleta. Ese efecto bioluminiscente lo produce una molécula llamada luciferina, que se activa no solo por la luz sino por el miedo: el miedo que el animal siente al creer que será cazado.
«Es como si vieran al diablo, como si vieran a Lucifer», dice Anderson entre risas, en medio de la oscuridad del bosque. Al periodista que acompaña a los científicos se le hace insoportable ese camino sinuoso que en algunos tramos exige casi que escalar paredes de tierra, pasto y musgo. Después de tres horas de caminata, llegan a Cerro Corrientes, uno de los picos más altos de Madhú. No hay luna, pero cuando los científicos comienzan a remover la tierra parece que las estrellas hubieran estado enterradas en el suelo.
7. Un turismo de naturaleza
Sábado, nueve de la mañana. En la mesa del comedor de Casa Brisas los investigadores han puesto bandejas de barro. Allí esparcen muestras de tierra que trajeron en talegos desde Cerro Corrientes. Escarban. Encuentran docenas de bichos. Los analizan, estudian su diversidad, comportamiento y taxonomía. Martín Mejía también participa. Su tarea es fotografiar los carábidos, opiliones y amblipigios más extraños. Lo hace con macros y filtros especiales que destacan por sus formas, tamaños y colores. Entre tanto, habla sobre Madhú. Dice que, en un mundo ideal, la operación podría sostenerse con las visitas de científicos. Anderson, Daniela y Sebastián aportaron una cuota mínima con la que cubren transporte, hospedaje en Casa Brisas, alimentación y un costo muy bajo, casi que simbólico, por el acompañamiento.
Pero eso no cubre ni el 0,1 % de lo que cuesta conservar estos bosques. A los Mejía les gustaría que en reservas como Madhú el Gobierno patrocinara programas de turismo de naturaleza, de avistamiento de aves y de conservación de fauna y flora. Nada más cercano a la palabra vida que una reserva. Madhú se precia, por ejemplo, de tener orquídeas únicas: las hay hasta del tamaño de un grano de arroz. Hace dos años, en un bosque de robles al que bautizaron El Infinito, encontraron en un tronco un microecosistema que parecía una galaxia. Entre todas las cosas vivas que habitaban en aquel árbol caído, hallaron la Platystele consobrina, una microorquídea de seis milímetros de alto y tres de ancho. A los Mejía una pregunta les picó sus cabezas: ¿quién carajos poliniza flores de ese tamaño? Aún nadie ha resuelto esa duda.
En sus bosques también camina la Eira barbara, la taira, el mustélido terrestre más grande de Colombia. Los mustélidos pertenecen a la familia de las nutrias, comadrejas y tejones. Son animales solitarios, terrestres y arborícolas. Cuenta Martín que su actividad es diurna y que tienen hábitos omnívoros. Prefieren las frutas, aunque pueden incluir vertebrados pequeños como roedores, reptiles y algunos marsupiales en su dieta. Al mediodía, tras subir al bosque de las arañas, cree ver el rastro de una de ellas. Nada es lo que parece. Son huellas de varios individuos, de la jauría de perros ferales que también vive en Madhú. «¿Representan un peligro para el resto de especies?», pregunta el periodista. La respuesta de Mejía es tajante: «El humano es el peligro, el ciclo animal y de la naturaleza es perfecto, el humano es el imperfecto».
Dentro de ese mundo de lo perfecto y de lo asombroso que es Madhú, otro hito fue la visita reciente de David Roubik, científico sénior del instituto Smithsonian, reconocido también en el mundo por su experticia en abejas. «Es como si Pep Guardiola viniera a los pueblos del Valle del Cauca a ver a un jugador de fútbol», dice Martín. El profesor viajó para estudiar a las Xylocopa, las abejas carpinteras. Esta especie tiene mandíbulas fuertes con las que perforan la madera para hacer sus nidos, unos hogares que permanecen vacíos porque las carpinteras son solitarias. Quizá se podría decir que también son ácidas, o cómo entender que son ellas las mayores polinizadoras de badeas, gulupas, maracuyás, granadillas y otras pasifloras. Martín ofrece otro dato: Colombia es el país con mayor especies de pasifloras en el planeta.
En Madhú también se avistan ranas. A la rana de las bromelias (Pristimantis boulengeri), especie nocturna y arbórea, se le ha visto a tres mil metros de altura. A la rana espolón (Pristimantis thectopternus), que gusta de vivir en árboles, se la han encontrado a dos mil cuatrocientos metros. Más abajo, cerca a Casa Colores, a mil ochocientos metros sobre el nivel del mar, suelen vivir las las ranas de ojos (Pristimantis erythropleuras). Pero tal vez la que más abunda es la rana ladrona (Pristimantis Achatinus). Ellas se reproducen sobre todo entre los mil y los mil doscientos metros de altura. A los expertos en herpetos les fascinan las Pristimantis porque creen que ellas son las vigías del agua. Donde esta especie vive, se sabe que hay agua. Algo malo sucede en los manantiales si una ladrona abandona el lugar. El agua, dicen los biólogos, les habla.
8. Un grito, un canto
Domingo. De bajada, Martín vuelve a frenar el Jeep, esta vez en seco. De nuevo, desenfunda su cámara. Con pasos de militar en combate se acerca a una arboleda al lado del camino. Como si instalara un silenciador en un arma, el fotógrafo enrosca el teleobjetivo indicado. Apunta. Dispara. Dispara en ráfaga. Quita el dedo del obturador, mira la pantalla del aparato, retrocede el carrete digital, entonces salta de emoción. Al subirse al carro muestra la foto: es un colibrí libando una flor. La escena da pie para que Martín hable con felicidad de uno de los descubrimientos más sorprendentes del tiempo que lleva caminando por los bosques de Madhú: el mundo de los colibríes. El que acaba de retratar es un colibrí delfín (Colibri delphinae): cuerpo marrón, orejas púrpuras, cuello verde, rabadilla naranja-cobriza.
Colombia es el país en el mundo con más especies de colibríes, 177. Desde 2018, en la reserva se han avistado 16, entre ellas están mitchell, piquilargo, rubí, picoespada, mulsant, picocuña, colilargo, faldiblanco, turmalina, nuquiblanco, rutilante, colihabano, oreja violeta, jaspeado y delfín. A los pajareros les deslumbran sus colores, en particular su iridiscencia, ese efecto de luz que hace que la garganta del colibrí delfín por momentos se vea roja y después verde; o que el azul turquesa del colibrí de Buffon se vuelva púrpura; nada más serio que su nombre.
Cuando el periodista le pregunta a Martín si la reserva habla, este ermitaño con conocimientos de botánico, biólogo, ornitólogo, veterinario, pero sobre todo de abejero y pajarero dice que no solo habla, también grita. Al principio, la reserva pedía auxilio. Los antiguos amos y señores de estos predios habían emprendido el proyecto de convertir sus bosques en fábricas de muebles, sus zonas llanas en pastizales ganaderos y sus fuentes de agua en tubos de ensayo. Pero hasta eso costaba mucho, entonces vendieron. Dicen los Mejía que esta reserva es una esponja de agua que le quita la sed a seis municipios del Valle del Cauca. Poco a poco, con la recuperación de su naturaleza, Madhú pasó de los gritos de socorro a los cantos de gratitud. Allí, entre muchos, se escuchan canciones de turpiales, tucanes, gorriones, colibríes y tangaras. También el de un comprador de pan.
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