Recuerdo a Campanita. Era una bola de unos cuarenta kilos que daba topes en las piernas para exigir comida. Le di biberón, nadé con ella y la arrullé en una hamaca. Era una huérfana cautiva en una casa campesina, arrebatada a pedradas de su madre para ser vendida a un hacendado excéntrico. Luego de cuatro meses de cuidados para entregar a la pequeña vivaz y saludable, el comprador se retiró del negoció al tener que vender la finca donde la tendría. «Pronto aparecerá otro comprador», pensó tranquilo el cazador de hipopótamos.
Dos semanas después, y al darse cuenta de que los compradores de hipopótamos no abundan, se enteró de mi interés por el animal y me citó la mañana del siguiente día en una panadería del parque central de Doradal. Sucedió en noviembre de 2021.
Me senté en la terraza para intentar reconocer al personaje en las mesas aledañas. Las señas que me dio por teléfono no lo diferenciaban de ningún otro habitante. Durante la media hora de espera, varias motos se turnaron para estacionarse frente al lugar y los conductores, acostumbrados a manejar sin casco, me miraban por un par de segundos y seguían su trayecto.
El cazador de hipopótamos llegó directo a mi mesa. Le ratifiqué lo conversado por teléfono: que soy periodista. Sin importarle si lo era comenzó, como buen negociante, a presentar su producto estrella, una cría de hipopótamo dócil, tierna y fácil de cuidar, la mascota preferida de cualquier niño y la más original de todas. Hablaba alto como queriendo venderlo, no solo a mí, también a los demás comensales. Lo interrumpí:
—¿No es imprudente hablar de ese tema con tanta gente alrededor?
—Ya le he ofrecido ese animal a todo el mundo —dijo burlándose de la precaución.
Creyente de la filosofía de mostrar para vender, salimos del pueblo en motos alquiladas, avanzamos por caminos estrechos y gredosos por el invierno, y luego caminamos alrededor de media hora por pastizales montañosos hasta llegar a una casa escondida en una hondonada.
Su esposa me saludó con recelo. El hombre la tranquilizó con la promesa de vender al animal cautivo. Al entrar a una habitación, la cama vacía parecía bajo un hechizo. Las patas de madera empezaron a traquetear en el cemento. El anfitrión soltó una carcajada al notar mi rostro asustado. «Ahí está el hipopótamo», dijo.
Una niña se apresuró, se agachó para mirar y susurró, «ven, Campanita». La cama se detuvo. La niña continuó el llamado y se arrastró para jalar hacia el exterior al hipopótamo que se ocultaba. Pronto se descubrieron las patas delanteras; eran grisáceas, arrugadas y secas. Y al instante sobresalió la cabeza de ojos saltones y mirada de extravío. Campanita parecía una figura a pequeña escala de los gigantes hipopótamos libres que merodean por el Magdalena Medio. Esos animales capaces de triturar sin esfuerzo la osamenta humana.
¿El Parque Hacienda Nápoles fue parte del negocio ilegal?
En 2024 volví a visitar a la pareja, estaban libres y tranquilos de no escuchar más el rumor de que las autoridades los iban a apresar por traficar animales. La última cría que tuvieron, y a la que consideraron «una pérdida total», fue Campanita.
Me dicen que la captura y venta de crías comenzó hace unos catorce años, cuando la pareja las veía junto a sus madres en las jornadas de pesca. Al parecer, en esa época, humanos e hipopótamos convivían como especies ajenas al miedo y la territorialidad. Los animales no atacaban, y nadie los atacaba a ellos. Incluso hay campesinos de la región que aseguran haber nadado en las aguas donde vive la especie invasora. No hay registro de ataques desde 1993, año de la muerte de Pablo Escobar y época en la que los animales quedaron a merced de la naturaleza, hasta 2020, cuando se presentó el primer ataque a un campesino en Estación Pita, corregimiento de Puerto Triunfo.
Después de la muerte del narcotraficante, la Hacienda Nápoles —el «jardín del edén» construido por Escobar a principios de los ochenta gracias a la omnipotencia de su inagotable billetera—, fue vaciada por el Estado y los guaqueros. La mayoría de los animales, nunca vistos en el país antes de la creación de ese edén, fueron trasladados a zoológicos, y la casa principal fue saqueada hasta los cimientos en búsqueda de tesoros.
Los hipopótamos, huérfanos y abandonados, quizá con la creencia de que se acabarían por obra y gracia de una mágica extinción, copularon sin miedo a la muerte en esas aguas sin depredadores. Los más dominantes desterraron a los perdedores, que pronto encontraron un paraíso sin sequías en el Magdalena Medio. Hoy pastan con vacas, hurtan bultos de zanahorias, cruzan autopistas, espantan pescadores y campesinos y caminan orondos por las calles del pueblo de Doradal para la diversión de los niños y de los temerarios que les dan palmadas en la cola y huyen entre carcajadas.
En 2007 el Gobierno nacional consideró un desperdicio dejar la hacienda de Escobar baldía y le dio la concesión a una empresa privada para que montara un parque turístico. Por esa época se inauguró el Parque Temático Hacienda Nápoles, una atracción que recibió casi ciento veinticinco mil turistas en 2023, y que en 2012 fue considerado por la revista Time como uno de los diez parques más exóticos del mundo.
Según los cazadores de hipopótamos, el negocio de crías comenzó allí, en aquel turístico lugar, cuando los dueños del parque les encomendaron la tarea de capturar algunas crías.
—No sé si era Óscar o Carlos los que llamaban —la mujer se refiere a Óscar Jairo Orozco, director general del Parque, y a Carlos Palacio, zootecnista y director de fauna silvestre del mismo lugar.
—¿Cuánto pagaban en ese entonces?
—Dos millones por cada animalito.
—¿Cómo era el trato con el Parque?
—Todos los días teníamos permiso para entrar a mirar si una hembra estaba parida, y cuando eso pasaba la agarrábamos de una. Trabajábamos allí de cinco a ocho de la mañana, y en la noche desde las cinco hasta que oscurecía.
Hallarlos no era sencillo. La pareja debía esperar el parir de una hembra y, cuando por fin sucedía, entre los dos lanzaban piedras a la madre hasta ahuyentarla, y con una red de pesca se apresuraban a capturar al recién nacido. Tenían que ser rápidos, sin la presencia de la madre existía el riesgo de que los demás hipopótamos despedazaran a la cría. Por el carácter territorial de la especie, la hembra procura nunca abandonar a su hijo hasta que pueda defenderse de los más fuertes de la manada. En varias ocasiones, la hembra, en vez de huir despavorida, se ha enfrentado a sus atacantes, que han tenido que correr para huir del enojo de la madre.
Un hombre de la región, con ganas de vender crías por el dinero que se pagaba, acudió una vez con cinco amigos a un lago donde habitan hipopótamos. Siguiendo el procedimiento de la famosa pareja, le lanzaron piedras a la madre, que de un salto y ofuscada salió de las aguas y los siguió montaña arriba. El hombre se lanzó a un hueco en medio del pasto y otro de los acompañantes sacó la pistola del cinto y comenzó a disparar. Al darse cuenta de que el animal ni huía ni se moría, y que en cambio lo seguía a una velocidad superior a la de sus pies, tomó la sabia decisión de rodear un árbol al saber que los hipopótamos, al ser como barriles gigantes, no pueden girar rápido. De esta manera ganó ventaja y escapó.
Aparte de la habilidad para la captura, la pareja de cazadores tenía dotes maternales para entregar «en adopción» al animal en perfectas condiciones de salud. Para lograrlo, lo cuidaban en la casa por un par de meses como un costoso y demandante recién nacido. También me cuentan que el Parque Temático proporcionaba las atenciones veterinarias y los bultos de leche que se venden para terneros, cada uno por un valor actual de casi cuatrocientos mil pesos. Algunas crías comían hasta dos bultos mensuales.
Como cualquier bebé en sus primeros días, los hipopótamos se quejaban en las madrugadas para pedir comida. Con berridos como de cerdo asustado, o lametazos en las extremidades descubiertas, acudían a la habitación de la pareja y la despertaban. Cada dos horas la mujer se levantaba, preparaba la leche y con biberón lo alimentaba sin afanes, como una madre devota. Debía serlo. En sus inicios como cazadora enterró a un animalito que murió de desnutrición.
La mujer recuerda que hace unos doce años, en pleno día, se encaminó junto a su esposo a un encuentro con el zootecnista del Parque para llevar el exótico encargo que estaba atado del cuello como una mascota doméstica. Con sus cortas y jurásicas patas marchaba a la par de la pareja como el más juicioso y extraño perro. Curiosos en motos y en carros tomaban fotos con celulares. La pareja posaba alegre al lado del tierno animal.
La concepción de estar cometiendo un delito no había germinado en sus cabezas. A plena luz y frente a desconocidos se paseaban con las crías sin considerar que era ilegal, al fin y al cabo, dicen, estaban trabajando para el Parque.
Para la pareja era motivo de orgullo ser apodados como «los cazadores de hipopótamos». No había en la región nadie más rápido ni más sagaz para atraparlos. En una semana, cuentan, lograron capturar tres que entregaron a sus patrones.
—¿Y para qué necesitaban tantos?
—Creo que los donaban a otros zoológicos, pero nunca preguntamos.
Para averiguar sobre la intervención del Parque en el negocio ilegal, escribí al correo electrónico oficial. Contestaron de manera diplomática que «los animales son de la nación, y cualquier información sobre ellos podíamos solicitarla a la autoridad competente»; en este caso, Cornare, la Corporación Autónoma que acoge la región. En los dos correos siguientes les expliqué la inquietud con más detalle, pero pasado un mes me resigné a que la diplomacia se convirtiera en mutismo.
Ante ese silencio consciente, porque antes las respuestas siempre fueron amables y casi inmediatas, decidí obedecer y buscar a Cornare. David Echeverry, biólogo de la corporación, me contestó que Carlos Palacio le aseguró haber comprado una cría «hace siglos» porque el vendedor estaba encartado.
Con el Parque retirado del negocio después de un par de años, los cazadores continuaron en la búsqueda de nuevas crías y nuevos compradores. No fue difícil dada la fama que tenían. Hacendados millonarios, y con ganas de tener algo de la herencia de Pablo Escobar, acudieron a la finca de la pareja o se comunicaban por celular para pedir «hipopotamitos».
En el Magdalena Medio, región de aguas inacabables y sin sequías mortales como las que ocurren en África —hábitat natural de la especie—, los animales viven en un paraíso en el que se dedican a comer, jugar y copular. Según el Instituto Humboldt, existe una población de casi doscientos en el país, y se estima que en diez años sean más de mil. Además, por la cantidad de afluentes y ciénagas, podrían abarcar unos trece mil kilómetros cuadrados y seguir aguas arriba hasta llegar a la desembocadura del río Magdalena. Con ellos no hay teorías descabelladas. No sería raro verlos en Barranquilla, o encontrar a una cría oculta chapaleando en una piscina privada para el deleite de una familia adinerada.
La pareja poco se enteraba de la identidad de sus clientes y el destino de lo vendido. Siempre y cuando se pagara en efectivo el dinero acordado, bien podrían tener la cría como mascota o comérsela en un asado monumental. Ya lejos de sus dominios, la desterraban de sus vidas y nunca preguntaban por ella. Con la transacción finalizada, el «producto» de unos cincuenta kilogramos era montado en la silla trasera de una camioneta o en el platón y, sin despedidas, era conducido a su nuevo hogar entre trochas y vías principales, frente a estaciones de policía y retenes viales.
El precio, como en varias transacciones informales, dependía de la cara y de los afanes del cliente. La mujer dice que llegaron a pagarles cinco millones de pesos por un «pichoncito», además de una suma por los cuidados veterinarios y de comida durante los meses de crianza en el hogar de los cazadores. Un dineral en una zona en la que un obrero o campesino no recibe ni el salario mínimo al mes.
El tráfico ilegal de hipopótamos no es una red de personas que tiene un galpón con animales de todos los colores, tamaños y personalidades para satisfacer a una inusual clientela; creencia que es popular en el exterior. En los últimos años, varios medios de comunicación internacionales me han solicitado, como investigadora del tema, que los ayude a conseguir una cría para determinada fecha o, incluso, escoger entre varias la de mejor registro. En realidad, es un negocio excepcional en el que los involucrados poco se conocen entre sí, o se enteran de la competencia por lo publicado en noticias o en las redes sociales. Tampoco viven de capturar hipopótamos, son campesinos o pescadores que ven a los animales como guacas capaces de sacarlos temporalmente de la pobreza.
El destierro de Campanita
En agosto de 2021, la pareja capturó a Campanita. Ellos recuerdan que los perros le olieron el trasero, quizá pensando que se trataba de otro perro, pero de una raza peculiar y obesa; Campanita, asustada como estaba, se escabulló bajo las camas y las mesas. Un miedo conocido por la pareja: Magola, Joaco, Duquesa, Matilde, Estrella y otros de nombres olvidados entraron con el mismo temor. Solo con el tiempo y la orfandad vieron a sus captores como figuras paternas.
Acariciar un hipopótamo es como palpar un sofá de cuero. Es frío, de piel gruesa, llena de pliegues. Cuando son apenas unas crías y entran en confianza con el nuevo hogar, se mueven como cachorros rechonchos y torpes que siguen a los perros como si fueran uno más de la manada.
El día en que la conocí nadamos juntas en un lago pequeño en la casa de los cazadores. Campanita parecía leve y se movía veloz. Jugaba sin querer, o quizá queriendo. Aparecía por un lado, lanzaba agua de su hocico y volvía a sumergirse para perderse en las tinieblas de esas aguas marrones de greda removida. A su paso dejaba una estela de burbujas hasta que volvía a salir, y yo la buscaba, intentaba agarrarla, pero su piel parecía cubierta por una gelatina que se me escabullía entre las manos.
Tras la renuncia del comprador, el futuro de la cría era incierto. Los clientes, que a veces rogaban para pedir una cría, no volvieron a aparecer, y Campanita seguía agotando la economía familiar a punta de teteros de leche costosa. La pareja solo recibió una oferta: trasladarla los fines de semana a un balneario para el goce de turistas, por un pago diario de quinientos mil pesos. Aunque la oferta era tentadora, ya eran conscientes del delito y el riesgo de tan exagerada exhibición. Siguieron aguantando hasta que, a finales de ese año, les llegó la noticia de que la policía se estaba preparando para entrar a su finca, rescatar al animalito y encarcelar a los cazadores por tráfico ilegal de especies, un delito castigado con ocho años de prisión.
Temerosos por la posible captura, se encaminaron una madrugada entre montañas y caminos veredales con Campanita siguiéndoles como una perra fiel. Al llegar al lago la dejaron en la orilla, donde la criatura, asustada, persiguió a los que consideraba sus protectores. La pareja la alzó, la lanzó a las aguas y salió corriendo. Detrás de ellos el lago empezó a convulsionar y se oían fuertes ronquidos de hipopótamos adultos. Campanita ya no pertenecía a esa manada: olía a humanidad.
Desde esa madrugada decidieron no capturar más. «La verdad ahora puedo ver cuatro, cinco hipopótamos, y ya no me dan ganas de coger alguno», dice la mujer. «Más vale la libertad que la plata», culmina su marido.
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