Este texto hace parte de un especial sobre el programa Sonidos para la Construcción de Paz y cuenta con el apoyo del Ministerio de las Culturas.
En la cárcel de Villahermosa la música se filtra como el aire, suena en un eco lejano que se intensifica a medida que cruzamos pasillos fríos y patios hacinados de hombres que sueñan con la libertad.
Timbal, cencerro, batería, guitarra, piano, bajo y congas invaden la atmósfera de muros grises que separa el mundo de los libres del de aquellos que esperan serlo. En el salón del fondo, que se usa para los distintos talleres del centro penitenciario, un rayo de luz se filtra por una claraboya y se posa por coincidencia, o por la mirada de una divinidad curiosa, en la orquesta, y hace brillar esos instrumentos que envidiaría cualquier agrupación.
«Con ustedes, ¡Son de Villa!», dice Juan Carlos Hoyos, vocalista y uno de los directores musicales de la banda. Son de Villa es un juego de palabras entre los sones que interpretan —los soneros que son— y el lugar en el que en ese encuentran. Los integrantes son de Villa, de Villahermosa, un centro penitenciario de mediana seguridad en el oriente de Cali, en el que estuvo recluido Jairo Varela, el fundador del Grupo Niche, acusado de enriquecimiento ilícito. Allí, en el año de su encierro, entre 1995 y 1996, compuso tres decenas de canciones, entre ellas, La cárcel y A prueba de fuego, ambas sobre su experiencia tras los barrotes y la tristeza de sentirse solo.
Son de Villa, al igual que Jairo Varela, le canta a ese encierro en su tema Segunda oportunidad, escrita por Juan Carlos:
El tiempo vuela como paloma en el horizoooooooonte.
El tiempo corre como un venado en las pradeeeeeeeeeras.
Así es mi vida, corre y corre tan deprisa,
que en este encierro en el que me encuentro
¡se me acaba la viiiiiiiiiiiiida!
El concierto de esta mañana es extraño; tiene más músicos que espectadores. Siete reclusos conforman Son de Villa, y el público somos tres periodistas con ganas de calentar la baldosa fría con pasitos y vueltas en compañía de los guardias. El destello de luz, que hace de reflector sobre los músicos, les ilumina los papagayos de lentejuelas de sus camisas. Todos usan el mismo vestuario, camisa blanca con esa ave multicolor y brillante en el pecho. En este ambiente de rostros grises y tristes, el ave parece el reflejo del corazón de la orquesta.
Julian Tabares, el otro director y vocalista de la agrupación, reconoce que la audiencia es escasa, pero es la primera vez que alguien fuera de la cárcel escucha esta canción. ¿Quién no ha dado un traspiés y ha tenido que pedir excusas? A través de Segunda oportunidad ellos les piden perdón a sus padres, esposas, hijos; a quienes afectaron con sus crímenes y a la sociedad a la que desean regresar sin estigmas. Mientras tocan, ven en sus tres oyentes unos altavoces capaces de propagar su mensaje; y esperan cantarlo en otras cárceles, en tarimas nacionales, viajar lejos y llenar las diecinueve mil quinientas sillas del Madison Square Garden de Nueva York, un templo sagrado en la ciudad donde nació la salsa. El encierro les enseñó el arrepentimiento y ellos reaprendieron la ambición de los niños. Cuando no hay nada que perder, se puede buscar un nuevo rumbo y volver a ser extravagantes en los sueños.
«Ahora recibamos al gran Rooooooooosemberg, ¡un aplauso!». Rosemberg Mauricio Cortés, parecido a un correcto docente por el peinado engominado y unas gafas de marco negro, desliza las manos en el piano y aprovecha los segundos para mostrar sus habilidades. Hace dos años, cuando sus dedos eran torpes y no conocía ese instrumento, fue reclutado como cantante y, ante la falta de un tecladista, decidió aprender apoyado en tutoriales de YouTube.
Y sigue la canción:
Recuerdo taaaaanto de mis días, mucho tiempo atrááááás,
cuando me saciaba haciendo mal a la sociedaaaaad.
Ahora me doy cuenta de la triste y cruda realidaaaaaaad:
delinquir no paga y nunca pagarááááááá.
«No podemos continuar sin presentar al rey del cencerro, a Steveeeeee Acostaaaaaaa». Steve toma el instrumento metálico y lo golpea con una baqueta más ancha que las usadas en la batería. Marca notas graves y agudas, lentas y rápidas, de mambo, cumbia, chachachá. Antes de ingresar a Villahermosa ni siquiera sabía qué era un cencerro y tampoco sabía bailar salsa; pertenecía a una banda de rock y trabajaba diseñando calzado. A diferencia de sus compañeros, él sí quiso confesar el motivo de su reclusión: desapareció a un hombre. «Pido perdón a la familia de ese señor, pido perdón y estoy pagando por ello». Cada día el delito revolotea en su cabeza como abejas zumbando en desorden. Solo el cencerro y el güiro logran matizar el ruido de la culpa, espantar su aguijón.
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Segunda oportunidad se compuso hace más de una década y quedó relegada al papel hasta este año, cuando Son de Villa se animó a componer la música. La historia de este tema se remonta doce años atrás, cuando Juan Carlos estaba recluido junto a un hombre de nombre desconocido y bautizado de manera irónica «Dedos», porque los había perdido después de quedar pegado a un cableado eléctrico que pretendía robar. Un día, Dedos le señaló a Juan Carlos una paloma que entraba a la cárcel a picotear migajas en el piso y luego alzaba el vuelo. Los dos, con todo el tiempo para meditar, hablaron del ave y quisieron volar igual que ella. Dedos cumplió la condena y logró marcharse. A los pocos meses murió asesinado.
En 2012, Son de Villa se consolidó como una banda seria ante los compañeros de reclusión, los guardias y los directivos de la penitenciaría. Dejaron de ser unos aficionados que tocaban instrumentos para pasar los días de reiterado desasosiego y, con el permiso de los carceleros, empezaron a ensayar cada semana. Al principio replicaban temas de los Hermanos Lebrón, Ismael Miranda, Guayacán y Niche.
Ese mismo año, la agrupación cumplió uno de los sueños más grandes para un artista en Cali: tocar en plena Feria. En esas fechas, a finales de diciembre, la ciudad es una fiesta sin descanso. La salsa es el despertador de los barrios y es lo último que se escucha antes de cerrar los ojos. Si es grandioso tocar en la Feria, es más aún hacerlo junto a Guayacán y Niche. Son de Villa se presentó como telonero de estas orquestas ante miles de personas. Juan Carlos entonó las canciones frente a la audiencia, pero confiesa que su corazón les cantaba a sus hijas, a su esposa y a su madre, que estaban en la primera fila, con los ojos orgullosos y la mirada cubierta de lágrimas.
Juán Carlos tiene cincuenta y seis años, setenta y cinco kilogramos de peso y el pelo todavía sin canas. Cuando ingresó a la cárcel se recuerda escuálido, con la mitad de su peso actual y los ojos extraviados por la droga. Pensó, como Jairo Varela cuando entró preso, que «la cárcel es un cementerio de hombres vivos», donde los reclusos mueren de a poco hasta convertirse en carne con cada vez menos mente, corazón e ilusiones.
—¿Por qué fue encarcelado? —le pregunto.
El hombre me mira a los ojos con un gesto opuesto al de su canto. Frunce el ceño y mueve con inquietud los dedos cruzados de sus manos.
—¿Para qué mostrar las desgracias? Ya no soy lo que era —responde.
Juan Carlos recuperó la libertad en 2015, y volvió a caer preso en 2019. Los antiguos compañeros de Son de Villa dejaron de ser de Villahermosa para ser de Cali, de Pereira, de Medellín… a donde la libertad los llevó. La orquesta, que aún conservaba el nombre original, estaba conformada por rostros nuevos y, como cualquier recluso, Juan Carlos debió mostrar sus dotes musicales para ser aceptado.
En los comienzos de la agrupación, en 2012, la mayoría de los integrantes actuales se hallaban en las calles, algunos inocentes de todo mal, sin condenas a cuestas, y otros haciéndole el quite a la prisión. Juan Carlos compara la orquesta con la ruta de un tren que deja pasajeros en cada estación, y luego suben otros. Mientras haya gente que se suba, el tren sigue avanzando.
La cárcel de Villahermosa, ubicada en Cali, es un establecimiento penitenciario de mediana seguridad construido en 1958.
Niche o el Binomio de Oro, al igual que Son de Villa, no desaparecen con la partida de la gente. El ADN se mantiene. A lo largo de los años, sus filas han sido nutridas por una veintena de artistas de todos los pabellones del centro penitenciario. Cada vez que alguno anuncia la partida, se abre una nueva convocatoria. El día anterior a mi visita, el percusionista Álex Santa abandonó su catre, se despidió de todos, recibió el boleto de salida y, por primera vez en años, respiró el aire callejero. Prometió un «hasta luego», pero todos saben que era un adiós. Ningún ausente ha regresado para continuar con la orquesta. Se bajan del tren y siguen su camino.
Dos meses antes de la partida de Álex, Juan Carlos y Julián visitaron los pabellones para escoger el reemplazo. La prueba de talento era con bongós. Varios hicieron alarde de pergaminos al parecer inexistentes; decían: «yo he dado conciertos», «mi papá me enseñó desde pelao», «nací con un tambor». Al parecer la palabrería tenía mejor ritmo que las manos de los aspirantes, y ninguno fue seleccionado. De entre el tumulto de habladores salió Luis Fernando Rojas y pidió una oportunidad. No le convenía hablar como los demás, nunca había visto de cerca un bongó, y solo quería saber cómo sonaba.
Para no quedar como un bobo se dispuso con porte de sabio y azotó con las palmas los tambores haciendo acordes bruscos, rítmicos y cadenciosos. Los jueces se dieron cuenta de la inexperiencia por cómo parecía querer romper los cueros, y también entendieron que tenía un oído excepcional. Hace dos meses, Luis Fernando se convirtió en discípulo de Álex y aprendió a soltar las manos, entender el rebote, estudiar el sonido que produce el tarso, el metatarso, los dedos. Sin las distracciones que ofrece el mundo de los seres libres, él se consagró a su nuevo oficio.
Aunque el grupo Son de Villa surgió por la unión de talentos de Villahermosa, se ha consolidado gracias al apoyo del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) y del Ministerio de las Culturas, a través de su programa Sonidos para la Construcción de Paz, que funciona en cincuenta y cuatro prisiones del país y que acoge a más de cinco mil reclusos. El programa propone la música como herramienta principal para la rehabilitación y la reintegración social. «Cuando vemos este entorno en el que permaneceremos por mucho tiempo, uno piensa: ¿quiero cambiar? El cambio es una decisión, no nace si uno no ayuda, y también hay herramientas que sirven como el cencerro, los bongós, la batería, la guitarra, la voz. Nos ayudan a espantar esos fantasmas que atormentan y que lo quieren hundir a uno», dice Steve Acosta, el interno que encontró en el cencerro el desahogo a la ansiedad.
El apoyo del Ministerio ha sido valioso para dotar a la orquesta de instrumentos nuevos y profesionales. Ha logrado, junto al Inpec, que los integrantes dediquen mayor tiempo en la búsqueda de nuevos ritmos, y los asesora para que se presenten a becas y concursos. Este año, Son de Villa ocupó el primer lugar en el Concurso Carcelario de Música del Valle, y ahora se prepara para el Concurso Nacional.
Mientras tanto, continúan las percusiones, la voz de Juan Carlos, el coro de los demás integrantes, los aplausos que suenan mudos por la estridencia de los sones.
A mi familia que anda sufriendo por mis erroreeeees,
le agradezco el no haberme abandonadoooooo.
Yo le prometo a mi familia y a mis padreeeeeees,
que pese a los daños, vendrán tiempos mejoooooreeeees.
Y sé muy bien que estás ahí, que estoy aquí pidiendo perdón.
A ti, Creador, por lo que fui, con la esperanza de ser cambiadoooooooo,
¡cambiado por tiiiiiiiiiiiii!
Afuera del salón, en algún patio, suena el bullicio de una trifulca. Los gritos graves de hombres, unas órdenes ininteligibles, el gas picante que alcanza a causar un escozor tenue en las narices. Los ruegos sonoros por una segunda oportunidad ahogan los gritos.
«Antes de terminar este concierto quiero despedir al amigo Daniel Ángulo. ¡Mucha suerte, hermano! Aquí tienes una familia». Daniel toca su marimba por última vez. Está a la espera del boleto de salida en las próximas horas, o el siguiente día. Promete regresar para tocar junto a esa familia que conoció en cautiverio y a la que le da nostalgia abandonar. Sus compañeros saben que al cruzar la puerta no querrá regresar la vista y mucho menos volver. Afuera lo espera otro ferrocarril: el que lo va a llevar a una estación llamada libertad.