El fin del capitalismo llegará el día en que desaparezca el plástico.
Anualmente, la humanidad produce cerca de 460 millones de toneladas de este material, unos 70 millones de toneladas más de lo que pesamos todos los humanos del planeta. Al menos unos 20 millones de toneladas —el peso aproximado de todos los mamíferos silvestres del mundo— terminan como basura en ríos, bosques, desiertos, etc. Se espera que para el 2050, el plástico acumulado en la Tierra sea de 4.725 millones de toneladas, el equivalente a unas seis veces el peso de todos los rascacielos, las calles y las edificaciones de la ciudad de Nueva York.
El antropoceno es el tiempo del plástico y solo terminará el día en que no quede un gramo en todo el planeta. El nombre científico Homo sapiens, nuestro nombre y apellido, no es del todo preciso. El periodista canadiense John Vaillant propuso Homo flagrans. Pero ese nombre también se queda corto: desde hace más de un siglo el plástico hace parte de nosotros. Si queremos ser honestos, tenemos que honrarlo en algún lugar.
El cerebro humano contiene el equivalente a una cuchara hecha en microplástico. Siete gramos, el 0,5 % del peso promedio del órgano que supuestamente nos diferencia de los demás animales. También hacen parte de nuestros testículos, el fluido de nuestros ovarios, nuestros hígados, riñones, intestinos, pulmones, estómagos, páncreas, tractos urinarios, vejigas, esófagos, músculos, huesos, bazos, médulas óseas, sangre, semen, placentas y corazones.
Lo devoramos a diario. Según algunos estudios, comemos el equivalente a 50 bolsas plásticas cada año o casi dos bolas de ping-pong por semana. Todo indica que esos cálculos son exagerados, pero las estimaciones más conservadoras muestran que, de cualquier modo, tragamos y tragamos plástico cada día: tal vez unos 40 mg, 14,6 gramos al año, casi tres tarjetas de crédito.
La primera versión exitosa de este alimento la creó Leo Hendrik Baekeland, un químico y empresario belga que deseaba hallar un reemplazo sintético para la goma laca, una sustancia orgánica que proviene de una especie de cochinilla del sudeste asiático, usada a principios del siglo pasado en los discos de los gramófonos. Baekeland aplicó diferentes temperaturas y presiones al fenol, un compuesto orgánico derivado inicialmente del alquitrán, y al formaldehído o metanal, un gas incoloro que se disuelve en agua y forma de manera espontánea polímeros —moléculas pesadas con una gran variedad de propiedades—. El resultado final, en 1907, fue la baquelita, el primer plástico sintético de la historia, y el primer lego de un nuevo mundo.

El plástico moldea la Tierra. No solo recorre nuestras venas, también transforma el aire que respiramos, los suelos que caminamos y las aguas de las que dependemos. Se encuentra en las selvas, las montañas, los desiertos, los océanos y los polos. Y en todos estos lugares trastorna a los demás seres que habitan el planeta. Ocurre en lo macro y en lo micro. Aves marinas y tortugas carey confunden bolsas plásticas en el mar con aguamalas y medusas. Peces devoran trozos de plástico atraídos por el olor de las algas que crecen sobre este material, que también se ha hallado en un porcentaje considerable de las heces de mamíferos terrestres. Se han reportado interacciones con microplásticos en 4.076 especies marinas y en al menos el 17 % de las especies de aves, mamíferos, anfibios, peces y reptiles en la lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
La plastificación tiene un costo. Varios estudios muestran que la presencia de microplásticos puede estar relacionada con problemas de inflamación, cambios en el microbioma intestinal, dificultades respiratorias y ciertos tipos de cáncer en humanos y otros mamíferos. En los peces, pueden causar la muerte y problemas de crecimiento y desarrollo. Algo similar ocurre con las aves y los reptiles. Un análisis halló que estas partículas pueden afectar los cromosomas, la expresión genética y el ADN de los seres vivos.
Un estudio reciente halló que los microplásticos interfieren con la capacidad fotosintética de las plantas. En los cultivos de trigo, arroz y maíz, esto implica una reducción productiva de entre el 4 % y el 14 % anual. Los plásticos también afectan la relación entre las comunidades de hongos de los suelos y las plantas, lo que puede disminuir aún más el rendimiento de nuestras cosechas. Según los autores del estudio, las pérdidas anuales por microplásticos podrían llegar a ser similares a aquellas causadas por la crisis climática en años recientes.
En 2022, los países del mundo acordaron desarrollar un tratado vinculante para regular el uso, la producción y el desecho del plástico global. La fecha límite para establecer el tratado era 2024. La quinta y última ronda de negociaciones ocurrió en diciembre, en Busan, en Corea del Sur. Como suele ocurrir, no se llegó a ningún acuerdo. La mayoría de los países petroleros se opusieron a imponer límites en la producción futura de plásticos. El enfoque del tratado, argumentaron, debía ser el reciclaje y la gestión de residuos.
El 99 % del plástico en el planeta se hace a partir de combustibles fósiles. Para el 2050, de acuerdo con proyecciones del Gobierno estadounidense, la producción de plástico podría representar entre el 21 % y el 31 % de las emisiones del carbono mundial. Solo el 9 % del plástico que se produce se recicla. No es por falta de conciencia o porque las personas sean perezosas o malvadas: la mayor parte del plástico no es reciclable, por lo menos en términos financieros. Más allá de un acuerdo mundial, las soluciones son mínimas. En Colombia, Isabel Cristina Gámez y Óscar Andrés Méndez, una ingeniera electrónica y un arquitecto, crearon una compañía que transforma residuos plásticos en ladrillos y columnas para construir viviendas. Por ese trabajo, la revista National Geographic los reconoció como unos de los 33 líderes más innovadores del mundo. El remedio es, en cierto sentido, una claudicación: un mundo plástico.
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