El lazo entre la naturaleza y Mateo Hernández Schmidt se afianzó en 1992. Ese año, su familia se mudó desde Bogotá a las montañas de Subachoque, un municipio al norte de la capital. Mateo, entonces de trece años, ya sentía un interés por el mundo natural: en sus juegos se transformaba en un animal, en su tiempo libre leía guías de campo sobre plantas y flores. Pero, después del trasteo, ese mundo dejó de estar solo en los libros y pasó a ser el escenario en el que transcurría su cotidianidad: «Quedé encantado cuando me encontré frente a frente con mis primeras orquídeas; pasé meses y años aprendiendo los cantos de todos y cada uno de los pájaros que vivían en ese lugar y, de vez en cuando, tuve encuentros mágicos con zorros, comadrejas, chuchas y otros animales más difíciles de observar». 

Estas palabras de Mateo aparecen en el comienzo de Bosques tejidos: reflexiones de un naturalista, un libro que publicó este año en una edición conjunta entre la editorial Laguna y Oso Melero, y que reúne una serie de textos que escribió durante la última década en su blog, su Instagram y su perfil en NaturaLista Colombia. La obra es el fruto de una mente inquieta y asociativa: en las 232 páginas del libro, Mateo trenza fotografías y palabras mientras departe con sencillez y erudición sobre manglares flotantes, venados de cola blanca, cucarrones de mayo, bosques nativos, murciélagos bogotanos, enredaderas, bromelias, pastos, pasifloras, entre otras especies, formas y frutos que hacen parte de la naturaleza colombiana.

En el entramado de temas que forma Bosques tejidos, el naturalista y consultor ambiental le reserva un lugar especial al páramo, ese ecosistema de alta montaña que, envuelto en nubes, produce parte del agua que fluye en nuestros ríos y que se filtra en nuestras ciudades. Para conocer más sobre estos archipiélagos biológicos, tan comunes en Colombia, pero tan inusuales en el resto del mundo, el editor general de CasaMacondo cruzó una serie de cartas con Mateo. 

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27 de mayo de 2024

Estimado Mateo:

La crisis de agua que vivimos en Bogotá me ha hecho pensar en los páramos. Es un ecosistema que aprecio y que me genera asombro. Desde hace una década, cada vez que puedo, me pongo mis botas impermeables y me subo a recorrerlo. Cuando camino allá arriba me siento en una expedición lunar. Me gusta que sea tan diferente a la exuberancia del trópico y que corone muchas de nuestras montañas con sus extrañas praderas de frailejones. También me gusta que sea un territorio frugal, silencioso, huraño, una especie de tundra que se esconde en la niebla y que se encuentra casi siempre bajo un domo de luz blanca.

Hace unos meses, en un expediente judicial, me encontré con una descripción del páramo que me pareció poética y acertada: un campesino que vive en las montañas que dividen a Bogotá de Choachí lo describió como «la maleza húmeda». La descripción me gustó porque es cierto que es difícil pensar en el páramo sin pensar en el agua. Allá todo parece mojado: las piedras de los caminos reales, las hojas de los frailejones, incluso el aire mismo, como si uno estuviera dentro de una nube a punto de soltar una descarga de lluvia.

Quisiera empezar esta breve correspondencia con usted por ahí, preguntándole por la relación entre el páramo y el agua. ¿Es cierto que de ellos viene la mayoría del agua que sale a los lavamanos bogotanos? ¿Por qué son, como dice la gente, las fábricas de agua del país? 

 Un saludo,

Christopher

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6 de junio de 2024

Tenjo, Cundinamarca

Hola, Christopher. ¡Me alegra mucho que nuestro tema de conversación sean los páramos! Igual que usted, los admiro muchísimo. En parte por ese ambiente como de otro mundo, «lunar», como mencionó usted. En gran parte por la inmensa variedad de organismos que solo se pueden encontrar en este bioma de alta montaña y que no viven en ninguna otra parte del mundo. No solo los famosos frailejones, sino todos esos arbustos miniatura, colchones de musgos, manojos de pastos y coloridas flores que aparecen cerca del suelo. Me encanta fotografiar toda esta diversidad vegetal. Y también encontrarme con abejorros, colibríes, águilas, venados y todos esos animales que hacen del páramo su hogar.

Siento que en Colombia la importancia de los páramos se ha reconocido temprano. Muchas de las primeras áreas protegidas que se establecieron en el país fueron declaradas en varios páramos a lo largo del país. El propósito de estas declaratorias no era solamente proteger los ecosistemas y las especies presentes en estas cimas de las cordilleras. También fue, fundamentalmente, proteger las fuentes de las cuales nacen o se nutren muchos de los ríos más importantes de Colombia y de las que dependen millones de habitantes para obtener el agua para beber y el agua para regar los cultivos de las laderas andinas y de las llanuras de los valles del Cauca y el Magdalena, del Caribe y el piedemonte orinocense.

Porque sí, definitivamente, es en los páramos donde nace el agua que usamos millones de habitantes del campo y de las ciudades. En los páramos del sur del país nacen los grandes ríos Caquetá, Cauca, Magdalena y Patía. Y la gran mayoría del agua que se toma en Bogotá viene del páramo de Chingaza. Si los páramos fueran dañados, si su vegetación y suelos fueran destruidos, la cantidad de agua que baja de ellos disminuiría radicalmente, especialmente durante las temporadas de sequía. Y, para una ciudad como Bogotá, resultaría muchísimo más difícil y costoso obtener agua pura en cantidad suficiente. Así que tenemos que agradecer a la existencia de los páramos y al hecho de que muchos de ellos estén conservados, el que cada vez que abrimos la llave del lavamanos en la capital salga agua de tan buena calidad.

¿Por qué es así? ¿Por qué los páramos son tan importantes en el ciclo del agua? Gran parte de la respuesta se encuentra en su situación geográfica, por estar instalados en la parte más alta de las montañas, donde reciben la nubosidad procedente de los mares y las tierras bajas. Aquí las nubes descargan su lluvia o se condensan en forma de neblina, la cual moja la vegetación y gotea por ella. La fría temperatura también ayuda, evitando que el agua vuelva a evaporarse una vez caída. Y claro, están los gruesos colchones de vegetación y los suelos orgánicos, que actúan como esponjas que almacenan muchas veces su peso en agua. Cuando no llueve, estas inmensas «esponjas» van liberando gradualmente el agua que todos necesitamos. ¡Así que cuidar los páramos sí resulta ser la mejor idea para cuidar el agua!

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13 de junio de 2024

Estimado Mateo:

Gracias por explicarme la relación que existe entre el páramo y el agua. Es increíble cómo esa condición de «esponja» que usted menciona se siente con apenas dar uno o dos pasos allá arriba: el piso cede ante el peso del cuerpo.

Desde hace un tiempo, subo a caminar a Matarredonda, un parque natural que queda a solo treinta minutos de Bogotá. El parque tiene dos rutas principales: una que lleva a unas cascadas y otra que va a una laguna. Las cascadas tienen su encanto: un entramado de escaleras y tablones permiten que uno pueda acercarse a los cordones de agua que se descuelgan de las piedras. Pero el principal atractivo es, en mi opinión, la laguna de Teusacá, donde nace el río que lleva ese mismo nombre y a la que uno llega recorriendo un tramo del camino real que antes conectaba a Bogotá con los Llanos Orientales.

Es una laguna misteriosa. Cuando la visito y miro a la gente que se sienta en su orilla, pienso que sigue siendo un lugar de peregrinación, como lo fue hace siglos para los indígenas que habitaban estas montañas. También me gusta mirar los patos paramunos que dan vueltas en el agua y los muchos pajaritos que aletean en los arbustos cercanos. Lo que más me asombra de la laguna, sin embargo, es que sea el nacedero de un río. Que su agua se escape por una hondonada y, gorgoteando, se aleje monte abajo. Lo que me sorprende es que, a pesar de esa fuga constante, la laguna conserva —o da la apariencia de conservar— la misma cantidad de agua.

Pero no solo quiero preguntarle por el agua. También me intriga el fuego. En su libro, los páramos ocupan un lugar importante. Usted enumera las cuatro fuerzas que más han influenciado la formación de este ecosistema: la megafauna, los bosques, los seres humanos y el fuego. Cuando leí ese capítulo, además de imaginar mastodontes y osos perezosos gigantes deambulando entre los frailejones hace miles de años, pensé en el fuego, y específicamente en el contexto de los incendios que asolaron a Bogotá a comienzos de año. Es fácil asociar las llamas con el cambio climático, con la destrucción, con el fin de los tiempos. Pero usted, en su libro, nos enseña que el fuego también puede dar vida.

¿Cómo es eso? ¿Cómo hace el fuego para alimentar ese mundo acuático que es el páramo? 

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21 de junio de 2024

Hola, Christopher. Del agua pasamos al fuego. En efecto, solemos considerar al fuego solo en sus aspectos destructivos. Y es cierto que tenemos que ser prudentes con él, pues quemas repetidas en ambientes de páramo pueden causar degradaciones que difícilmente pueden curarse. Sin embargo, para entender el papel del fuego en el páramo, ayuda mucho ver una perspectiva a lo largo de miles de años, no solo lo que vemos en las noticias y las redes sociales pasando en un momento dado.

Antes de que los humanos pobláramos la alta montaña, los incendios en los páramos debieron ser muy esporádicos. A elevaciones inferiores a tres mil setecientos metros, cuando en el páramo no ocurren incendios durante siglos, el bosque altoandino va creciendo, poco a poco, naciendo entre los frailejones y arbustillos, formando matorrales y, finalmente, cubriendo de árboles gran parte de las áreas que tienen suelos más profundos y mejor drenados.

Con la llegada de los humanos, hace miles de años, el panorama fue cambiando poco a poco. Y más aún en los últimos siglos. Con los humanos viene el fuego, así sean incendios ocasionales. Cada vez que un bosque de alta montaña se quema, es muy difícil que retorne si no dispone de varios siglos para hacerlo. Pues los árboles, en el páramo, crecen sumamente despacio, centímetro a centímetro.

Por la tala y los incendios traídos por los seres humanos han desaparecido tantos bosques a más de tres mil metros de elevación. Y el páramo con frailejones, que antes estaba más confinado a las laderas por encima de tres mil setecientos metros, a los escarpes con suelo pedregoso, a las turberas, ha podido descender en los últimos siglos hasta llegar a la franja de los tres mil metros. A este fenómeno de aumento del área de páramo en reemplazo de bosques que han sido talados y quemados, se le conoce como «paramización».

Desde este punto de vista, el páramo, al menos parcialmente, ha podido prosperar y extenderse cuando la intervención humana no ha sido excesiva. Los pajonales, los cardones, algunos arbustos de páramo y los frailejones, todos han podido ampliar sus territorios y ocupar áreas de antiguo bosque altoandino que se han quemado. Y estos ambientes de pajonales y frailejones tienen una flora más rica, con más especies de plantas endémicas, que los bosques que había antes. A la vez, así como muchas especies de flora se han beneficiado, gran número de aves de alta montaña por encima de tres mil metros han perdido mucho de su hábitat, pues la mayoría son especies de bosque, no de hábitats abiertos con frailejones. Unas han ganado, otras han perdido. Ahí empezamos a ver la complejidad.

Muchas de las adaptaciones que tienen ciertas especies de plantas de páramo, así no hubieran surgido originalmente para resistir los incendios, les han servido de todas formas para sobrevivir e incluso prosperar con el fuego. Desde la ciudad, tan desconectados como estamos con los funcionamientos de la naturaleza, pensamos que un incendio es el fin de un páramo. Pero no es así. Si vamos unas semanas después del fuego, a menudo podemos ver que muchos frailejones se han quemado del todo. Pero otros han sobrevivido y muestran las primeras hojas que rebrotan de sus tallos ennegrecidos.

Más importante aún, a los meses de haber ocurrido un incendio, ocupan el lugar miles y miles de frailejones que han germinado y prosperado en el suelo bien iluminado y abonado por las cenizas. El hecho de que cuando visitamos un páramo, en muchos lugares, la mayoría de los frailejones tienen la misma talla y edad, esto indica que todos nacieron al mismo tiempo, luego de un evento «catastrófico» que estimuló su germinación, como un incendio.

Aunque sus partes por encima del suelo se hayan quemado luego del fuego, muchas otras plantas de páramo rebrotan por su base, de tallos y raíces ocultas bajo tierra, donde el efecto del fuego no pudo llegar. A las pocas semanas de un incendio, descubrimos así que los tunos, laureles de cera, angelitos, chusques y otras plantas paramunas no han muerto y empiezan a desarrollar rápidamente nuevos tallos y hojas. Las pajas de páramo y los cardones, con sus cogollos protegidos en el centro de una roseta de hojas, también despliegan su nuevo follaje.

Otras plantas que sí mueren con el incendio dejan detrás, en el suelo, un rico banco de semillas. De aquí germinan y vuelven a crecer los chites, los lupinos y tantas otras especies.

Por esto resulta tan importante que, luego de un incendio, nuestra primera reacción no sea subir al páramo a «plantar árboles» para restaurar los espacios quemados. Pues estaríamos trayendo árboles de afuera, los cuales así sean nativos, no corresponden al lugar ni a la etapa de vida en la que se encuentra. Y estos árboles que traemos de afuera, si se llegan a dar, ocuparían el espacio de toda la flora local, de genética milenaria, que va a abrirse paso tras el fuego. Lo mejor, en el caso de páramos relativamente conservados, si se llegan a quemar, es permitir que sean los procesos de regeneración espontánea los que los restauren. Son procesos que llevan milenios funcionando y aún hoy continúan haciéndolo, enseñándonos la resiliencia de la vida.

¡Un cordial saludo!

Mateo

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6 de julio de 2024

Estimado Mateo:

Me da placer que la hoja de ruta de esta correspondencia hayan sido los elementos. Hablamos del agua y del fuego. Imaginamos lluvia e incendios, lagunas y cenizas. Ahora, para terminar, le quiero proponer que hablemos de la tierra. Pero no de su composición biológica, de la cual usted ya nos ha dicho algunas palabras, sino de su ubicación. Mejor dicho, le quiero proponer que nos recomiende algunos páramos para caminar.

Yo me le adelanto mencionando dos lugares que visito a menudo. El primero es la Cara del Indio, una roca que hace parte del despeñadero que divide al páramo del Verjón con las tierras más bajas de Ubaque. ¿Usted lo conoce? Es un lugar especial, en el borde mismo del páramo, lejos de cualquier carretera o edificación. La roca se asoma sobre el precipicio y hace las veces, para los más intrépidos, de un mirador precario. Sentarse o recostarse allí es una experiencia vertiginosa y espiritual: debajo de uno solo queda el vacío, un abismo de fondo verde que por momentos se esconde entre la niebla que el viento estrella contra la pared de la montaña.

El segundo lugar son las lagunas de Siecha, al lado del pueblo de Guasca y parte del Parque Natural Nacional Chingaza. Las lagunas son de fácil acceso y tienen una fuerza muda, como de tumba de agua: entre las tres forman una misteriosa trinidad, una especie de escalera descomunal que se eleva hacia el cielo. Cada vez que voy allá creo entender por qué eran un lugar de culto para los muiscas de la zona, que depositaban en ellas piezas de oro durante sus ceremonias. Muchas de esas piezas, de hecho, fueron extraídas en tiempos de la colonia por criollos que drenaban las lagunas utilizando un sistema de túneles. Por fortuna esos túneles ya no existen y las lagunas hoy están en buen estado. 

Pero cuénteme usted, que conoce tan bien este país y sus regiones, ¿qué páramo le gusta? ¿Tiene algún rincón favorito o un cuerpo de agua que lo asombre?

¡Un saludo!

28 de julio de 2024

Hola, Christopher. ¡Listo! Hablemos de la tierra, en forma de la ubicación de páramos que he conocido y que me gustan mucho. En efecto, conozco el páramo del Verjón, aunque, que yo recuerde, no he caminado hacia la zona del despeñadero que usted menciona. Sí recuerdo, de este páramo, que es uno de los más accesibles para los caminantes de Bogotá, las grandes matas de cardones o puyas, las águilas y los patos de páramo.

Si quisiera recomendar un páramo para los amantes de la naturaleza, sería el de Chingaza. Allí, en un ambiente que ha estado protegido durante décadas, se disfruta en todo su esplendor de la fauna de alta montaña. En Chingaza, por el sector de Monterredondo, es casi seguro ver venados (a veces muchos de ellos). También he visto allá osos, zorros, curíes, cóndores y águilas. Es un lugar realmente espectacular.

Pero para mí, crecido en Subachoque, y amante de lo cercano, creo que los páramos de ese municipio son los que más han tocado mi corazón. Por ejemplo, el páramo de El Tablazo. Y los páramos que hay arriba de La Pradera, subiendo varias horas por los caminos y senderos que van por las montañas. Estos fueron los primeros páramos que exploré en detalle, donde conocí los musgos de las turberas, los helechos que crecen sumergidos, las espectaculares flores naranja de las plantas parásitas. Allí fue donde vi el cortejo de las águilas de páramo, donde conocí la silueta de los bosques de aguacatillos, donde disfruté los brillos de los espectaculares colibríes y tángaras de alta montaña. Así que, por supuesto, les recomiendo esos páramos también. ¡Y hay muchos otros! Como vemos, si queremos conocer un páramo, tenemos muchos de donde escoger.

¡Un cordial saludo!

Mateo

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